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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LA XIX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2004

“Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21)

 

Muy queridos jóvenes:

1. El año 2004 constituye la última etapa antes de la gran cita de Colonia, donde en 2005 se celebrará la XX Jornada Mundial de la Juventud. Por eso os invito a intensificar vuestro camino de preparación espiritual, profundizando el tema que he elegido para esta XIX Jornada Mundial de la Juventud: Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21).

Es la pregunta que algunos “griegos” le hicieron un día a los Apóstoles. Querían saber quién era Jesús. No se trataba simplemente de acercarse para saber cómo se presentaba el hombre Jesús. Movidos por una gran curiosidad y con el presentimiento de encontrar la respuesta a sus preguntas fundamentales, querían saber quién era realmente y de dónde venía.

2. Queridos jóvenes, yo también os invito a imitar a los “griegos” que se dirigieron a Felipe, movidos por el deseo de “ver a Jesús”. Que vuestra búsqueda no esté motivada simplemente por la curiosidad intelectual, aunque en sí misma tiene un gran valor, sino que esté estimulada sobre todo por la exigencia profunda de encontrar la respuesta a la pregunta sobre el sentido de vuestra vida. Como el joven rico del Evangelio, buscad también vosotros a Jesús y preguntadle:  “¿Qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?” (Mc 10,17). El evangelista Marcos precisa que Jesús, fijando en él su mirada, le amó. Pensad también en ese otro episodio en el que Jesús le dice a Natanael: “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas bajo la higuera, te vi”, haciendo brotar del corazón de aquel israelita en el que no había engaño (cfr. Jn 1,47) una hermosa profesión de fe: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios” (Jn 1,49). Quien se acerca a Jesús con el corazón libre de prejuicios puede llegar sin grandes dificultades a la fe, porque es el mismo Jesús quien en primer lugar le ha visto y le ha amado.

El aspecto más sublime de la dignidad del hombre está precisamente en su vocación a establecer una relación con Dios en este profundo intercambio de miradas que transforma la vida. Para ver a Jesús lo primero que hace falta es dejarse mirar por él.

El deseo de ver a Dios está en el corazón de cada hombre y de cada mujer. Queridos jóvenes, dejad que Jesús os mire a los ojos, para que crezca en vosotros el deseo de ver la Luz, de gustar el esplendor de la Verdad. Seamos o no conscientes, Dios nos ha creado porque nos ama y para que nosotros le amemos. Esto explica la insuprimible nostalgia de Dios que el hombre lleva en su corazón: “Tu rostro, Señor, yo busco. No me ocultes tu rostro” (Sal 27,8). Este rostro –lo sabemos– Dios nos lo ha revelado en Jesucristo.

3. Queridos jóvenes, ¿vosotros también queréis contemplar la belleza de ese Rostro? Ésta es la pregunta que os hago en esta Jornada Mundial de la Juventud del año 2004. No os lancéis a responder. Antes que nada haced silencio en vuestro interior. Dejad que emerja desde lo profundo de vuestro corazón el ardiente deseo de ver a Dios, un deseo a veces sofocado por los rumores del mundo y por las seducciones de los placeres. Dejad que en vosotros nazca este deseo y experimentaréis la maravilla del encuentro con Jesús. El cristianismo no es simplemente una doctrina; es un encuentro en la fe con Dios hecho presente en nuestra historia con la encarnación de Jesús.

Poned todos los medios a vuestro alcance para hacer posible este encuentro, mirando a Jesús que os busca apasionadamente. Buscadlo con los ojos de la carne a través de los acontecimientos de la vida y en el rostro de los demás; pero buscadlo también con los ojos del alma por medio de la oración y la meditación de la Palabra de Dios, porque “la contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura” (Novo millennio ineunte, 17).

4. Ver a Jesús, contemplar su Rostro, es un deseo insuprimible, pero un deseo que el hombre desgraciadamente llega incluso a deformar. Es lo que sucede con el pecado, cuya esencia está precisamente en apartar los ojos del creador para mirar a la criatura.

Aquellos “griegos” que buscaban la verdad no hubieran podido acercarse a Cristo si su deseo, movido por un acto libre y voluntario, no se hubiese concretizado en una decisión clara: “Queremos ver a Jesús”. Ser realmente libres significa tener la fuerza para elegir a Aquel por el que hemos sido creados y aceptar su señoría sobre nuestra vida. Lo percibís en el fondo de vuestro corazón: todos los bienes de la tierra, todos los éxitos profesionales, el mismo amor humano que soñáis, nunca podrán satisfacer plenamente vuestros deseos más íntimos y profundos. Sólo el encuentro con Jesús podrá dar pleno sentido a vuestra vida: “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti”, ha escrito San Agustín (Confesiones I, 1). No os distraigáis en esta búsqueda. Perseverad en ella, porque lo que está en juego es vuestra plena realización y vuestro gozo.

5. Queridos amigos, si aprendéis a descubrir a Jesús en la Eucaristía, lo sabréis descubrir también en vuestros hermanos y hermanas, sobre todo en los más pobres. La Eucaristía recibida con amor y adorada con fervor es escuela de libertad y de caridad para realizar el mandamiento del amor. Jesús nos habla el lenguaje maravilloso del don de sí mismo y del amor hasta el sacrificio de la propia vida. ¿Es un discurso fácil? Bien sabéis que no. El olvido de sí no es fácil; éste aleja del amor posesivo y narcisista para abrir al hombre al gozo del amor que se dona. Esta escuela eucarística de libertad y de caridad enseña a superar las emociones superficiales para radicarse firmemente en lo que es verdadero y bueno; libra del encerrarse en uno mismo y prepara para abrirse a los demás, enseña a pasar de un amor afectivo a un amor efectivo. Porque amar no es sólo un sentimiento; es un acto de voluntad que consiste en preferir de manera constante, por encima del propio el bien, el bien de los demás: “Nadie tiene mayor amor, que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13).

Con esta libertad interior y con esta ardiente caridad es como Jesús nos educa para encontrarlo en los demás, sobre todo en el rostro desfigurado del pobre. A la beata Teresa de Calcuta le gustaba distribuir su “tarjeta de visita” sobre la que estaba escrito: “Fruto del silencio es la oración; fruto de la oración, la fe; fruto de la fe, el amor; fruto del amor, el servicio; fruto del servicio, la paz”. Éste es el camino del encuentro con Jesús. Id al encuentro de todos los sufrimientos humanos con la fuerza de vuestra generosidad y con el amor que Dios infunde en vuestros corazones por medio del Espíritu Santo: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). El mundo tiene necesidad urgente del gran signo profético de la caridad fraterna. No es suficiente “hablar” de Jesús; en cierto modo hay que hacerlo “ver” con el testimonio elocuente de la propia vida (cfr. Novo millennio ineunte, 16).

Y no os olvidéis de buscar a Cristo y de reconocer su presencia en la Iglesia. Ella es como la prolongación de su acción salvífica en el tiempo y en el espacio. En ella y por medio de ella Jesús sigue haciéndose visible hoy y sigue haciéndose encontrar por los hombres. En vuestras parroquias, movimientos y comunidades, acogeos mutuamente para que crezca la comunión entre vosotros. Éste es el signo visible de la presencia de Cristo en la Iglesia, a pesar del opaco diafragma que con frecuencia interpone el pecado de los hombres.

6. No os sorprendáis después si en vuestro camino encontráis la cruz. ¿Acaso Jesús no les ha dicho a sus discípulos que el grano de trigo tiene que caer en tierra y morir para dar mucho fruto? (cfr. Jn 12,23-26). De esta forma indicaba que su vida entregada hasta la muerte sería fecunda. Lo sabéis: después de la resurrección de Cristo, la muerte no tendrá más la última palabra. El amor es más fuerte que la muerte. Si Jesús ha aceptado la muerte en cruz, haciendo de ella el manantial de la vida y el signo del amor, no es ni por debilidad ni por gusto al sufrimiento. Es para obtenernos la salvación y hacernos partícipes de su vida divina.

Precisamente es ésta la verdad que quise recordarles a los jóvenes del mundo cuando les entregué una gran Cruz de madera al terminar el Año Santo de la Redención, en 1984. Desde entonces esa Cruz ha recorrido varios países, preparando vuestras Jornadas Mundiales. Miles y miles de jóvenes han rezado junto a esa Cruz. Han puesto a sus pies los pesos que les oprimían,  han descubierto que Dios los amaba y muchos de ellos incluso han encontrado la fuerza para cambiar vida.

Este año, en el XX aniversario de ese acontecimiento, la Cruz será acogida solemnemente en Berlín, desde donde, en peregrinación a través de Alemania, llegará el próximo año a Colonia. Hoy deseo repetiros las palabras que entonces os dije: “Queridísimos jóvenes, ¡... os confío la Cruz de Cristo! Llevadla por el mundo como signo del amor del Señor Jesús a la humanidad y anunciad a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y redención”.

7. Vuestros contemporáneos esperan de vosotros que seáis testigos de Aquel que habéis encontrado y que os hará vivir. En las realidades de la vida cotidiana, sed testigos intrépidos del amor más fuerte que la muerte. Os toca a vosotros recoger este desafío. Poned vuestros talentos y vuestro ardor juvenil al servicio del anuncio de la Buena Noticia. Sed los amigos entusiastas de Jesús que le presentan al Señor todos aquellos que desean verlo, sobre todo a los más alejados de él. Felipe y Andrés llevaron a aquellos “griegos” a Jesús: Dios se sirve de la amistad humana para llevar a los corazones a la fuente de la divina caridad. Sentíos responsables de la evangelización de vuestros amigos y de todos vuestros coetáneos.

La Beata Virgen María, que durante toda la vida se dedicó asiduamente a la contemplación del rostro de Cristo, os acoja incesantemente bajo la mirada de su Hijo (cfr. Rosarium Virginis Mariae, 10) y os sostenga en la preparación de la Jornada Mundial de Colonia, a la que os invito a mirar desde ahora con responsabilidad y auténtico entusiasmo. La Virgen de Nazaret, como Madre atenta y paciente, modelará en vosotros un corazón contemplativo y os enseñará a fijar la mirada en Jesús para que, en este mundo que pasa, seáis profetas del mundo que no muere.

Con cariño os imparto una especial bendición, que os acompañe en vuestro camino.

En el Vaticano, 22 de febrero de 2004

JUAN PABLO II 



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