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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE LA II ASAMBLEA MUNDIAL SOBRE EL ENVEJECIMIENTO*

 

Excelentísimo Señor:

Me es grato dirigir a Usted y, por medio suyo, a todos los participantes en la II Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento, un cordial saludo, con los mejores deseos de éxito en sus trabajos.

Veinte años después de la I Asamblea Mundial, celebrada en Viena en 1982, la presente reunión es una meta significativa y sobre todo un impulso hacia el futuro, desde el momento que el envejecimiento de la población mundial será ciertamente uno de los fenómenos más relevantes del siglo XXI. Durante las dos últimas décadas, la Organización de las Naciones Unidas se ha hecho promotora de numerosas iniciativas orientadas a comprender y solucionar los problemas planteados por el aumento creciente del número de personas que han entrado en la etapa de la ancianidad.

De estas iniciativas, una de las más laudables ha sido el Año internacional de las Personas Ancianas, celebrado en 1999, una ocasión eficaz para volver a llamar la atención de toda la humanidad sobre la necesidad de afrontar responsablemente el desafío de construir “una sociedad para todas las edades”.

He expresado mi participación en dicho acontecimiento con una Carta dirigida a los ancianos, de los que me siento cercano no sólo por solicitud pastoral, sino también por compartir personalmente su condición. Por otro lado, el Consejo Pontificio para los Laicos ha publicado un documento titulado “La dignidad del anciano y su misión en la Iglesia y en el mundo”. En esta ocasión, la Iglesia católica ha renovado la atención que siempre ha demostrado en favor de esa categoría de personas, promoviendo iniciativas propias y colaborando con las autoridades públicas y la sociedad civil.

Ahora os habéis reunido para una valoración de conjunto de la aplicación del Plan de acción internacional de 1982 y para delinear estrategias para el futuro. Al venir de todas las partes del mundo, dais testimonio de que la cuestión del envejecimiento atañe a la humanidad entera y debe ser afrontada de una manera global y, más en particular, integrada en la compleja problemática del desarrollo.

En efecto, se está produciendo por doquier un cambio profundo de la estructura de la población, que lleva a replantearse los proyectos de sociedad y a discutir de nuevo no sólo su estructura económica, sino también la visión del ciclo vital y las relaciones entre generaciones. Se puede decir que una sociedad se muestra justa en la medida en que responde a las necesidades asistenciales de todos sus miembros y que su grado de civilización se mide por la protección prestada a los miembros más débiles del entramado social.

¿Cómo garantizar la duración de una sociedad que está envejeciendo, consolidando la seguridad social de las personas ancianas y su calidad de vida?

Para responder a esta cuestión es necesario no dejarse guiar principalmente por criterios económicos, sino inspirarse más bien en sólidos principios morales.

Hace falta, en primer lugar, que se considere al anciano en su dignidad de persona, dignidad que no merma con el pasar de los años y el deterioro de la salud física y psíquica. Es evidente que esta consideración positiva sólo puede encontrar terreno fecundo en una cultura capaz de superar los estereotipos sociales, que hacen consistir el valor de la persona en la juventud, la eficiencia, la vitalidad física y la plena salud. La experiencia dice que, cuando falta esta visión positiva, es fácil que se margine al anciano y se le relegue a una soledad comparable a una verdadera muerte social. Y la estima que el anciano tiene de sí mismo, ¿no depende acaso en buena parte de la atención que recibe en la familia y en la sociedad?

Para ser creíble y efectiva, la afirmación de la dignidad de la persona anciana está llamada a manifestarse en políticas orientadas a una distribución equitativa de los recursos, de modo que todos los ciudadanos, y también los ancianos, puedan beneficiarse de ellos.

Se trata de una tarea ardua y que sólo es realizable aplicando el principio de solidaridad, del intercambio entre las generaciones, de ayuda recíproca. Dicha solidaridad ha de llevarse a cabo no sólo en el ámbito de cada nación, sino también entre los pueblos, mediante un compromiso que lleve a tener en cuenta las profundas desigualdades económicas y sociales entre el norte y el sur del planeta. En efecto, la presión de la pobreza puede poner en entredicho muchos principios solidarios, causando víctimas en los sectores más frágiles de la población, entre ellos el de los ancianos.

Una ayuda para la solución de los problemas relacionados con el envejecimiento de la población proviene ciertamente de la inserción efectiva del anciano en el entramado social, utilizando la aportación de experiencia, conocimientos y sabiduría que él puede ofrecer. Los ancianos, en efecto, no deben ser considerados como un peso para la sociedad, sino como un recurso que puede contribuir a su bienestar. No sólo pueden dar testimonio de que hay aspectos de la vida, como los valores humanos y culturales, morales y sociales, que no se miden en términos económicos o funcionales, sino ofrecer también una aportación eficaz en el ámbito laboral y en el de la responsabilidad. Se trata, en fin, no sólo de hacer algo por los ancianos, sino de aceptar también a estas personas como colaboradores responsables, con modalidades que lo hagan realmente posible, como agentes de proyectos compartidos, bien en fase de programación, de diálogo o de actuación.

Hace falta también que tales políticas se complementen con programas formativos destinados a educar a las personas para la ancianidad durante toda su existencia, haciéndolas capaces de adaptarse a los cambios, cada vez más rápidos, en el modo de vida y de trabajo. Una formación centrada no sólo en el hacer, sino, y sobre todo en el ser, atenta a los valores que hacen apreciar la vida en todas sus fases y en la aceptación tanto de las posibilidades como de los limites que tiene la vida.

Aunque se deba considerar la ancianidad de manera positiva y con el propósito de desarrollar todas sus posibilidades, no se han de eludir ni ocultar las dificultades y el final inevitable de la vida humana. Si bien es cierto que, como dice la Biblia, las personas “todavía en la vejez producen fruto” (Sal 92, 15), sigue siendo verdad que la tercera edad es una época de la vida en la que la persona es particularmente vulnerable, víctima de la fragilidad humana. Es muy frecuente que la aparición de enfermedades crónicas reduzca al anciano a la invalidez y recuerde, inevitablemente, el momento del final de la vida. En estos momentos particulares de sufrimiento y dependencia, las personas ancianas no sólo necesitan ser atendidas con los medios que ofrecen la ciencia y la técnica, sino también acompañadas con competencia y amor, para que no se sientan un peso inútil y, lo que es peor, lleguen a desear y solicitar la muerte.

Nuestra civilización tiene que asegurar a los ancianos una asistencia rica en humanidad e impregnada de valores auténticos. A este respecto, pueden tener un papel determinante el desarrollo de la medicina paliativa, la colaboración de los voluntarios, la implicación de las familias – que por ello han de ser ayudadas a afrontar su responsabilidad – y la humanización de las instituciones sociales y sanitarias que acogen a los ancianos. Un amplio campo en el que la Iglesia Católica, en particular, ha ofrecido – y sigue ofreciendo – una contribución relevante y permanente.

Reflexionar sobre la ancianidad significa por tanto tomar en consideración a la persona humana que, desde el nacimiento hasta su ocaso, es don de Dios, imagen y semejanza suya, y esforzarse para que cada momento de su existencia sea vivido con dignidad y plenitud.

Sobre Usted, Señor Presidente, y sobre todos los participantes en II Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento, invoco la protección del Dios de la vida. 

Vaticano, 3 de abril de 2002

JUAN PABLO II


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.16 p. 7.

 



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