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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL GRUPO «JUBILEE 2000, DEBT CAMPAING»

 

Excelencias;
señoras y señores:

Exactamente cien días antes del comienzo del año 2000, me alegra dirigir un saludo cordial a los líderes y a los principales promotores de «Jubilee 2000, debt campaign». Os agradezco en particular vuestra presencia durante estos días en una serie de encuentros, en el marco del gran jubileo, ya próximo, sobre la pesada carga de la deuda que afecta a los países más pobres.

En la Biblia, el jubileo era un tiempo en el que toda la comunidad debía comprometerse para devolver a las relaciones humanas la armonía original que Dios había dado a su creación y que el pecado humano había destruido. Era un tiempo para recordar que el mundo que compartimos no nos pertenece, sino que es don del amor de Dios. Los seres humanos somos únicamente administradores del plan de Dios. Durante el jubileo, se debían eliminar las cargas que oprimían y excluían a los miembros más débiles de la sociedad, para que todos pudieran compartir la esperanza de un nuevo comienzo en armonía, según el designio de Dios.

El mundo actual necesita una experiencia jubilar. Numerosos hombres, mujeres y niños no pueden aprovechar el potencial que Dios les ha dado. En todo el mundo, a pesar del enorme progreso científico y tecnológico, abundan la pobreza y grandes desigualdades. Muy a menudo, los frutos del progreso científico, más que ponerse al servicio de toda la comunidad humana, se distribuyen de tal modo que en realidad aumentan, o incluso se vuelven permanentes, las injustas desigualdades.

La Iglesia católica observa esa situación con gran preocupación, no porque tenga un modelo técnico de desarrollo para proponer, sino porque posee una visión moral de lo que exige el bien de las personas y de la familia humana. Ha enseñado siempre que existe una «hipoteca social» sobre toda propiedad privada, un concepto que también hoy hay que aplicar a la «propiedad intelectual» y al «conocimiento». No puede aplicarse solamente la ley del beneficio a lo que es esencial para la lucha contra el hambre, la enfermedad y la pobreza.

Desde luego, la reducción de la deuda es sólo uno de los aspectos de la tarea, más amplia, de lucha contra la pobreza y asegurar que los ciudadanos de los países más pobres puedan participar más plenamente en el banquete de vida. Los programas de reducción de la deuda deben ir acompañados por la puesta en práctica de sólidas políticas económicas y por una buena administración. Pero, tan importante, o más, que lo anterior es que los beneficios obtenidos con la reducción de la deuda lleguen a los más pobres, a través de una red constante y completa de inversiones en la capacitación de las personas, especialmente a través de la educación y la asistencia sanitaria. La persona humana es el recurso más valioso de cualquier nación y de cualquier economía.

Sin embargo, la reducción de la deuda es urgente. Desde muchos puntos de vista, es un requisito para que los países más pobres puedan progresar en su lucha contra la pobreza. Esto es algo que ahora todos admiten, y el mérito hay que atribuirlo a todos los que han contribuido a este cambio de dirección. Pero tenemos que preguntarnos: ¿por qué se avanza aún tan lentamente en la solución del problema de la deuda? ¿Por qué tantas indecisiones? ¿Por qué existe la dificultad de suministrar los fondos necesarios incluso a las iniciativas ya aceptadas? Son los pobres quienes pagan el coste de la indecisión y los retrasos.

Apelo a todos los implicados, especialmente a las naciones más poderosas, para que no dejen pasar esta oportunidad del año jubilar sin dar un paso decisivo hacia la solución definitiva del problema de la deuda. En general se reconoce que es posible.

Ruego a Dios que este jubileo del año 2000, que conmemora el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, sea efectivamente un tiempo de promesa y esperanza, en especial para nuestros hermanos y hermanas que aún padecen la miseria en nuestro mundo opulento. Juntos podemos hacer mucho, con la ayuda de Dios. Que él derrame sus bendiciones sobre vosotros y vuestros seres queridos.

Vaticano, 23 de septiembre de 1999.

JUAN PABLO II

 



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