MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS ALEMANES EN EL IV CENTENARIO
DE LA MUERTE DE SAN PEDRO CANISIO
Venerados hermanos en el episcopado:
1. Cuando, el 2 de septiembre de 1549, san Pedro Canisio obtuvo la bendición del Papa Pablo III para su misión en Alemania, se arrodilló ante la tumba del príncipe de los Apóstoles, Pedro, para orar. Lo que vivió interiormente le dejó una huella tan profunda, que en un fragmento de sus confesiones afirma: «Tú sabes, Señor, cuán intensamente me confiaste aquel día Alemania. Desde entonces, Alemania ha ocupado cada vez más mis pensamientos y he deseado ardientemente ofrecer mi vida y mi muerte por la salvación eterna de Alemania » (Petri Canisii Epistulae I, 54). Este era el programa de vida al que permaneció heroicamente fiel hasta su serena muerte, el 21 de diciembre de 1597.
En su encíclica Militantis ecclesiae, del 1 de agosto de 1897, mi venerado predecesor León XIII definió con razón y con honor «segundo apóstol de Alemania » a aquel a quien el Papa Pío IX había beatificado el 20 de noviembre de 1864 (cf. ASS 30 [1897] 3-9, esp. 3). Cuando, el 21 de mayo de 1925, fue elevado al honor de los altares por el Papa Pío XI, recibió el título de doctor de la Iglesia.
En su amorosa providencia, Dios hizo de san Pedro Canisio su embajador en un período en que la voz del anuncio católico de fe en los países de lengua alemana corría el riesgo de desaparecer. En torno a dos polos de tensión se desplegaron la personalidad y las obras del doctor de la Iglesia: Alemania, entonces constituida por un territorio mucho más extenso que el actual, y la verdad de la fe católica, expuesta a diversas críticas.
2. Como colaborador en la difusión de la verdad (cf. 3 Jn 8), Pedro Canisio sirvió de múltiples modos a la Iglesia en Alemania. Incluso cuando se dedicó a actividades políticas y organizativas, la finalidad de su obra siguió siendo el anuncio de la verdad, y la catequesis y la pastoral fueron siempre el hilo conductor de su rica producción. Tanto el extraordinario aprecio que se ganó por parte de las autoridades eclesiales y seculares, como los obstáculos que sus detractores intentaron poner en su camino muestran de qué modo convivieron en él la sencillez y la racionalidad.
El santo prestó particular atención a los jóvenes, en cuya formación intelectual y religiosa veía un aspecto esencial para el futuro católico de Alemania. Esta era una de las principales actividades de sus hermanos en la Compañía de Jesús, cuyo fruto fue la creación, en pocos decenios, de una élite espiritual que se transformó en el elemento propulsor de aquella época cultural, en que la siembra del concilio de Trento produjo su abundante cosecha.
Una experiencia tan alentadora nos permite comprender qué gran significado podría tener actualmente una escuela impregnada del espíritu del Evangelio, relacionada estrechamente con la vida de la Iglesia y comprometida en elevados ideales culturales. Así, queridos hermanos, os recomiendo vivamente la promoción de la escuela católica que, por otra parte, en Alemania está organizada desde hace tiempo de manera ejemplar. Quien sirve a los jóvenes, sirve al futuro de la Iglesia y de la cultura. Por eso, una educación juvenil basada en la Iglesia es un servicio indispensable para un fecundo florecimiento cultural y religioso de Alemania, por el cual también vale la pena hacer sacrificios de carácter económico y espiritual.
3. El hecho de que Pedro Canisio, a pesar de su infatigable actividad eclesial, haya dejado también una vasta obra de carácter teológico, suscita asombro y admiración. Si a los teólogos se les valora según sus cualidades creativo-especulativas y su disposición crítico-histórica, es difícil encontrar en él una originalidad particular y grandes especulaciones espirituales. El hecho de que el santo no cumpliera esas exigencias puede atribuirse ciertamente a que, en las confusas condiciones del tiempo en que vivió, se sentía enviado al servicio de la verdad de fe como pastor de hombres: «Deseo despertar en los demás y en mí mismo un fervor más grande, para que el depósito católico de la fe, que el Apóstol nos ha encomendado con una finalidad precisa y que es preferible a todos los tesoros de este mundo, se custodie siempre intacto y auténtico, puesto que de él dependen la sabiduría cristiana, la paz general y la santidad del hombre» (Meditationes seu Notae in Evangelicas Lectiones, en: Societatis Jesu Selecti Scriptores II, Friburgo i.B., 1955).
Pedro Canisio se insertó conscientemente en la corriente de la santa tradición, que los Apóstoles habían comenzado y transmitido, para que, como tradición viva, uniera a cada nueva generación de fieles con los orígenes de la Revelación en Jesucristo. Canisio reunió en sí la erudición del espíritu, la santidad de vida y, según un ideal típico de su época bajo el influjo del humanismo y el renacimiento, también la belleza y la elegancia de la expresión verbal, de modo que inmediatamente después de su muerte lo llamaron «el san Agustín de su tiempo».
Acercar la ciencia teológica a las Escrituras y a la Tradición, de acuerdo con lo establecido por el Magisterio de la Iglesia, y confirmarla con la vida personal, es un mensaje para todos los que hoy se dedican a la enseñanza de la teología. La obra de Pedro Canisio muestra que la ciencia teológica sólo llega a ser fecunda si se pone al servicio de la verdad revelada. Esta tarea solamente pueden realizarla los teólogos que, con su punto de vista, no se sitúan con espíritu crítico frente a la Iglesia, sino que viven en ella como miembros suyos que creen, esperan y aman. Por eso, el teólogo debe seguir como un sismógrafo los cambios repentinos de las ciencias humanas y, en vez de convertirse en su esclavo, debe analizar sus conocimientos a la luz de la fe y valorarlos desde este punto de vista. Sólo de este modo podrá ser un interlocutor honrado y aceptable para las ciencias profanas, cuyas investigaciones tienen una orientación ética. La Iglesia es, pues, el espacio vital del teólogo. Como el pez no puede vivir fuera del agua, tampoco el teólogo puede ser fiel a su identidad si no enraiza sólidamente en la vida de la Iglesia sus especulaciones y sus interrogantes, sus investigaciones y sus obras.
4. Pedro Canisio no sólo se interesaba por los «grandes» de la Iglesia y de la política. Se dirigía también a los «pequeños », en particular a los niños. En una carta escribe: «Otros pueden considerar un pretexto su trabajo, pueden aspirar a los cargos más altos, que prestan a la Iglesia mayores servicios (...). También pueden justificarse afirmando que ellos mismos no quieren convertirse en niños entre los niños. Cristo, la Sabiduría de Dios, no se echó atrás y trató a los niños con confianza» (Petri Canisii Epistulae VII, 333 ss).
Cuando le era posible, se dedicaba personalmente a instruir a los niños en la fe; al mismo tiempo, procuró dirigirse a las nuevas generaciones de los países católicos de lengua alemana, exponiendo por escrito la enseñanza religiosa y moral en los catecismos. De su fuerza de identificación con la capacidad de aprendizaje de sus lectores surgieron tres catecismos, dirigidos a tres grupos diversos, diferentes por la complejidad de su lenguaje, pero esencialmente idénticos por su estructura y su contenido. Aunque el tiempo en que trabajó Canisio fue dramático y estuvo lleno de grandes pruebas, el santo permaneció fiel a su principio de renunciar a polémicas encendidas, evitar polarizaciones y exponer en primera línea la enseñanza católica, sin nombrar siquiera a sus enemigos y, mucho menos, agredirlos.
A este propósito, recuerdo mi exhortación apostólica Catechesi tradendae, que recoge la herencia del «doctor de la Iglesia del anuncio» y desarrolla los principios de la catequesis actual. Estructurada de manera sistemática, quiere ofrecer lo esencial de la doctrina católica con la necesaria integridad y, en relación con el grado de formación de sus destinatarios, introducirla en todos los ámbitos de la vida cristiana (cf. Catechesi tradendae, 21).
Si una conciencia madura supone una sólida cultura, el hombre necesita un firme conocimiento de la fe para que, durante su vida, que hoy lo hace sentirse a veces como si caminara por el borde de un precipicio, pueda distinguir entre lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, el camino hacia la santidad y la senda equivocada.
Expreso mi profunda gratitud a los numerosos hombres y mujeres que se comprometen en el servicio, no siempre fácil, de la catequesis. Después de los cambios políticos en los países del Este, la tarea de la catequesis ha adquirido una nueva dimensión. Este servicio de la Iglesia no sólo se dirige a los niños y a los jóvenes, sino también a los adultos. En efecto, en vuestro país viven muchas personas que han sido privadas de la verdad acerca de Jesucristo o, aunque alguna vez creyeron en ella, después la han excluido deliberadamente de su vida. Os agradezco los múltiples esfuerzos catequísticos que hacéis para ofrecer a quien procura dar un sentido a su vida una fuente cuya agua no sólo permite saciar la sed ardiente, sino que también «da la vida eterna» (Jn 4, 14).
5. La primera fuente a la que Pedro Canisio se acercó como a una especie de elixir de larga vida fue la de la sagrada Escritura. Se refería a ella, sobre todo, cuando predicaba. En las catedrales o en las cortes de los príncipes, en las parroquias o en los conventos, el púlpito era para él el lugar privilegiado al servicio de la verdad. Él mismo dijo, una vez, que en la Iglesia de Dios no existe oficio más digno, eficaz y bendito que el del predicador, que lo administra fielmente y expone al pueblo, explicándola, la correcta interpretación de la palabra de Dios. Por el contrario, al cristianismo se lo perjudica de manera especial cuando se encomienda la predicación a quienes enseñan el error (cf. Petri Canisii Epistulae et Acta VI, 627).
Reflexionar en el gran predicador Canisio nos recuerda que, entre las formas de discurso religioso, la predicación desempeña un papel de primer plano. En efecto, no sólo es un modo de crear comunión a través de la comunicación; es el eco de la voz de Jesucristo mismo, que exhorta a los hombres: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15).
En nuestra época el oficio de predicador representa un desafío particular. Como consecuencia del mensaje de los medios de comunicación social, a cuyo poder de penetración, a menudo reforzado por las imágenes, el hombre difícilmente logra substraerse a causa de su tendencia a la simplificación y del carácter discutible de los valores que transmiten, el predicador se siente con frecuencia como uno que «clama en el desierto» (Mt 3, 1). A pesar de ello, la predicación constituye también hoy una gran posibilidad de transmisión de la fe. A este propósito, el contacto personal que se establece entre quien predica y quien escucha cobra un significado particular. La índole inmediata del encuentro permite al mensaje mostrar su autenticidad. El predicador no es sólo el que enseña, sino sobre todo el que da testimonio. La Palabra se comunica a través de un intermediario, de modo que la predicación resuena, en cierto modo, como el eco del anuncio de Cristo: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10, 16). Por eso, es indispensable que el sacerdote, especialmente con ocasión de la celebración eucarística, desempeñe su oficio de predicador.
Teniendo en cuenta esta exigencia prioritaria, aliento a todos aquellos a quienes se ha confiado el anuncio, a prepararse a fondo mediante el estudio, la oración y la reflexión, para realizar esta tarea. Si la palabra de la sagrada Escritura es para el predicador como el pan de cada día, le será más fácil anunciar la buena nueva a sus fieles como palabra de vida.
6. Como ya he recordado al comienzo de mi carta, el segundo apóstol de Alemania se inspiró para su misión de vida orando ante la tumba de su grande y santo patrono, el apóstol Pedro, y recibió la bendición para su misión de un sucesor de este último, el Papa Pablo III.
Con profunda gratitud podemos afirmar hoy que la unidad entre la Santa Sede y los obispos alemanes es muy sólida. Los signos de esta cercanía y de esta comunión espiritual, que me ofrecéis constantemente, me llenan de alegría. También innumerables sacerdotes y fieles me demuestran su generosidad y devoción. Por su parte, la Santa Sede ha atribuido siempre el máximo valor al profundo vínculo que la une a la Iglesia en Alemania, y le ha expresado muchas veces su particular estima. Yo mismo, durante mis tres viajes apostólicos, he manifestado mi cercanía a la Iglesia en Alemania. Como sabéis, el Sucesor de Pedro, a quien el Señor ha confiado la tarea de confirmar a sus hermanos, se siente vinculado al ejemplo del Apóstol de los gentiles, san Pablo, y se ocupa de todas las comunidades. Vale, por ello, lo que el Papa Pío IX dijo durante el concilio Vaticano I: «Esta suprema autoridad del Obispo de Roma, venerables hermanos, no oprime, ayuda; no destruye, edifica; consolida en la dignidad, une en el amor, refuerza y tutela los derechos de sus hermanos, los obispos» (Collectio Lacensis VII, 497 ss). Las numerosas personas que han experimenta- . do la opresión política o ideológica, saben cuánta verdad encierra esto.
Recordamos el papel del Obispo de Roma también cuando afrontamos la cuestión de la unidad de los cristianos. Desde los días de Pedro Canisio, en los que ya se había producido la dolorosa división de la fe en Occidente, ha cambiado radicalmente la relación de la Iglesia católica con las comunidades eclesiales nacidas de la Reforma. Os recuerdo el decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, del concilio Vaticano II y también mi encíclica Ut unum sint, y os exhorto a estudiar los principios del verdadero ecumenismo contenidos en esos documentos y a ponerlos en práctica con honradez. El primado del Obispo de Roma constituye un servicio irrenunciable en favor de la unidad. «Presidir en la verdad y en el amor para que la barca (...) no sea sacudida por las tempestades y pueda llegar un día a puerto» (Ut unum sint, 97): en esto consiste la tarea urgente del Sucesor de Pedro. Por eso os exhorto a considerar, al igual que yo, la comunión espiritual como criterio de vuestros esfuerzos orientados tanto a la unidad de la Iglesia en Alemania como a la unidad con las comunidades eclesiales separadas. Al mismo tiempo, renuevo la oración que elevé hace diez años en presencia de Su Santidad Dimitrios I, patriarca ecuménico: «Pido insistentemente al Espíritu Santo que nos dé su luz y que ilumine a todos los pastores y teólogos de nuestras Iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de amor reconocido por unos y otros» (Homilía de Juan Pablo II durante la celebración eucarística en la basílica de San Pedro en presencia de Dimitrios I, arzobispo de Constantinopla y patriarca ecuménico, 6 de diciembre de 1987, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de diciembre de 1987, p. 2).
Venerados hermanos, san Pedro Canisio, doctor de la Iglesia, durante los cincuenta años de su incansable actividad, en la heroica obediencia al servicio prestado a la verdad, a menudo con dolor, sembró una semilla que poco después de su muerte dio abundantes frutos. Su camino al servicio de la fe católica lo llevó a todos los países de Europa central, desde Nimega, su ciudad natal, hasta Roma, Messina, Estrasburgo y Cracovia, lugar donde nací; y, por último, hasta Friburgo. Su obra no se limitaba a los confines nacionales; se consideraba al servicio de la Iglesia, que va más allá de las naciones. Lo que, en la confusión del tiempo en que vivió, sólo podía imaginar, hoy, en el umbral del tercer milenio, es nuestra esperanza: con nuestra ayuda Dios está a punto de crear «una gran primavera cristiana» (Redemptoris missio, 86), una Iglesia joven en el viejo continente europeo. Que la Madre de Dios y Madre de la Iglesia, a quien el segundo apóstol de Alemania veneró con sus palabras, sus escritos y su oración, os dé a vosotros y a los que os han sido encomendados el buen consejo: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5).
Os imparto de corazón mi bendición apostólica.
Vaticano, 19 de septiembre de 1997
IOANNES PAULUS PP. II
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