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DISCURSO DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II 
A LA UNIÓN INTERNACIONAL DE SUPERIORAS GENERALES


Jueves 16 de noviembre de 1978

 

Queridas hermanas:

Ecce quam bonum et iucundum habitare fratres in unum... Os gusta este Salmo y lo estáis viviendo en este momento. Se puede decir que han pasado los tiempos en que las congregaciones religiosas se reunían poco por motivos geográficos y tal vez por otros. Alabado sea Dios por ello. Y os felicito también a vosotras, hermanas mías, pues de distintas maneras dais testimonio de un único tesoro, confiado por Cristo mismo a su Iglesia, el tesoro incomparable de los consejos evangélicos.

Es cierto que vuestra Unión Internacional de Superioras Generales acaba de salir de la infancia. ¡Sólo tiene trece años! Pero ha producido ya frutos buenos. El nuevo Papa, al igual que su tan benemérito predecesor Pablo VI, que os acogió muchas veces, desearía que produjera aún más frutos. La célebre parábola de la viña y del viñador debe estar presente con frecuencia en mi ánimo y en el vuestro (cf. Jn 15, 1-8).

Vuestras reuniones han versado sobre el tema "Vida religiosa y humanidad nueva". Es un tema fundamental, muy antiguo y muy actual.

Si bien todo el Pueblo de Dios está llamado a ser humanidad nueva en Cristo y por Cristo (cf. Lumen gentium, 5), los caminos que conducen a esta humanidad nueva o, dicho de otro modo, a la santidad, son diferentes y deben seguir siéndolo. Precisamente el capítulo sexto de la Lumen gentium proyecta siempre luz sobre vuestro camino, sin hacer discriminación alguna entre los miembros del Pueblo de Dios, la cual iría en contradicción con el proyecto redentor de Cristo Jesús, proyecto de santidad y unidad para el mundo.

A partir del Concilio, las congregaciones religiosas han prodigado tiempo y medios para profundizar en los valores religiosos esenciales. Los han situado bien en el surco de la consagración primera, ontológica e indeleble, que es el bautismo. Y todas las religiosas se han ido como transmitiendo esta consigna: "¡Seamos primero cristianas!", consigna a la que algunas preferían o añadían ésta: "¡Seamos primero mujeres!". Es evidente que la una no excluye a la otra. Estas fórmulas sorprendentes han hallado eco favorable en gran parte del Pueblo de Dios. Pero lo que encierra de positivo tal toma de conciencia no puede dispensar de una vigilancia continua y avisada.

El tesoro de los consejos evangélicos y el compromiso, maduro y para siempre, a hacer de ellos la "carta" de una existencia cristiana, no pueden ser relativizados por una opinión pública aunque sea eclesial.

La Iglesia y —digámoslo— también el mundo, tienen necesidad más que nunca de hombres y mujeres que lo sacrifiquen todo por seguir a Cristo como los Apóstoles. Y hasta tal punto, que el sacrificio del amor conyugal, de la posesión material y del ejercicio totalmente autónomo de la libertad, resultan incomprensibles sin el amor a Cristo.

Este radicalismo es necesario para anunciar proféticamente — si bien siempre humildemente — esta humanidad nueva según Cristo, totalmente disponible a Dios y totalmente disponible a los otros hombres.

Cada religiosa debe dar testimonio de la primacía de Dios y consagrar cada día un tiempo suficientemente largo a estar delante del Señor, para decirle su amor y, sobre todo, para dejarse amar por Él.

Toda religiosa debe transparentar cada día, en su modo de vivir, que ha elegido la sencillez y los medios pobres en todo lo que concierne a su vida personal y comunitaria.

Toda religiosa debe hacer cada día la voluntad de Dios y no la suya, para poner de manifiesto que los proyectos humanos, los suyos y los de la sociedad, no son los únicos planes de la historia, sino que existe un designio de Dios que reclama el sacrificio de la propia libertad.

Este verdadero profetismo de los consejos evangélicos, vivido día a día, y totalmente posible con la gracia de Dios, no es lección orgullosa que se da al pueblo cristiano, sino luz absolutamente indispensable en la vida de la Iglesia —tentada a veces a recurrir a los medios de poder—, e incluso indispensable a la humanidad que va errante por los caminos seductores y decepcionantes del materialismo y del ateísmo.

Y si de verdad vuestra consagración a Dios es una realidad así de profunda, no es algo sin importancia llevar de forma permanente el signo exterior que constituye un hábito religioso, sencillo y adaptado: es el medio para recordaros constantemente a vosotras mismas vuestro compromiso que contrasta con el espíritu del mundo; es un testimonio silencioso pero elocuente; es un signo que nuestro mundo secularizado necesita encontrar en su camino, y que lo desean también muchos cristianos. Os pido que reflexionéis con atención sobre ello.

He aquí hermanas, el precio de vuestra participación real en el anuncio y edificación de esta "humanidad nueva". Pues el hombre, por encima de los bienes terrenales necesarios para vivir, y por desgracia tan mal repartidos, no puede llenarse más que con el conocimiento y el amor de Dios, inseparables de la acogida y del amor a todos los hombres, sobre todo a los más pobres humana y moralmente.

Las búsquedas y todas las transformaciones de vuestras congregaciones deben efectuarse con esta óptica; ¡si no, trabajáis en vano!

Todo ello, hermanas mías, es el ideal al que tendéis personalmente y al que atraéis maternal y firmemente a vuestras compañeras de ruta evangélica.

En la práctica —vosotras lo sabéis mejor que otras— tropezáis de vez en cuando con contingencias inevitables: cambios sociales rápidos de un país, número reducido y envejecimiento de vuestro personal, vientos de búsquedas y experiencias interminables, inquietudes de las jóvenes, etc... Sed acogedoras ante todas estas realidades. Tomadlas en serio, pero jamás trágicamente. Buscad con calma soluciones progresivas, claras, valientes. Permaneciendo las mismas, buscad en unión con las otras.

Por encima de todo, sed hijas de la Iglesia no sólo de palabra, sino con las obras.

Con fidelidad siempre renovada al carisma de los fundadores, las congregaciones deben esforzarse efectivamente por corresponder a lo que de ellas espera la Iglesia, a las tareas que la Iglesia con sus Pastores considera más urgente hoy para hacer frente a una misión que tanto necesita de obreros cualificados.

Una garantía de vuestro amor ejemplar a la Iglesia —inseparable del amor a Cristo Jesús— es vuestro diálogo con los responsables de vuestras Iglesias locales, con una voluntad de fidelidad y de entrega a dichas Iglesias; y también vuestras relaciones confiadas con nuestra Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares.

Queridas hermanas: El capital de generosidad de vuestras congregaciones es inmenso. Utilizad estas fuerzas con pleno conocimiento de causa. No permitáis que se dispersen desconsideradamente.

Os ruego transmitáis a cada una de vuestras hermanas, cualquiera que sea su puesto en la congregación cuya responsabilidad lleváis, el afecto del Papa y también la esperanza que pone en ella para que se renueve la práctica exigente de los consejos evangélicos con miras al testimonio significativo de todas las comunidades religiosas, cuya fe ardiente, afán apostólico y, claro está, relaciones interpersonales, hagan decir a los que buscan caminos nuevos, en nuestra sociedad harta ya de materialismo, violencia y miedo: "Hemos encontrado un modelo al que imitar...".

Sí, hermanas, siguiendo las huellas de Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Ávila entre tantas y tantas otras, podéis hacer ver el puesto que corresponde a la mujer en la misma Iglesia.

Que el Espíritu Santo actúe potentemente en vosotras. Con María, que le fue completamente dócil, vivid a la escucha de la Palabra de Dios y ponedla en práctica, hasta la cruz.

Que vuestra entrega total a Cristo sea siempre fuente de gozo, dinamismo y paz.

A vosotras y a todas aquellas a quienes representáis, nuestra bendición apostólica.



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