DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE PRESBÍTEROS DE MILÁN
Sábado 21 de abril de 1979
Queridísimos sacerdotes de Milán:
Al celebrar el 25 aniversario de vuestra ordenación sacerdotal, habéis querido solemnizarlo con un encuentro personal con el Papa, después de haber realizado una peregrinación devota a Polonia, mi amadísima tierra natal, al santuario mariano de Czestochowa.
Y os agradezco sentidamente esta vuestra devoción filial, os acojo con afecto profundo y sincero y os presento a todos mi saludo; aún más, os abrazo con todo el amor que debe brotar de nuestro común sacerdocio y de mi misión de Padre universal. Bienvenidos, pues, vosotros superiores que provenís de Milán, ciudad célebre en todo el mundo por su historia venturosa y por su laboriosidad inteligente; diócesis de grandes obispos, de sacerdotes santos, de laicos comprometidos; ¡tierra del ministerio pastoral, solícito y diligente de mi venerado predecesor Pablo VI!
¡Bienvenidos vosotros que peregrinasteis a mi patria, donde las largas y dolorosas vicisitudes históricas se entretejen con una fe cristiana siempre sentida y vivida! Pero, sobre todo, ¡bienvenidos vosotros, sacerdotes que celebráis el jubileo sacerdotal!
¡Son tantos 25 años de sacerdocio! Son una catedral mística y preciosa construida con más de 10.000 Santas Misas celebradas, con miles y miles de absoluciones impartidas, con innumerables bautismos, matrimonios, unciones de enfermos, administrados por medio de los poderes divinos que confiere el mismo Jesús a través de los Apóstoles y mediante la cadena preciosa de la imposición de las manos!
¿Qué podemos hacer sino dar gracias y repetir con el Salmista: "Misericordias Domini in aeternum cantabo" (Sal 88, 2)?
Veinticinco años de sacerdocio significan también un periodo de larga experiencia y de reflexión concreta sobre la verdadera identidad del sacerdote. Después de tantos años de laborioso ministerio en la viña y en la mies del Señor, "después de haber soportado el peso del día y el calor" (Mt 20, 12), se pueden sacar más fácilmente los elementos esenciales del sacerdocio católico para confirmarnos en la perseverancia y para ejemplo de todos los hermanos.
1. Nuestra fuerza interior está en la vocación.
¡Hemos sido llamados! ¡Esta es la verdad fundamental que debe infundirnos ánimo y alegría! Jesús mismo dice a los Apóstoles: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16). Y el autor de la Carta a los hebreos advierte: "Ninguno se toma por sí este honor, sino el que es llamado por Dios" (Heb 5, 4).
La llamada fue primero interior; misteriosa, originada por varios motivos; pero luego, después de la larga y necesaria preparación en el seminario, bajo la dirección de los superiores prudentes y responsables, se hizo oficial, quedó garantizada. cuando la Iglesia nos llamó y consagró por medio del obispo.
En efecto, ¡nadie osaría ser ministro de Cristo, en contacto continuo con el Altísimo! ¡Nadie tendría el coraje de cargarse con el peso de las conciencias y de aceptar así una soledad sacra y mística!
La llamada nos da la fuerza para ser con constancia y fidelidad lo que somos: en los momentos de serenidad, pero sobre todo en los momentos de crisis y desaliento, digámonos a nosotros mismos: «¡Animo! ¡He sido llamado! "Heme aquí, envíame a mi" » (Is 6, 8).
2. Nuestro gozo es la Eucaristía. Recordemos las palabras del divino Maestro a los Apóstoles: "Os llamo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15).
El sacerdote es ante todo para la Eucaristía y vive de la Eucaristía. ¡Nosotros podemos "consagrar" y encontrar personalmente a Cristo con el poder divino de la "transustanciación"; nosotros podemos recibir a Jesús vivo, verdadero, real; podemos distribuir a las almas el Verbo, encarnado, muerto y resucitado por la salvación del mundo! ¡Cada día estamos en audiencia privada con Jesús!
Por esto, haced siempre de la Santa Misa el centro propulsor de la jornada, el encuentro personal con el que es la única y verdadera alegría nuestra; una preparación adecuada y una conveniente acción de gracias son, pues, absolutamente necesarias en cada Santa Misa para poder gustar la alegría del sacerdocio.
3. Finalmente, nuestra preocupación debe ser el amor y el servicio a las almas, en el puesto que la Providencia nos ha asignado por medio de los superiores. En cualquier lugar que nos encontremos, en las agitadas parroquias de las metrópolis, como en los pueblos aislados de las montañas, allí siempre hay personas que amar, servir, salvar; siempre hay que meditar en las palabras consoladoras que sellarán nuestro destino eterno: "¡Muy bien, siervo bueno y fiel; porque has sido fiel en lo poco, ven y toma parte en el gozo de tu Señor!" (cf. Mt 25, 23).
Que os acompañen estas palabras mías como recuerdo de vuestro 25 aniversario, mientras os pido que recéis por mí, por todos los sacerdotes y para que el Señor suscite numerosas vocaciones.
Os asista, ilumine y conforte María Santísima, a la que me dirijo con las mismas palabras pronunciadas por Pablo VI en la reanudación del Concilio Vaticano II: "¡Oh María, mira a nosotros tus hijos, mira a nosotros, hermanos y discípulos y apóstoles y continuadores de Jesús: haz que seamos conscientes de nuestra vocación y de nuestra misión; haz que no seamos indignos de asumir la representación, la personificación de Cristo, en nuestro sacerdocio, en nuestra palabra, en la oblación de nuestra vida por los fieles que nos han sido confiados! ¡Tú, oh llena de gracia, haz que el sacerdocio, que te honra, sea también santo e inmaculado!" (11 de octubre de 1963).
Y permanezca siempre con vosotros mi consoladora bendición.
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