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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS DIRECTORES NACIONALES DE LAS PONTIFICIAS
OBRAS MISIONALES


Viernes 11 de mayo de 1979

 

Queridos hermanos e hijos:

Siento honda satisfacción en encontrarme con los Directores nacionales de las Obras Misionales Pontificias. Sé que cada año os reunís con mons. Simon Lourdusamy, Presidente del Consejo Superior de estas Obras, para decidir la repartición de los fondos que vosotros contribuís a recaudar y que se distribuyen íntegramente a las comunidades cristianas necesitadas de ayuda. Es la primera vez que tengo la oportunidad de recibiros y animaros.

La obra de solidaridad qua lleváis a cabo es magnífica y necesaria. Es típica de la caridad efectiva que debe reinar entre todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Es una expresión concreta de la comunión eclesial, de la que hoy se habla con grata insistencia. Encontramos ya un ejemplo de ella en la primera generación cristiana, cuando el Apóstol Pablo invitó a las Iglesias a contribuir a la colecta en favor de los "santos" de Jerusalén que pasaban entonces por una situación material crítica. Es sobre todo necesaria para continuar la evangelización con medios adecuados en las Iglesias jóvenes o en las Iglesias que sufren necesidad.

Ciertamente, el dinamismo misionero radica en las personas, animadas del Espíritu de Pentecostés, ansiosas de llevar la Buena Nueva a sus hermanos y hermanas del mundo, por la sencilla razón de que están en juego su salvación y la voluntad de Cristo. Puede existir también una vitalidad religiosa que, aun disponiendo de medios pobres, se apoya en la santidad de los evangelizadores y en la participación activa de los cristianos. Pero precisamente el verdadero celo no puede dispensarse de buscar, no el lujo y la comodidad, sino al menos una subsistencia decorosa y una justa remuneración de los obreros del Evangelio; medios catequéticos dignos de la educación, adaptada y profunda, en la fe; posibilidades de formar convenientemente a los sacerdotes, a las religiosas, a los catequistas, a las familias y a los apóstoles seglares; estructuras de coordinación pastoral que faciliten el intercambio, la reflexión, una acción concertada, una atención particular a los jóvenes, la asistencia de los indigentes, la fundación de centros de renovación espiritual, etc.

Ahora bien, toda esta ayuda la deben aportar los cristianos mismos: en primer lugar los de la comunidad interesada, la cual ha de hacer cuanto está en su mano para proveer a sus propias necesidades y también los de las comunidades más dotadas de bienes materiales. Estas comunidades, al abrirse generosamente a la solidaridad misionera —trátese de personas particulares, familias, parroquias o diócesis—, se benefician también ellas mismas del dinamismo apostólico; se hacen testimonio de la vitalidad religiosa de las más jóvenes, y esto puede estimular su renovación. Es preciso asimismo que la opinión pública comprenda bien esta necesidad de ayudar a las Iglesias de misión. Este es vuestro principal cometido. Con la fundación de las grandes Obras Misionales, en el siglo pasarlo, se suscitó un magnífico movimiento. Hoy se constata con frecuencia una admirable generosidad, pero es necesario que veléis por mantenerla y desarrollarla, asociando a ella en concreto, eventualmente con nuevos métodos, las jóvenes generaciones. Pues constatáis quizás que algunas comunidades, por otra parte ricas, permanecen demasiado preocupadas por las dificultades económicas del momento y en sus propios problemas, o se muestran poco conscientes del deber misionero, aun sintiéndose al mismo tiempo sensibles a la miseria material de los países afectados por el hambre.

Las Obras Misionales Pontificias que vosotros dirigís a nivel nacional deben pues realizar en primer lugar este trabajo de educación a la caridad, y a la caridad misionera. Quiero aseguraros lo mucho que la Iglesia universal aprecia vuestra acción específica y, como presidente de todas las Iglesias en la caridad, os doy en su nombre las más rendidas gracias. No os desaniméis nunca. Perfeccionad vuestra acción. Consolidad incesantemente la cooperación misionera.

De esta manera, no sólo preparáis el clima para más amplia generosidad, para la participación y el intercambio extendidos al plano de los medios, sino suscitáis vocaciones misioneras. El IV domingo de Pascua hemos rezado por las vocaciones. Si bien éstas son necesarias por doquier, lo son mucho más en los territorios de misión donde, a falta de una esforzada y sistemática evangelización, el terreno permanece incluso o hasta, lamentablemente, se convierte en teatro de ideologías ajenas a la fe cristiana. Sí, vuestro propósito educador debe tender también a suscitar vocaciones misioneras, de sacerdotes, de religiosos, de religiosas, de laicos, en las viejas comunidades cristianas y en las jóvenes comunidades; estas últimas, a cuyos directores de las Obras Misionales tengo la satisfacción de saludar, experimentan precisamente en muchas partes un despertar ejemplar de vocaciones.

¡Que el Espíritu Santo ilumine y fortalezca vuestro celo! ¡Que la Virgen María os obtenga las gracias necesarias para disponer las almas a la caridad! Recibid mi afectuosa bendición apostólica.

 



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