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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON OCASIÓN DEL QUINCUAGÉSIMO ANIVERSARIO DEL RECONOCIMIENTO
DE LAS APARICIONES DE NUESTRA SEÑORA DE LOS POBRES EN BANNEUX (BÉLGICA)

 

A monseñor ALBERT HOUSSIAU
Obispo de Lieja

1. Hace cincuenta años, el 22 de agosto de 1949, monseñor Louis-Joseph Kerkhofs, su predecesor en la sede de Lieja, reconocía definitivamente la realidad de las apariciones de la Virgen de los Pobres en Banneux. Al recordar con emoción la eucaristía que yo mismo tuve la alegría de celebrar durante mi viaje apostólico a Bélgica, en el mes de mayo de 1985, en ese santuario cuya irradiación espiritual es tan importante, me uno de buen grado mediante la oración a los peregrinos que van a buscar el consuelo y la fuerza a los pies de Nuestra Señora de Banneux, invocada con el título de Nuestra Señora de los Pobres, salud de los enfermos. Con toda la Iglesia, doy gracias al Señor por la misión insigne que cumplió la Madre del Salvador y por el ejemplo de fe que representa para el conjunto del pueblo cristiano, llamado como ella a seguir a Cristo repitiendo cada día su «sí», su fiat.

2. Algunos años antes de la segunda guerra mundial, en 1933, María aparecía en Banneux como mensajera de la paz. Exhortaba en cierto modo a los protagonistas de la sociedad a convertirse en artífices de paz y en educadores de los pueblos, invitando a todo hombre a asistir a sus hermanos, a los más humildes, a los más despreciados y a los que sufren, porque son los predilectos de Dios. También hoy tenemos que rezar para que «María, mediadora de gracia, siempre atenta y solícita para con todos sus hijos, alcance para la humanidad entera el don precioso de la concordia y de la paz» (Mensaje con ocasión del 50° aniversario del final en Europa de la segunda guerra mundial, 8 de mayo de 1995, n. 16: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de mayo de 1995, p. 7).

3. Al contemplar a la Virgen María, los fieles descubren las maravillas que Dios hizo por su humilde esclava, y ven en ella, Madre de la Iglesia y Reina del Cielo, la prefiguración de lo que la humanidad está llamada a ser, mediante la gracia de la salvación que hemos recibido por la muerte y resurrección del Salvador.

Los fieles que siguen el ejemplo de María emprenden un camino seguro de oración y vida cristiana; con ella, descubren las misericordias del Padre, que vela por todos los hombres, especialmente por los pobres, los humildes y los que sufren. Por eso, podemos entonar incansablemente con María su cántico de acción de gracias: «Porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1, 48).

4. Todo itinerario de peregrinación es un tiempo fuerte en la vida espiritual del cristiano, que descubre así la fuerza de la oración, que unifica el ser y es la fuente del testimonio que cada uno está llamado a dar, y de su misión. Con María, llegamos a ser hijos humildes en las manos del Señor, pidiendo perdón por nuestras faltas, y reencontrando de este modo la alegría de los hijos de Dios, que saben que son amados infinitamente y que, por tanto, tienen un deseo profundo de convertirse.

Quienesquiera que seáis, como decía san Bernardo, «cuando os asalten los vientos de la tentación, cuando veáis aparecer los escollos de la desgracia, mirad la estrella, invocad a María». «Si, turbados por el peso de vuestro pecado y avergonzados por las manchas de vuestra conciencia, comenzáis a sentiros devorados por la tristeza y la tentación de la desesperación, pensad en María. En el peligro, la angustia y la duda, pensad en María, invocad a María. Que su nombre no desaparezca jamás de vuestros labios ni de vuestro corazón. Y, para obtener su intercesión, no dejéis de imitar su ejemplo». Estad seguros de que «siguiéndola, no os perderéis, y que invocándola, no conoceréis la desesperación» (Segunda homilía sobre las palabras del Evangelio: «El ángel Gabriel fue enviado»). Al volver después a su vida diaria, los fieles reciben la gracia de una confianza renovada. Están más atentos a la palabra de Dios y a la responsabilidad que les confía su bautismo. También reconocen mejor los signos de Dios en su camino.

5. Las apariciones de Banneux invitan a los cristianos a interrogarse sobre el misterio del sufrimiento, que encuentra su sentido en el misterio de la cruz del Señor. Ante el sufrimiento, que no puede explicarse humanamente, el creyente se dirige espontáneamente a Dios, el único que puede ayudarle a soportarlo y vivirlo, y que alimenta la esperanza de la salvación y de la felicidad eterna. De manera muy especial, con ternura y amor, Dios está presente en toda persona aquejada por la enfermedad, puesto que se deja conmover por lo que vive su pueblo, al que ama, y quiere darle alivio y consuelo. «Dijo el Señor: Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo, (...) y he escuchado su clamor; (...) pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle (...) y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa» (Ex 3, 7-8). Como afirmaba en la encíclica Salvifici doloris, toda persona que ofrece su sufrimiento, contribuye misteriosamente a elevar el mundo a Dios, y se une de manera especial a la obra de nuestra redención (cf. n. 19). Por tanto, se une particularmente a Cristo Salvador.

6. Encomiendo también a Dios a los hombres y mujeres cuya misión consiste en cuidar a sus hermanos, asistirlos y acompañarlos con compasión en sus pruebas físicas y morales, así como a los miembros de los equipos de capellanía en los hospitales y sanatorios, y a todos los que visitan a los enfermos y a las personas ancianas. A ejemplo del buen samaritano, son en cierto modo las manos amorosas del Señor, tendidas hacia los que sufren en el cuerpo y en el corazón, y les manifiestan que ninguna prueba puede cancelar su dignidad de hijos de Dios (cf. ib., 28-30). ¡Que prosigan incansablemente su misión, recordando así al mundo que toda vida humana, desde su origen hasta su fin natural, es preciosa a los ojos de Dios!

7. Al mismo tiempo que le encomiendo a la intercesión de Nuestra Señora de Banneux y de los santos de esa tierra, le imparto de todo corazón la bendición apostólica, que extiendo a los fieles que acudan al santuario de Banneux con el espíritu del acontecimiento del gran jubileo, a los sacerdotes y a los fieles de su diócesis y del conjunto de las diócesis de Bélgica.

Vaticano, 31 de julio de 1999

JUAN PABLO II



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