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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS JÓVENES PRESENTES EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO


Miércoles 28 de marzo de 1979

 

Queridísimos jóvenes:

El espectáculo grandioso y exaltante de esta basílica, erigida sobre la tumba del Príncipe de los Apóstoles y primer Vicario de Cristo, que cada miércoles vuelve a estremecerse de alegría festiva por vuestra presencia juvenil, es siempre para mí motivo de consuelo y de esperanza, y me induce a emprender, cada vez con nueva intensidad de afecto, un diálogo sencillo y directo.

Bienvenidos todos. A cada uno de vosotros dirijo personalmente mi saludo y mi gracias y, en particular, deseo recordar a la "peregrinación juvenil" de Civita Castellana y de Caprarola, presidida por el obispo mons Marcello Rosina: la peregrinación de tres mil estudiantes de la diócesis de Tursi-Lagonegro, presidida también por el obispo mons. Vincenzo Franco; y además los dos mil alumnos y alumnas de los institutos de la Unión Romana de las Ursulinas, provenientes de varias regiones de Italia.

Queridos muchachos y muchachas, estamos recorriendo con intensidad de esfuerzo el sagrado tiempo cuaresmal, que nos prepara a la Pascua y nos apremia a profundizar y a vivir nuestra responsabilidad de cristianos, de bautizados, de miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo. En los miércoles precedentes he hablado de nuestra responsabilidad hacia Dios, que podríamos sintetizar en la palabra: adoración, esto es, el reconocimiento de Dios en su realidad de Absoluto, de Creador, de Padre, mediante la oración; también he aludido al deber hacia nosotros mismos que se resume en otra expresión muy estimada en la tradición eclesial: el ayuno, entendido como renuncia a las cosas con el fin de obtener un dominio sobre ellas, que nos vuelva disponibles al bien, aptos para el sacrificio, abiertos al amor.

Precisamente a este amor, a la disponibilidad hacia el prójimo, hacía el otro —dimensión hoy tan congenial con la conciencia juvenil—, deseo aludir ahora, al proponer a vuestra atención el tercer ejercicio ascético que caracteriza el período cuaresmal, la limosna: «Arrepentíos y dad limosna» (cf. Mc 1, 15 y Lc 12, 33).

Al oír la palabra "limosna", vuestra sensibilidad de jóvenes amantes de la justicia y deseosos de una equitativa distribución de la riqueza, podría sentirse herida y ofendida. Me parece poderlo intuir. Por otra parte, no creáis que sois los únicos en advertir semejante reacción interior; está en sintonía con la innata hambre y sed de justicia que cada hombre lleva consigo. También los Profetas del Antiguo Testamento, cuando dirigen al pueblo de Israel la invitación a la conversión y a la verdadera religión, indican la reparación de las injusticias hacia los débiles e indefensos, como camino real para el restablecimiento de una genuina relación con Dios (cf. Is 58, 6-7).

Sin embargo, la práctica de la limosna está recomendada en todo el texto sagrado, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento; desde el Pentateuco a los Libros Sapienciales, desde el Libro de los Hechos a las Cartas Apostólicas. Pues bien, a través de un estudio de la evolución semántica de la palabra, sobra la que se han formado incrustaciones menos genuinas, debemos volver a encontrar el significado verdadero de la limosna, y sobre todo la voluntad y la alegría de dar limosna.

Limosna, palabra griega, significa etimológicamente compasión y misericordia. Circunstancias diversas e influjos de una mentalidad restrictiva han alterado y profanado en cierto modo su primigenio significado, reduciéndolo tal vez a un acto sin espíritu y sin amor.

Pero la limosna, en sí misma, se entiende esencialmente como actitud del hombre que advierte la necesidad de los otros, que quiere hacer partícipes a los otros del propio bien. ¿Quién diría que no habrá siempre otro que tenga necesidad de ayuda, ante todo espiritual, de apoyo, de consuelo, de fraternidad, de amor? El mundo está siempre muy pobre de amor.

Definida así, la limosna es acto de altísimo valor positivo, de cuya bondad no está permitido dudar, y que debe encontrar en nosotros una disponibilidad fundamental de corazón y de espíritu, sin la cual no existe verdadera conversión a Dios.

Aun cuando no dispongamos de riquezas y de capacidades concretas para subvenir a las necesidades del prójimo, no podemos sentirnos dispensados de abrir nuestro espíritu a sus necesidades y de aliviarlas en la medida de lo posible. Acordaos del óbolo de la viuda, que echó en el tesoro del templo sólo dos pequeñas monedas, pero juntamente todo su gran amor: «Esta echó de su indigencia todo lo que tenía para el sustento» (Lc 21, 4).

Queridísimos, el tema es atrayente, nos llevaría lejos; lo dejo a vuestra reflexión. Os acompañen hacia la alegría pascual mi afecto, mi simpatía, mi bendición.

 



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