VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LO PROFESORES DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA
Washington
Domingo 7 de octubre de 1979
1. Nuestra reunión de hoy me causa gran placer y os agradezco sinceramente vuestra cordial acogida. Mi experiencia con el mundo universitario, y muy especialmente con la Pontificia Facultad Teológica de Cracovia, hace para mí más agradable este nuestro encuentro. Forzosamente debo sentirme muy a gusto con vosotros. Las expresiones sinceras con las que el canciller y el presidente de la Universidad Católica de América me han acogido, en representación de todos vosotros, confirman que vuestras asociaciones e instituciones católicas de alta cultura se distinguen por la fiel adhesión a Cristo y por la generosa dedicación al servicio de la verdad y de la caridad.
Hace noventa y un años que el cardenal Gibbons y los obispos americanos solicitaron la fundación de la Universidad Católica de América, como una universidad "destinada a preparar en la Iglesia dignos ministros para la salvación de las almas y para la difusión de la religión, así como para dar a la República ciudadanos valiosos y formados". Me parece oportuno, en esta ocasión, dirigirme no solamente a esa gran institución, tan irrevocablemente ligada a los obispos de los Estados Unidos que la fundaron y generosamente sostienen, sino también a todas las universidades, colegios y academias católicas de enseñanza superior de vuestro país, tanto las que están en relación formal y a veces jurídica con la Santa Sede, como las que son en sí "católicas".
2. Pero antes de nada, permitidme que mencione las facultades eclesiásticas, tres de las cuales están instituidas aquí, en la Universidad Católica de América. Saludo especialmente a estas facultades y a todos los que dedican a ellas sus mejores talentos. Ofrezco mis oraciones por el floreciente desarrollo, por la constante fidelidad y por el éxito de estas facultades. En la Constitución Apostólica Sapientia christiana he tratado directamente de estas instituciones para darles directrices y asegurar que desarrollen sus tareas en bien de la comunidad cristiana, dentro de las circunstancias actuales que cambian tan rápidamente.
Deseo también expresar mí agradecimiento y admiración hacia esos hombres y mujeres, especialmente sacerdotes y religiosos, que se dedican a cualquier forma de ministerio universitario. Sus sacrificios y esfuerzos para llevar el verdadero mensaje de Cristo al mundo universitario, secular o católico, no puede pasar inobservado.
La Iglesia aprecia también grandemente el trabajo y testimonio de sus hijos e hijas cuya vocación les lleva a las universidades no católicas de vuestro país. Estoy seguro de que su esperanza cristiana y su patrimonio católico llevan una dimensión rica e insustituible al mundo de los estudios superiores.
Una especial muestra de gratitud y de aprecio dedico también a los padres de estudiantes y a los estudiantes que, a veces, con grandes sacrificios personales y económicos, frecuentan universidades y colegios católicos para recibir una formación que abarque a la vez la ciencia y la fe, los valores culturales y los evangélicos.
A todos los que están comprometidos en la administración, enseñanza o estudios en los colegios y universidades católicas, quiero recordarles las palabras de Daniel: "Los sabios brillarán con el esplendor del firmamento, y los que enseñaron la justicia a la muchedumbre resplandecerán por siempre, eternamente, como las estrellas" (Dan 12, 3). Sacrificio y generosidad han obtenido resultados heroicos en la fundación y desarrollo de estas instituciones. Pese a las enormes dificultades financieras, los problemas de admisión y otros obstáculos, la Divina Providencia y el interés de todo el Pueblo de Dios han permitido que estas instituciones católicas florezcan y se desarrollen.
3. Quisiera repetir aquí hoy cuanto dije a los profesores y estudiantes en México, donde indiqué tres objetivos que hay que perseguir. Una universidad o un colegio católicos están llamados a dar una contribución específica a la. Iglesia y a la sociedad con la alta cualidad científica de sus investigaciones, con un profundo estudio de los problemas y con un adecuado sentido de la historia, junto con la preocupación de demostrar el significado completo de la persona humana regenerada en Cristo, favoreciendo así el entero desarrollo de la persona. Más aún, una universidad o un colegio católicos deben proporcionar considerables conocimientos a los jóvenes —hombres y mujeres— los cuales, después de haber realizado una síntesis personal de fe y cultura, serán capaces y estarán deseosos de asumir tareas importantes en servicio de la comunidad y de la sociedad en general, así como de dar testimonio de su fe ante el mundo. Y finalmente, para ser lo que deben ser, una universidad o un colegio católicos deberán crear, en la facultad o entre los estudiantes, una verdadera comunidad que dé testimonio de un cristianismo vivo y operante, una comunidad donde el sincero fervor por la investigación científica y por el estudio se añada al fervor, también profundo, por una auténtica vida cristiana.
Esta es vuestra identidad. Esta es vuestra vocación. Cada universidad o colegio se distinguen por un especial modo de ser. Vosotros debéis distinguiros por vuestro ser católicos, por vuestra afirmación de Dios, de su revelación y de la Iglesia católica como guardián e intérprete de esa revelación. El adjetivo "católico" no será jamás una simple etiqueta, que se puede colocar o quitar según que varíen las circunstancias.
4. Por haber sido durante muchos años profesor universitario, jamás me cansaré de insistir sobre el papel eminente de la universidad, que es el de instruir, pero también el de cuidar la investigación científica. En ambos campos, su actividad está estrechamente ligada a la más profunda y noble aspiración de la persona humana: el deseo de conocer la verdad. Ninguna universidad puede merecer la justa estima del mundo de la cultura si no aplica los más altos módulos de la investigación científica, adaptando continuamente sus métodos y sus instrumentos de trabajo, y si no se distingue por la seriedad y, consiguientemente, por la libertad de investigación. Verdad y ciencia no son conquistas gratuitas, sino el resultado de aceptar la objetividad y explorar todos los aspectos de la naturaleza y del hombre. Cada vez que el propio hombre es objeto de investigación, ningún método individual o combinación de métodos podrá desentenderse de examinar la naturaleza completa del hombre, por encima de cualquier otro aspecto puramente natural. Teniendo ante los ojos la verdad total sobre el hombre, el cristiano, en sus estudios y en sus enseñanzas, rechazará cualquier visión parcial de la realidad humana y se dejará iluminar por su fe en la creación del hombre por Dios y en la redención realizada por Cristo.
El servicio a la verdad explica, por tanto, la relación histórica entre la universidad y la Iglesia. Encontrando el propio origen y desarrollo en las Palabras de Cristo, que son verdades liberadoras (cf. Jn 8, 32), la Iglesia siempre ha tratado de apoyar las instituciones que están —y no puede ser de otra manera— al servicio del conocimiento de la verdad. La Iglesia puede, con todo derecho, presumir de ser, en cierto modo, la madre de las universidades. Los nombres de Bolonia, Padua, Praga y París resplandecen desde la más antigua historia de los esfuerzos intelectuales y del progreso humano. La continuidad de la tradición histórica en este campo ha llegado hasta nuestros días.
5. En una universidad católica, la constante dedicación a la honradez intelectual y la excelencia académica se sitúan en la perspectiva de la misión evangelizadora y de servicio, propia de la Iglesia. Por eso, la Iglesia pide a estas instituciones, a vuestras instituciones, que presenten sin equívocos su naturaleza católica. Esto es lo que he querido reafirmar en mi Constitución Apostólica Sapientia christiana, donde he escrito: "En efecto, la misión de evangelizar que es propia de la Iglesia, exige no sólo que el Evangelio se predique en ámbitos geográficos cada vez más amplios y a grupos humanos cada vez más numerosos, sino también que sean informados por la fuerza del mismo Evangelio el sistema de pensar, los criterios de juicio y las normas de actuación; en una palabra, es necesario que toda la cultura humana sea henchida por el Evangelio. Porque el medio cultural en el cual vive el hombre ejerce una gran presión sobre su modo de pensar y consecuentemente sobre su manera de obrar; por lo cual la división entre la fe y la cultura es un impedimento bastante grave para la evangelización, como, por el contrario, una cultura imbuida de verdadero espíritu cristiano es un instrumento que favorece la difusión del Evangelio" (Sapientia christiana, 1).
En los objetivos de la instrucción superior católica entran también la educación destinada a la producción, a la competencia profesional y a la competencia tecnológica y científica. Sin olvidar el destine último de la persona humana, la plena justicia y la santidad, que nacen de la verdad (cf. Ef 4, 24).
6. Así, pues, si vuestras universidades y colegios están institucionalmente ligados al mensaje cristiano y si forman parte de la comunidad católica de evangelización, de ello se sigue que están esencialmente unidos con la jerarquía de la Iglesia. Y aquí quisiera expresar un sentimiento especial de gratitud, de estímulo y guía para los teólogos. La Iglesia tiene necesidad de sus teólogos, especialmente en este tiempo y en esta época tan profundamente marcados por cambios radicales en todas las esferas de la vida y de la sociedad. Los obispos de la Iglesia, a quienes el Señor ha confiado la misión de conservar la unidad de la fe y la predicación del. mensaje —los obispos individualmente en sus diócesis, y los obispos colegialmente con el Sucesor de Pedro en la Iglesia universal— tenemos todos necesidad de vuestro trabajo de teólogos, de vuestra dedicación y de los frutos de vuestras reflexiones. Nosotros deseamos escucharos y estamos dispuestos a recibir la válida asistencia de vuestra responsable preparación científica.
Pero esta auténtica preparación teológica y, por igual motivo, vuestra enseñanza teológica, no puede ser real y fructuosa si no profundiza en su inspiración y origen, que es la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura y en la Sacra Tradición de la Iglesia, tal como está interpretada por el Magisterio auténtico a lo largo de la historia (cf. Dei Verbum, 10). La verdadera libertad académica ha de considerarse en relación con el objetivo final del trabajo académico, que mira a la verdad total de la persona humana. La contribución del teólogo enriquecerá a la Iglesia solamente si toma en consideración la función propia de los obispos y los derechos de los fieles. Ese trabajo descarga sobre los obispos la salvaguardia de la autenticidad cristiana, de la unidad de la fe y de la enseñanza moral, según las exhortaciones del Apóstol Pablo: "Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo" (2 Tím 4, 2). Rechaza lo falso, corrige el error, reclama a la obediencia... El fiel tiene derecho a no ser turbado por teorías e hipótesis sobre las cuales no es capaz de juzgar o que puedan ser fácilmente simplificadas o manipuladas por la opinión pública para fines que están muy lejos de la verdad. El día de su muerte, Juan Pablo I afirmó: "Entre los derechos del fiel, uno de los más grandes es el de recibir la Palabra de Dios en toda su integridad y pureza..." (A un grupo de obispos filipinos en visita «ad limina Apostolorum», 28 de septiembre de 1978). Es justo que el teólogo sea libre, pero con esa libertad que es apertura a la verdad y a la luz que proceden de la fe y de la fidelidad a la Iglesia.
Para terminar, os expreso una vez más mi alegría por estar entre vosotros. Tendré siempre presente vuestro trabajo y vuestras preocupaciones. Que el Espíritu Santo os guíe y que la intercesión de María, Sede de la Sabiduría, os ayude siempre en vuestro insustituible servicio a la humanidad y a la Iglesia. Que Dios os bendiga.
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