DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SUPERIORES Y SUPERIORAS GENERALES
DE INSTITUTOS RELIGIOSOS NO CATÓLICOS
Lunes 21 de mayo de 1979
Muy queridos en Cristo:
Como Obispo de Roma os doy la bienvenida a esta Sede Apostólica. Me proporciona satisfacción especial saber que habéis participado en una consulta ecuménica sobre la vida religiosa. Por tanto, vuestra visita constituye un momento propicio para reflexionar brevemente todos juntos sobre este tema, y para experimentar a través de esta reflexión el gozo de haber abrazado los ideales sublimes de la vida religiosa.
Entre estos ideales figura la concepción básica de la vida religiosa como consagración especial a Nuestro Señor Jesucristo, como medio de unirse totalmente a su persona divina y de responder a todas las exigencias del bautismo en Cristo. La vida religiosa es el seguimiento radical de las bienaventuranzas, el reconocimiento práctico del primado de Cristo en la Iglesia y en el mundo. Es la respuesta libre de los discípulos a la invitación del Señor Jesús: "Permaneced en mi amor" (Jn 15, 9).
El Concilio Vaticano II concibe la vida religiosa proyectada a mayor santidad de la Iglesia y a mayor gloria de la Santísima Trinidad, que en Cristo y por Cristo es fuente y origen de toda santidad (cf. Lumen gentium, 47). Considera que todo el servicio eclesial eficaz del religioso procede de la unión íntima con Cristo (cf. Perfectae caritatis, 8).
Toda concepción de la vida religiosa como modo nuevo y especial de responder al llamamiento universal de todo el Pueblo de Dios a la santidad, nos lleva necesariamente por otra parte, al aspecto eclesial de la vida religiosa. En la historia de la Iglesia, la autoridad eclesiástica ha garantizado la autenticidad de esta vida que se ha enfocado constantemente en relación con todo el Cuerpo de esta vida, donde las actividades de cada miembro y de la comunidad son beneficiosas para todo el Cuerpo, por razón del principio de la unión dinámica con Cristo Cabeza.
Confío en que vuestra consulte ecuménica sobre temas tan importantes producirá frutos duraderos, con la ayuda de la gracia de Dios. Pido al Espíritu Santo que sea quien proyecte luz en vuestra reflexión acerca de la vida religiosa, especialmente cuando toque la cuestión de la unidad de la Iglesia, la unidad perfecta querida por Cristo.
¿Quién mejor que los religiosos experimentará en la oración la urgencia no sólo de aparecer unidos, sino también de vivir en verdad y caridad plenas? Y al experimentar esta urgencia, experiencia que ya de por sí es un don de Dios, ¿no experimentaremos asimismo la necesidad de purificación personal creciente. para lograr esa conversión del corazón siempre en aumento, que parece exigirnos Dios como requisito previo a la unión corporativa. de todos los cristianos? Y la libertad espiritual que el religioso trata de adquirir al adherirse totalmente al Señor Jesús, ¿acaso no lo vincula cada vez con mayor cercanía y en amor a realizar hasta el fin la voluntad de Cristo para su Iglesia? ¿Es que los religiosos no están llamados de modo especial a dar expresión al anhelo de los cristianos de que el diálogo ecuménico —que por naturaleza es transitorio— debe concluirse en esa comunión plena que es "con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn 1, 3)? ¿Acaso no deben ser los primeros los religiosos en comprometerse con generosidad total en el plan salvífico de Dios, repitiendo cada uno con San Pablo: "Qué he de hacer Señor" (Act 22, 10)?
Queridos hermanos y hermanas: Es este un momento de alegría, fundado no en la complacencia, sino en el deseo humilde y lleno de arrepentimiento de cumplir la voluntad de Dios. Lo es al mismo tiempo de confianza "en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención" (1 Cor 1, 50). A él levantamos el corazón cuando invocamos el poder de sus méritos para sostenernos con generosidad y sacrificio mientras estamos a la espera de la revelación plena de su Reino, de la consumación de nuestra unidad en Cristo: "Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad".
Deseo pediros que llevéis a vuestras comunidades religiosas mi saludo y aliento para vivir profundamente "en la fe del Hijo de Dios" (Gál 2, 20). Al manifestaras mi amistad y estima, os aseguro que os amo en Cristo Jesús, Señor nuestro.
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