DISCURSO DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
A LOS SUPERIORES GENERALES DE ÓRDENES
Y CONGREGACIONES RELIGIOSAS
Viernes 24 de noviembre de 1978
Queridos hijos:
1. Esta es para mí la primera ocasión de encontrarme con los superiores generales de las Ordenes masculinas, encuentro al que doy una importancia especial.
Cuando os veo aquí reunidos, aparecen ante mis ojos magníficas figuras de Santos, de grandes Santos que dieron origen a vuestras Familias religiosas: Basilio, Agustín, Benito, Domingo, Francisco, Ignacio de Loyola, Francisco de Sales, Vicente de Paúl, Juan Bautista de la Salle, Pablo de la Cruz, Alfonso María de Ligorio; y más cercanos a nosotros: José Benito Cottolengo, Juan Bosco, Vicente Pallotti; por no hablar de los más recientes, cuya santidad espera todavía el juicio definitivo de la Iglesia; pero cuyo influjo benéfico viene testimoniado por la multitud de almas generosas que han elegido seguir su ejemplo.
Todos estos nombres —y no he recordado más que algunos— atestiguan que los caminos de la santidad a la que están llamados los miembros del Pueblo de Dios, pasaban y pasan, en gran parte, por la vida religiosa. Y no hay que extrañarse de esto, dado que la vida religiosa está planteada sobre la "receta" más exacta de la santidad, que consiste en el amor realizado según los consejos evangélicos.
Además, cada uno de vuestros fundadores, bajo la inspiración del Espíritu Santo prometido por Cristo a la Iglesia, ha sido un hombre que poseía un carisma particular. Cristo ha tenido en él un "instrumento" excepcional para su obra de salvación, que especialmente en este mundo se perpetúa en la historia de la familia humana. La Iglesia ha asumido poco a poco estos carismas, los ha valorado y, cuando los ha encontrado auténticos, ha dado gracias al Señor por ellos y ha tratado de "ponerlos al seguro" en la vida de comunidad, para que siempre pudieran dar fruto. Lo ha recordado el Concilio Vaticano II, subrayando cómo la jerarquía eclesiástica, a quien incumbe la tarea de apacentar al Pueblo de Dios y de conducirlo a los mejores pastos, "siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo, admite las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, las aprueba auténticamente, después de haberlas revisado, y asiste con su autoridad vigilante y protectora a los institutos erigidos por todas partes para edificación del Cuerpo de Cristo, con el fin de que en todo caso crezcan y florezcan según el espíritu de los fundadores" (Lumen gentium, 45, 1).
Esto es lo que deseo ante todo constatar y expresar durante nuestro primer encuentro. No intento aquí hacer una llamada "al pasado" entendido como un período histórico concluido en sí mismo; intento referirme "a la vida" de la Iglesia en su dinámica más profunda. A la vida tal como se presenta ante nosotros hoy, trayendo consigo la riqueza de las tradiciones del pasado, para ofrecernos la posibilidad de gozar de ellas hoy.
2. La vocación religiosa es un gran problema de la Iglesia de nuestro tiempo. Precisamente por esto es necesario, ante todo, reafirmar con fuerza que ella pertenece a la plenitud espiritual que el mismo Espíritu —espíritu de Cristo— suscita y forja en el Pueblo de Dios. Sin las Órdenes religiosas, sin la "vida consagrada", por medio de los votos de castidad, pobreza y obediencia, la Iglesia no sería en plenitud ella misma. Los religiosos, en efecto, "con la misma naturaleza de su ser, se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios, llamada a la santidad. Ellos son testigos de esta santidad. Encarnan a la Iglesia en cuanto deseosa de entregarse al radicalismo de las bienaventuranzas. Con su vida son signo de la total disponibilidad para con Dios, para con la Iglesia y para con los hermanos" (Evangelii nuntiandi, 69). Aceptando este axioma, debemos preguntarnos, con toda perspicacia, cómo debe ser ayudada hoy la vocación religiosa para tomar conciencia de sí misma y para madurar cómo debe "funcionar" la vida religiosa en el conjunto de la vida de la Iglesia contemporánea. Siempre estamos buscando —y con toda razón— una respuesta a esta pregunta. La encontramos:
a) en las enseñanzas del Concilio Vaticano II;
b) en la Exhortación Evangelii nuntiandi;
c) en las numerosas declaraciones de los Pontífices, de los Sínodos y de las Conferencias Episcopales.
Esta respuesta es fundamental y multiforme. Pero parece que en ella se puntualiza especialmente un postulado: si toda la vida de la Iglesia tiene dos dimensiones, la vertical y la horizontal, ¡las Órdenes religiosas deben tener en cuenta sobre todo la dimensión vertical!
Es sabido que las Órdenes religiosas siempre han tenido muy en cuenta la dimensión vertical, penetrando en la vida con el Evangelio y dando testimonio de él con el propio ejemplo. Con el Evangelio auténticamente releído: esto es, a base de la doctrina de la Iglesia y con fidelidad a su Magisterio. Así debe ser también hoy. Testificatio — sic, contestatio — non! Sobre cada comunidad, sobre cada religioso, pesa una especial corresponsabilidad para la auténtica presencia de Cristo, que es manso y humilde de corazón, en el mundo de hoy —de Cristo crucificado y resucitado—, Cristo entre los hermanos. El espíritu de maximalismo evangélico, que se diferencia de cualquier radicalismo socio-político. El "silencioso testimonio de pobreza y desprendimiento, de pureza y transparencia, de abandono en la obediencia", que están llamados a dar los religiosos, "puede ser a la vez una interpelación al mundo y a la misma Iglesia, y también una predicación elocuente, capaz de impresionar aun a los no cristianos de buena voluntad, sensibles a ciertos valores" (Evangelii nuntiandi, 69, 2).
3. El documento común de la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares y de la Sagrada Congregación para los Obispos indica cuál debe ser la relación de las órdenes y congregaciones religiosas respecto al Colegio Episcopal, a los obispos de cada diócesis y a las Conferencias Episcopales. Es un documento de gran importancia, al que convendrá dedicar una atención especial en estos próximos años, tratando de ponerse en actitud interior de la máxima disponibilidad, de acuerdo, por lo demás, con aquella docilidad humilde y pronta que debe constituir una nota distintiva del religioso auténtico.
Dondequiera que os encontréis en el mundo, sois, por vuestra vocación "para la Iglesia universal", a través de vuestra misión "en una determinada Iglesia local". Por tanto, vuestra vocación para la Iglesia universal se realiza dentro de las estructuras de la Iglesia local. Es necesario hacer todo para que "la vida consagrada" se desarrolle en cada una de las iglesias locales, para que contribuya a su edificación espiritual, para que constituya su fuerza especial. La unidad con la Iglesia universal por medio de la Iglesia local: he aquí vuestro camino.
4. Antes de terminar, permitidme volver sobre un punto que considero fundamental en la vida de cada religioso, cualquiera que sea la Familia a la que pertenece: quiero referirme a la dimensión contemplativa, al compromiso de la oración. El religioso es un hombre consagrado a Dios, por medio de Cristo, en la caridad del Espíritu. Este es un dato ontológico que pide aflorar a la conciencia y orientar la vida, no sólo en beneficio de la persona en particular, sino también para provecho de toda la comunidad, que en las almas consagradas experimenta y saborea de modo muy particular la presencia vivificante del Esposo divino.
Por eso, no debéis temer, queridos hilos, recordar frecuentemente a vuestros hermanos que un rato de verdadera adoración tiene más valor y fruto espiritual que la más intensa actividad, aunque se tratase de la misma actividad apostólica. Esta es la "contestación" más urgente que los religiosos deben oponer a una sociedad donde la eficacia ha venido a ser un ídolo, sobre cuyo altar no pocas veces se sacrifica hasta la misma dignidad humana.
Vuestras casas deben ser sobre todo centros de oración, de recogimiento, de diálogo —personal y comunitario— con el que es y debe ser siempre el primer y principal interlocutor en la laboriosa sucesión de vuestras jornadas. Si sabéis alimentar este "clima" de intensa y amorosa comunión con Dios, os será posible llevar adelante, sin tensiones traumáticas o peligrosas dispersiones, la renovación de la vida y de la disciplina a que os ha comprometido el Concilio Vaticano II. El alma que vive en contacto habitual con Dios y se mueve dentro del ardiente rayo de su amor, sabe defenderse con facilidad de la tentación de particularismos y antítesis, que crean el riesgo de dolorosas divisiones; sabe interpretar a la justa luz del Evangelio las opciones por los más pobres y por cada una de las víctimas del egoísmo humano, sin ceder a radicalismos socio-políticos, que a la larga se manifiestan inoportunos, contraproducentes y generadores ellos mismos de nuevos atropellos; sabe acercarse a la gente e insertarse en medio del pueblo, sin poner en cuestión la propia identidad religiosa, ni oscurecer la "originalidad específica" de la propia vocación, que deriva del peculiar "seguimiento de Cristo", pobre, casto y obediente.
He aquí, queridos hijos, las reflexiones que me urgía proponer a vuestra consideración en este nuestro primer encuentro. Estos seguro de que os preocuparéis de transmitirlas a vuestros hermanos, enriqueciéndolas con la aportación de vuestra experiencia y de vuestra sabiduría.
Que la Virgen Santa os asista en vuestro delicado deber. Ella, a quien mi predecesor Pablo VI, de venerada memoria, en su Exhortación Apostólica Marialis cultus, señalaba como la Virgen oyente, la Virgen en oración, la Virgen que ha engendrado a Cristo y lo ofrece por la salvación del mundo, permanece como modelo insuperable de cada vida consagrada. Que Ella sea vuestra guía en la ascensión fatigosa, pero fascinante, hacia el ideal dé la plena semejanza con Cristo Señor.
Uno mi saludo con mi bendición apostólica.
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