MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA VII SESIÓN DE LA CONFERENCIA DE LA ONU
SOBRE EL COMERCIO Y EL DESARROLLO*
Al Señor Don K. K. S. Dadzie,
Secretario general de la Conferencia.
Movida por la necesidad de remontarse a los orígenes para reavivar desde ellos sus intuiciones fundacionales y sacar de ellos nuevas energías, la VII sesión de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y el Desarrollo (CNUCED) tiene lugar en Ginebra mismo. Es un placer para mí recordar que la Santa Sede contribuyo activamente a la creación de este organismo en 1964 y, desde entonces, no ha cesado de prestarle todo su apoyo.
Hace exactamente veinte años mi predecesor Pablo VI escribió una Carta Encíclica, la Populorum progressio, haciéndose eco de los “pueblos hambrientos (que) interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos” (n. 3) y dedicando varias páginas a “la equidad en las relaciones comerciales” (nn. 56 al 65). Y yo mismo, ya en mi primera Encíclica (4 de marzo de 1979), presenté nuestra época como “el gigantesco desarrollo de la parábola bíblica del rico Epulón y el pobre Lázaro” (Redemptor hominis, 16).
Hoy, el cuadro está aún más lleno de contrastes que ayer, a pesar de tantas acciones bien pensadas y tantas iniciativas concertadas por la comunidad internacional. También, en un mundo roto, adormecido por el desencanto, quisiera aportar a los miembros de esta Asamblea un mensaje de esperanza, de una esperanza fortalecida hoy por la conciencia más viva que tenemos de la igual dignidad y de la responsabilidad solidaria de todos los hombres. No es suficiente que los países reconozcan sus interdependencias por necesidades económicas o políticas. Sólo el sentido ético de una verdadera corresponsabilidad les permitirá abrir caminos viables para la justicia internacional y respetar hasta el extremo los compromisos tomados solidariamente y establecidos estructuralmente.
Con este espíritu, podréis abordar decididamente los puntos importantes de vuestro orden del día tal como resulta en el programa: los recursos necesarios para el desarrollo que el agobio de la deuda internacional compromete gravemente, los productos básicos cuyos precios reales no han estado nunca tan bajos desde hace cincuenta años, el comercio internacional en el que la violación de las reglas multilaterales acaba con las oportunidades de los más débiles. En cuanto a la atención especial que prestáis desde hace algún tiempo a los países denominados “menos avanzados” (la mayoría de los cuales se encuentran en África), vosotros sabéis que sus propios y valientes esfuerzos para el desarrollo no podrán tener éxito sin el apoyo total y constante de todos.
El problema de la deuda exterior, esta herida abierta en el costado de las relaciones internacionales, acaba de ser estudiada, a petición mía, por la Pontificia Comisión “Iustitia et Pax”. Deseo que sus reflexiones éticas muevan rápidamente a las “diferentes partes (a) ponerse de acuerdo a fin de compartir, de modo equitativo, los esfuerzos de reajuste v los sacrificios necesarios, teniendo en cuenta la prioridad de las poblaciones más indefensas. Los países mejor provistos tienen la responsabilidad de aceptar una más amplia participación” (I, 4).
Vuestra tarea es muy exigente: en cooperación con otras instituciones competentes, lleva a reconsiderar, como yo me he atrevido a escribir, “las estructuras y los mecanismos financieros, monetarios, productivos y comerciales que (...) rigen la economía mundial: ellos se revelan casi incapaces de absorber las injustas situaciones sociales heredadas del pasado y de enfrentarse a los urgentes desafíos (...) del presente” (Redemptor hominis, 16). Vuestra tarea es muy ardua, siempre en estado de alerta, para hacer frente a la inestabilidad de las tasas de cambio, a la manipulación de los mercados, al endurecimiento del proteccionismo y a tantas otras amenazas que se alimentan de la desconfianza y del egoísmo.
Pero vuestra misión es también muy elevada, porque, más allá de la economía, se dirige al hombre, al hombre integral con su dimensión cultural y su dimensión espiritual. En este sentido, no existen por un lado países desarrollados y por otro países en vías de desarrollo, sino que todos los países están llamados al desarrollo integral del hombre y, afortunadamente, nuestra época está menos tentada de identificar el desarrollo con el crecimiento exclusivamente económico o con la simple reproducción de modelos de los países industrializados. Aún más, el desarrollo no puede ser ni espontáneo, ni instantáneo, ni decretado, ni otorgado: exige una amplia y libre adhesión de los pueblos mismos, pacientemente educados para convertirse en dueños de su propio destino.
De todo corazón, imploro la bendición divina sobre vuestros trabajos. Esta nueva cita entre los pueblos no puede fallar: la espera es demasiado grande, demasiado urgente para que vuestra Conferencia no tome nuevos compromisos, y para que estos compromisos que se tomen no sean después respetados por la voluntad política de vuestros países. Este es el tiempo favorable: ¡que podáis abrir nuevos caminos para la esperanza de los pueblos!
Vaticano, 30 de junio do 1987.
JUAN PABLO II
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 36, p.2.
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