DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A MÁS DE SEIS MIL ESTUDIANTES UNIVERSITARIOS
PROCEDENTES DE TODO EL MUNDO
Martes Santo 10 de abril de 1979
Queridísimos hermanos y hermanas:
A través de las palabras del presidente de vuestro congreso universitario, me habéis trazado un resumen completo de estas jornadas que estáis pasando en Roma, y me habéis hablado de las aspiraciones y de los ideales que arden en vosotros.
Os agradezco sinceramente las expresiones de afecto que habéis tenido para mí y para mí ministerio universal de Sucesor de Pedro.
Sé que estáis aquí nada menos que en representación de 217 universidades de todo el mundo, y esto es ya un signo positivo de la universalidad de la fe cristiana, aunque no siempre sea fácil vivirla. En efecto, conozco bien las inquietudes del mundo universitario, pero conozco también vuestro compromiso juvenil para asumir personalmente la responsabilidad que Cristo os confía: ser testigos suyos en los ambientes en que, a través del estudio, se elaboran la ciencia y la cultura.
En estos días reflexionáis sobre los esfuerzos que en el mundo se están realizando con el fin de desarrollar la unidad y la solidaridad entre los pueblos. Os preguntáis justamente sobre qué valores deban basarse estos esfuerzos, para no caer en el peligro de la retórica de palabras vacías. Y os preguntáis al mismo tiempo en nombre de qué ideales sea posible hermanar de veras culturas y pueblos tan diversos como, por ejemplo, los que veo que representáis vosotros.
Por esto, me conforta, desde luego, descubrir en vuestras miradas el deseo de buscar en Cristo la revelación de lo que Dios dice al hombre y de cómo el hombre debe responder a Dios.
Queridísimos, he aquí el punto central: debemos mirar a Cristo con toda nuestra atención. Sabemos que el designio de Dios es "recapitular en El todas las cosas" (Ef 1, 10), mediante la singularidad de su persona y de su destino salvífico de muerte y de vida. Precisamente en estos días en los que revivimos su santa pasión, todo esto es más evidente: Cristo se nos muestra, efectivamente, con facciones aún más semejantes a las de nuestra débil naturaleza de hombres. La Iglesia nos señala a Jesús elevado en la cruz. "varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento" (Is 53, 3), pero también resucitado de entre los muertos, "siempre vivo para interceder por nosotros" (Heb 7, 23).
He aquí, pues, a quien el Papa os invita a mirar: Cristo crucificado por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación (cf. Rom 4, 25), el que viene a ser punto de convergencia universal e irresistible: "Si yo fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí" (Jn 12, 32).
Sé que vosotros ponéis vuestra esperanza en la cruz, que es para todos nosotros "bandera real" (himno litúrgico de Pasión). Continuad siendo impregnados, cada día y en cada circunstancia, por la sabiduría que nos viene sólo de la cruz pascual de Cristo. Tratad de sacar de esta experiencia una energía siempre nueva y purificadora. La cruz es el punto de apoyo, sobre el que se hace palanca para servir al hombre, así como para transmitir a tantísimos otros la alegría inmensa de ser cristianos.
En estos días, mientras contemplo a Cristo levantado y clavado en la cruz, vuelve frecuentemente a mi mente la expresión con que San Agustín comenta el pasaje del Evangelio de San Juan, hace poco recordado: "El leño de la cruz al que estaban clavados los miembros del Moribundo, vino a ser la cátedra del Maestro que enseña" (In Ioan. 119, 2). Reflexionad: ¿Qué voz, qué maestro del pensamiento puede fundar la unidad entre los hombres y las naciones, sino el que, dando la propia vida, ha obtenido para todos nosotros la adopción de hijos del mismo Padre? Precisamente esta filiación divina, que Cristo nos conquistó en la cruz y se realizó con el envío del Espíritu Santo a nuestros corazones, es el único fundamento sólido e indestructible de la unidad de una humanidad redimida.
Hijos míos, en vuestro congreso habéis puesto de relieve los sufrimientos y las contradicciones que perturban a la sociedad cuando se aleja de Dios. La sabiduría de Cristo os vuelve capaces de apremiaros a descubrir la fuente más profunda del mal que existe en el mundo. Y os estimula también a proclamar a todos los hombres, vuestros compañeros de estudio hoy y de trabajo mañana, la verdad que habéis aprendido de los labios del Maestro, y es que el mal proviene "del corazón de los hombres" (Mc 7, 21). No bastan, pues, los análisis sociológicos para traer la justicia y la paz. La raíz del mal está en lo interior del hombre. Por esto, el remedio parte también del corazón. Y —me complace repetirlo— la puerta de nuestro corazón sólo puede ser abierta por la Palabra grande y definitiva del amor de Cristo por nosotros, que es su muerte en la cruz.
Aquí es donde el Señor nos quiere conducir: dentro de nosotros. Todo este tiempo que procede a la Pascua es una invitación constante a la conversión del corazón. Esta es la verdadera sabiduría: "la plenitud de la sabiduría es temer al Señor" (Sir 1, 16).
Queridísimos, tened, pues, la valentía del arrepentimiento; y tened también la valentía de alcanzar la gracia de Dios por la confesión sacramental. ¡Esto os hará libres! Os dará la fuerza que necesitáis para las empresas que os esperan, en la sociedad y en la Iglesia, al servicio de los hombres. En efecto, el servicio auténtico del cristiano se califica a base de la presencia operante de la gracia de Dios en él y a través de él. La paz en el corazón del cristiano, por tanto, está unida inseparablemente a la alegría, que en griego (chará) es etimológicamente afín a la gracia (cháris). Toda la enseñanza de Jesús, comprendida su cruz, tiene precisamente esta finalidad: "para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido" (Jn 15, 11). Cuando la alegría de un corazón cristiano se derrama en los demás hombres, allí engendra esperanza, optimismo, impulsos de generosidad en la fatiga cotidiana. contagiando a toda la sociedad.
Hijos míos, sólo si tenéis en vosotros esta gracia divina, que es alegría y paz, podréis construir algo válido para los hombres. Considerad, pues, vuestra vocación universitaria en esta magnífica perspectiva cristiana. El estudio hoy, la profesión mañana, se hacen para vosotros camino para encontrar a Dios y servir a los hombres, vuestros hermanos; esto es, se hacen camino de santidad, como se expresaba compendiosamente el queridísimo cardenal Albino Luciani, poco antes de ser llamado a esta Sede de Pedro con el nombre de Juan Pablo I: «Allí, en medio de la calle, en la oficina, en la fábrica, allí se hacen santos, a condición de que se cumpla el propio deber con competencia, por amor de Dios y con alegría; de modo que el trabajo cotidiano venga a ser no "el trágico cotidiano", sino como la sonrisa cotidiana» (Il Gazzettino, 23 de julio de 1978).
Finalmente, encomiendo a María Santísima, Trono de la Sabiduría, a la que encontramos estos días junto a la cruz Jesús (Jn 19, 25), que os ayude a estar siempre a la escucha de esta sabiduría, que os dará a vosotros y al mundo la alegría inmensa de vivir con Cristo.
Y siempre, en cualquier ambiente donde os encontréis para vivir y testimoniar el Evangelio, os acompañe mi paterna bendición apostólica.
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