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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CARDENAL ROGER ETCHEGARAY
SOBRE EL PROBLEMA DE LOS SIN TECHO

 

Al Venerado Hermano Roger Cardenal Etchegaray
Presidente de la Pontificia Comisión “Iustitia et Pax”

Cuando se aproximaba el Año Internacional de los Sin Techo, querido por las Naciones Unidas para el año 1987, juzgué útil que la Iglesia, fiel a su misión y compromiso de anunciar a los pobres el Evangelio de la salvación y la liberación (cf. Mt 8, 18-20; Lc 4, 17; Is 61, 1-2), profundizara su reflexión sobre el grave problema de la casa y pusiera en marcha un atento examen para mejor conocer cómo las Comunidades eclesiales perciben hoy este problema y procuran darle adecuada solución.

Los resultados que Vd., Señor Cardenal, ha sometido a mi consideración son, sin duda, consoladores, pero representan sin duda tan sólo una pequeña parte frente a las necesidades inmensas de millones de personas, que hoy viven sin un techo o una casa digna de este nombre. Estos resultados son, sin embargo, estímulo en pro de un mayor compromiso; en efecto, salir al encuentro de quien tiene necesidad de una vivienda pertenece al espíritu de las “obras de misericordia”, en función de las cuales seremos juzgados por Cristo nuestro Señor (cf Mt 25, 31-46).

¿Podremos nosotros, cristianos, ignorar o soslayar tal problema, cuando sabemos bien que la casa «es una condición necesaria para que el hombre pueda venir al mundo, crecer, desarrollarse, para que pueda trabajar, educar y educarse, para que los hombres puedan constituir esa unión más profunda y más fundamental que se llama “familia”»? (Enseñanzas, 2 []979] 314).

En estos últimos años, el problema de la casa se ha vuelto extraordinariamente más agudo, a causa, sea del crecimiento de la población, sobre todo en las ciudades, sea de los traslados por motivos de trabajo, sea también por la búsqueda de mejores condiciones de vida. Los efectos saltan a la vista: creación de megalópolis, surgimiento de cinturones periféricos con condiciones de vida subhumanas, marginación, miseria. No sin motivo, mi predecesor Pablo VI se refirió al urbanismo como a un fenómeno de gran importancia, en cuanto, entre otras cosas: “ Trastorna los modos de vida y las estructuras habituales de la existencia: la familia, la vecindad, el marco mismo de la comunidad cristiana, creando nuevas y degradantes miserias donde a menudo la dignidad del hombre zozobra ” (Octogesima Adveniens, 10).

En este contexto, donde emergen nuevas formas de pobreza, aquellos que no tienen casa constituyen una categoría de pobres todavía más pobres, que nosotros debemos ayudar, convencidos, como lo estamos, de que una casa es mucho más que un simple techo, y que allí donde el hombre realiza y vive su propia vida, construye también, de alguna manera, su identidad más profunda y sus relaciones con los otros.

La Iglesia, participando “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren” (Gaudium et spes, 1), considera grave deber suyo asociarse a cuantos operan con dedicación y desinterés para que el problema de la casa encuentre soluciones concretas y urgentes, y para que los que carecen de techo sean objeto de la debida atención y preocupación por parte de la autoridad pública. En efecto, precisamente, según sea la atención que ésta conceda a este gran problema, como asimismo a la relación entre ambiente, habitabilidad, servicios sociales y áreas destinadas al ejercicio de la vida religiosa, se podrá juzgar si los principios de ética social son debidamente tomados en cuenta.

La especulación sobre los terrenos que sirven al desarrollo edilicio y sobre la construcción de ambientes domésticos, el estado de abandono de barrios enteros o de áreas rurales privadas de calles transitables, de distribución de agua o electricidad, de escuelas o de transportes necesarios para el movimiento de las personas, son –como es sabido– algunos de los males más patentes, estrechamente ligados al problema más amplio de la casa.

En este sentido, los católicos que gozan de responsabilidad en la vida pública, y cuantos se interesan por el problema de la casa, particularmente las administraciones locales, son exhortados a ofrecer su contribución a En de disponer políticas adecuadas que puedan hacer frente a las situaciones de más urgente necesidad y a remover los obstáculos que impiden encontrar las modalidades concretas, económicas, jurídicas y sociales, aptas a poner por obra condiciones más favorables a la solución de estos problemas.

¿Cómo podríamos afirmar que ha sido realmente celebrado un Ano Internacional de los Sin Techo, si luego no se ha hecho nada o casi nada; si todo quedara reducido a algunas ceremonias que no comportan ningún beneficio sensible?

Conforme a algunas estimaciones recientes, a principios del siglo próximo la población juvenil será casi la mitad de la población mundial. ¿Qué condiciones de vida tendrá, si ya hoy millones de personas viven sin techo? ¿Cómo no experimentar una afectuosa inquietud por tantas jóvenes parejas de novios o de esposos que se ven imposibilitados de realizar serena y plenamente la estabilidad de su afecto y su legítima independencia, a causa de la carencia de habitaciones o de su elevado costo?

Señor Cardenal: recorriendo los datos y actividades que las Iglesias locales, las organizaciones católicas de asistencia y tantos cristianos fervorosos han sustentado y llevado a buen puerto, no puedo menos que regocijarme frente al hecho que, en este campo, se brinde un testimonio concreto de caridad y de preocupación hacia los hermanos que carecen de vivienda. Todo esto trae a la memoria y a la reflexión las palabras consoladoras de Jesús: “Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí lo hicisteis” (Mt 25, 40), El, en efecto, nació en un establo y fue reclinado “ en un pesebre ” por las manos amorosas de su Madre, la Virgen Santísima, porque no había lugar para ellos en la posada (cf. Lc 2, 7); y luego estuvo prófugo, lejano de su tierra y de su casa, en su primera infancia.

Con este pensamiento, que es también una invocación orante a la Sagrada Familia de Nazaret, quiero expresar a Vd. y a cuantos han colaborado a la redacción del documento mi aprecio agradecido, mientras imparto de corazón la Bendición Apostólica prenda de copiosos favores y consolaciones del cielo.

Del Vaticano, 8 de diciembre de 1987.

 IOANNES PAULUS PP. II



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