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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 1989

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

Pentecostés marcó el comienzo activo de la misión de la Iglesia. El anuncio del Señor resucitado, hecho por los Apóstoles a la muchedumbre de peregrinos llegados de varias partes a Jerusalén, fue escuchado y acogido en las diversas y respectivas lenguas y culturas, anticipando así en cierto modo la universalidad del nuevo Pueblo de Dios. En el espíritu y gracia de Pentecostés, fuente siempre fecunda de la vocación evangelizadora y misionera de la Iglesia os dirijo este Mensaje para la anual Jornada mundial de Misiones.

La celebración de esta Jornada, consagrada a la oración, a la catequesis y a recaudar ofrendas de ayuda para las misiones, recuerda a toda la Iglesia el deber de anunciar el Evangelio a todo el mundo. Que esta solemnidad llega llegar a todo el Pueblo de Dios, Pastores y fieles, una renovada efusión del Espíritu Santo, el Espíritu de la misión, que debe continuar ahora la obra salvífica, basada en el sacrificio de la cruz. Jesús la encomendó a la Iglesia, pero "el Espíritu Santo sigue siendo el protagonista trascendente de la realización de esta obra en el espíritu del hombre y en la historia del mundo" (Dominum et Vivificantem, 42).

1. El clero autóctono esperanza de la Iglesia misionera

Dios —recuerda el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 9)— quiso santificar y salvar a los hombres no aislados entre sí, sino haciendo de ellos un pueblo: el pueblo mesiánico que tiene por Cabeza a Cristo y se congrega en la Iglesia, constituida en comunidades locales, confiadas al cuidado y dirección de respectivos Pastores, que la rigen, ejercitando en la medida de su autoridad competente, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza (cf. Lumen gentium, 28). Su autoridad y misión consiste en anunciar el Evangelio, santificar y gobernar al Pueblo de Dios.

El anuncio del Evangelio por los Apóstoles, después de Pentecostés, dio vida a comunidades de bautizadas, cuya dirección fue confiada a responsables que garantizaran la unidad y la formación en la fe de cada uno de los miembros, la celebración de la Eucaristía, la comunión con los Apóstoles y con las otras comunidades cristianas.

Lo que los Apóstoles hicieron cuando comenzó la expansión de la Iglesia en el mundo, se continúa haciendo hoy en la evangelización misionera "Ahora bien, para la plantación de la Iglesia y el desarrollo de la comunidad cristiana son necesarios varios ministerios suscitados en el ámbito mismo de los fieles, entre los que se cuentan las funciones de los sacerdotes, de los diáconos y de los catequistas" (Ad gentes, 15).

En este mensaje quiero destacar sobre todo la necesidad y el valor de la presencia del clero autóctono en las jóvenes comunidades cristianas. Las vicisitudes de la formación y del desarrollo del clero autóctono marcan el camino de la evangelización misionera. Sobre todo los Romanos Pontífices como Pastores responsables de la Iglesia universal, se preocuparon de enviar misioneros y también de que las comunidades nacientes de los países de misión se proveyeran, lo antes posible de sacerdotes locales y de obispos locales. Esto lo han promovido especialmente los Papas de este siglo, a partir de Benedicto XV que, en la Maximum illud (celebramos ahora los 60 años de su publicación), afirmaba entre otras cosas: "Quien preside la misión debe cuidar prioritariamente la buena formación del clero indígena, en el que las nuevas cristiandades tienen puestas sus mejores esperanzas" (n. 7).

Con el Concilio Vaticano II se ha abierto una nueva época en la historia siempre apasionante de la actividad misionera. La Iglesia es misionera por su naturaleza y toda Iglesia particular es llamada a reproducir en sí misma la imagen de la Iglesia universal; por eso, también las nuevas Iglesias han de "participar cuanto antes activamente en la misión universal de la Iglesia, enviando también ellas misioneros que anuncien el Evangelio por toda la tierra, aunque sufran escasez de clero. La comunión con la Iglesia universal se completará en cierto modo cuando también ellas participen activamente del esfuerzo misional para con otras naciones" (Ad gentes, 20). Y de este espíritu misionero deben estar animados sobre todo los sacerdotes, poniéndose a disposición para comenzar la actividad misionera no solo en la propia diócesis sino también fuera de ella, si son enviados por el obispo.

2. La Obra de San Pedro Apóstol: desde hace 100 años al servicio del clero local

Este año se cumple el centenario de fundación de la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol. Como la Obra de la Propagación de la Fe surgió del corazón ardiente de Paulina Jaricot, así también el amor y sacrificio de otras dos mujeres, Estefanía y Juana Bigard, madre e hija, dieron vida a esta otra iniciativa misionera de importancia fundamental. La idea inspiradora la suscitó una carta de mons. Cousin, obispo de Nagasaki, en la que comunicaba el 1 de junio de 1889 a las Bigard, ya bienhechoras y colaboradoras suyas, que se veía imposibilitado a recibir en el seminario a jóvenes que deseaban ser sacerdotes, por falta de los medios necesarios para su formación. Las señoras Bigard vieron en aquella carta la llamada de la voluntad de Dios, una llamada que cambió radicalmente su vida Y se transformaron en incansables mendicantes de ayuda para los aspirantes al sacerdocio que, en los países de misión, llamaban cada vez más en mayor número a las puertas de los seminarios. Estas dos generosas damas experimentaron dificultades de todo tipo, pero no desistieron del compromiso asumido; lo cumplieron fielmente hasta la muerte, y tuvieron el consuelo de ver aprobada y bendecida la Obra por la Santa Sede.

A cien años de su fundación, conserva todo su valor en la perspectiva de su finalidad original: "Sensibilizar al pueblo cristiano sobre el problema de la formación del clero local en las Iglesias misioneras e invitarlo a colaborar en la formación de los candidatos al sacerdocio mediante una ayuda espiritual y material" (Estatutos de las Obras Misionales Pontificias, 15).

La Obra de San Pedro Apóstol, que era obligado recordar y recomiendo en este Mensaje, ha contribuido en gran parte a la promoción del clero local y continúa desempeñando una función importante, con las ayudas que ofrece para que, en las Iglesias jóvenes, los seminarios, las casas de formación y los centros de estudios superiores puedan acoger y preparar adecuadamente las vocaciones autóctonas como lo requieren las exigencias del apostolado.

Doy un gracias cordial a los que, con su oración y ofrendas, participan en los proyectos de la Obra; invito a todos a alabar al Señor por las maravillas que Él ha realizado sirviéndose de Estefanía y Juana Bigard, consagradas por entero a la causa misionera. La Iglesia que —como escribí en la Carta Apostólica Mulieris dignitatem— "agradece todas las manifestaciones del 'genio' femenino manifestado en el curso de la historia" (n. 31), no puede menos de glorificar al Señor por los frutos sazonados de evangelización y de santidad que la obra iniciada por las señoras Bigard ha producido.

3. Todos los miembros de la Iglesia deben esforzarse en promover
las vocaciones sacerdotales y misioneras y en anunciar el Evangelio

La Obra de San Pedro Apóstol evoca la función propia e insustituible del clero en la misión evangelizadora. Las comunidades cristianas necesitan su servicio pastoral como guía para su vida de Fe y para formarse en el espíritu misionero.

El reto más importante que la misión universal presenta a toda la Iglesia es el de las vocaciones en sus diversas expresiones concretas en la vida sacerdotal, religiosa y laical. «Para la evangelización del mundo hacen falta, sobre todo, evangelizadores. Por eso, todos, comenzando de las familias cristianas, debemos sentir la responsabilidad de favorecer el surgir y madurar de vocaciones específicamente misioneras, tanto sacerdotales y religiosas como laicales, recurriendo a todo medio oportuno, sin abandonar nunca el medio privilegiado de la oración, como lo precisó el Señor Jesús: "La mies es mucha y los obreros pocos. Suplicad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37-38)» (Christifideles laici, 35).

La situación actual —recordé en la misma Carta Apostólica acerca de la vocación y misión de los laicos— exige que, ante el deber de anunciar el Evangelio, todo discípulo del Señor se sienta llamado en primera persona: "¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1 Co 9, 16). En esta tarea, los fieles laicos son habilitados y comprometidos por los sacramentos de la iniciación cristiana y por los dones del Espíritu Santo (cf. Christifideles laici, 33).

En cuanto a la participación de los laicos en la misión universal de la Iglesia, ¿no es motivo de alegría y esperanza que dos de las cuatro Obras Misionales Pontificias —la Obra de la Propagación de la Fe y la Obra de San Pedro Apóstol— hayan sido fundadas por laicos, y precisamente por mujeres que ardían en celo por el reino de Dios?

4. Servicio permanente de animación y formación
de las Obras Misionales Pontificias

He insistido sobre la actividad de la Obra de San Pedro Apóstol, con motivo del centenario de su fundación, pero no puedo terminar el Mensaje sin recomendar también las otras Obras Misionales: la Propagación de la Fe, la Santa Infancia y la Unión Misional de los Sacerdotes, Religiosos y Religiosas, Obras que están al servicio del Papa y de todas las Iglesias particulares.

Estas Obras, aunque llevan a cabo actividades específicas distintas, tienen una común finalidad fundamental: suscitar y mantener vivo en el Pueblo de Dios —Pastores y fieles— un intenso espíritu misionero, que se ha de traducir en empeño por las vocaciones misioneras, por la ayuda a todas las misiones del mundo, sosteniéndolas en sus peticiones y necesidades, cada día mayores, con la cooperación generosa de todos los cristianos

El Papa, en esta Jornada de caridad universal, se hace portavoz de todos los pobres del mundo, sobre todo de los misioneros que abren la mano a los hermanos de fe y a todos los hombres de buena voluntad.

Los misioneros se consuman acuciando el Evangelio en las avanzadas de la misión que, también en nuestros días, encuentra dificultades y pruebas y exige no pocas veces el testimonio supremo del don de la propia vida. Por eso, en nombre de toda la Iglesia les dirijo mi palabra de afectuoso aliento para que, en su apostolado, se sientan acompañados y sostenidos por la presencia del Señor resucitado, por la potencia de su Espíritu y por la solidaridad de la comunidad creyente.

Recuerden todos los discípulos del Señor que la Bienaventurada Virgen María, Reina de los Apóstoles y Madre de todas las gentes, es su modelo y sostén en el esfuerzo misionero. A Ella confío la actividad misionera de la Iglesia y de todos aquellos que consagran su vida al anuncio del reino y a la implantación de la Iglesia en el corazón del mundo.

A los misioneros y sus colaboradores, a todos los que de cualquier modo participan en la obra misionera de la Iglesia, imparto de corazón la bendición apostólica, prenda de dones de Dios y signo de mi afecto y gratitud.

Vaticano, 14 de mayo, solemnidad de Pentecostés de 1989, undécimo año de Pontificado.

JUAN PABLO PP. II



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