JUAN PABLO II
MENSAJE URBI ET ORBI
(Navidad 1998)
1. “Regem venturum Dominum, venite, adoremus”
“Venid, adoremos al Rey, al Señor que ha de venir”.
Cuántas veces hemos repetido estas palabras
durante el tiempo de Adviento,
haciéndonos eco de la esperanza de toda la humanidad.
Proyectado hacia el futuro desde sus más remotos orígenes,
el hombre busca a Dios, plenitud de la vida. Desde siempre
invoca un Salvador que lo libre del mal y de la muerte,
que colme su necesidad innata de felicidad.
Ya en el jardín del Edén, después del pecado original,
Dios Padre, fiel y misericordioso,
había preanunciado un Salvador (cf. Gn 3, 15),
que habría de restablecer la alianza destruida,
instaurando una nueva relación
de amistad, de entendimiento y de paz.
2. Este gozoso anuncio, confiado a los hijos de Abraham,
desde la época de la salida de Egipto (cf. Ex 3, 6-8)
ha resonado a lo largo de los siglos
como un grito de esperanza en boca de los profetas de Israel,
que en diversos momentos han recordado al pueblo:
“Prope est Dominus: venite, adoremus”.
“El Señor está cerca: ¡venid a adorarlo!”
Venid a adorar al Dios que no abandona
a quienes lo buscan con sincero corazón
y se esfuerzan en observar su ley.
Acoged su mensaje,
que conforta los espíritus abatidos y desorientados.
Prope est Dominus: fiel a la antigua promesa,
Dios Padre la cumple ahora en el misterio de la Navidad.
3. Sí, su promesa, que ha alimentado
la espera confiada de tantos creyentes
se ha hecho don en Belén, en el corazón de la Noche Santa.
Nos lo ha recordado ayer la liturgia de la Misa:
“Hodie scietis quia veniet Dominus,
et mane videbitis gloriam eius”.
“Hoy sabréis que el Señor viene:
con el nuevo día veréis su gloria”.
Esta noche hemos visto la gloria de Dios,
proclamada por el canto gozoso de los ángeles;
hemos adorado al Rey, Señor del universo,
junto con los pastores que vigilaban sus rebaños.
Con los ojos de la fe, también nosotros hemos visto,
recostado en un pesebre,
al Príncipe de la Paz,
y junto a Él, María y José
en silenciosa adoración.
4. A la multitud de los ángeles, a los pastores extasiados,
nos unimos también nosotros hoy, cantando con júbilo:
“Chistus natus est nobis: venite, adoremus”.
“Cristo ha nacido por nosotros: venid, adorémosle”
Desde la noche de Belén hasta hoy,
la Navidad continúa suscitando himnos de alegría,
que expresan la ternura de Dios
sembrada en el corazón de los hombres.
En todas las lenguas del mundo
se celebra el acontecimiento más grande y más humilde:
el Emmanuel, Dios con nosotros para siempre.
¡Cuántos cantos sugestivos ha inspirado la Navidad
en los pueblos y culturas!
¿Quién desconoce las emociones que evocan?
Sus melodías hacen a revivir
el misterio de la Noche Santa;
atestiguan el encuentro entre el Evangelio y los caminos de los hombres.
Sí, la Navidad ha entrado en el corazón de los pueblos,
que miran hacia Belén con una admiración común.
También la Asamblea General de las Naciones Unidas
ha reconocido por unanimidad la pequeña población de Judá (cf. Mt 2, 6)
como la tierra en la que la celebración del nacimiento de Jesús
ofrecerá en el 2000 una ocasión singular
para proyectos de esperanza y de paz.
5. ¿Cómo no percibir el clamoroso contraste
entre la serenidad de los cantos navideños
y los muchos problemas del nuestro momento actual?
Conocemos los aspectos preocupantes por las crónicas
que aparecen cada día en la televisión y los periódicos
pasando de un hemisferio del globo al otro:
son situaciones tristísimas, a las que frecuentemente
no es ajena la culpa e incluso la malicia humana,
impregnada de odio fratricida y de violencia absurda.
La luz que viene de Belén
nos salve del peligro de resignarnos
a un panorama tan desconcertante y atormentado.
Que el anuncio de la Navidad aliente
a cuantos se esfuerzan por aliviar
la situación penosa del Medio Oriente
respetando los compromisos internacionales.
Que la Navidad refuerce en el mundo
el consenso sobre medidas urgentes y adecuadas
para detener la producción y el comercio de armas,
para defender la vida humana, para desterrar la pena de muerte,
para liberar a los niños y adolescentes de toda forma de explotación,
para frenar la mano ensangrentada
de los responsables de genocidios y crímenes de guerra,
para prestar a las cuestiones del medio ambiente,
sobre todo tras las recientes catástrofes naturales,
la atención indispensable que merecen
a fin de salvaguardar la creación y la dignidad del hombre.
6. La alegría de la Navidad, que canta el nacimiento del Salvador,
infunda a todos confianza en la fuerza de la verdad
y de la perseverancia paciente en hacer el bien.
El mensaje divino de Belén resuena para cada uno de nosotros:
“No temáis, pues os anuncio una gran alegría,...
os ha nacido hoy, en la ciudad de David,
un Salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 10-11).
Hoy resplandece Urbi et Orbi,
en la ciudad de Roma y en el mundo entero,
el rostro de Dios; Jesús nos lo revela
como Padre que nos ama.
Vosotros que buscáis el sentido de la vida;
vosotros que lleváis en el corazón la llama
de una esperanza de salvación, de libertad y de paz,
venid a ver al Niño que ha nacido de María.
Él es Dios, nuestro Salvador,
el único digno de tal nombre,
el único Señor.
Ha nacido por nosotros, venid, ¡adorémosle!
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