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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA UNIÓN DE JURISTAS CATÓLICOS ITALIANOS


Sábado 6 de diciembre de 1980

 

¡Ilustres señores y hermanos carísimos!

1. Ha sido para mí motivo de especial alegría el enterarme de que este año vuestra asamblea nacional de estudio tendría como tema el arduo binomio violencia y derecho. En efecto, así como en el plano de los acontecimientos históricos, la dolorosa crónica cotidiana nos presenta el primer término como extremadamente actual, en el terreno doctrinal las controversias que han vuelto a surgir también entre católicos después del Concilio apenas se han atenuado, podríamos decir, mientras sigue densa la confusión de las ideas, derivante de la pluralidad de las disciplinas viejas y nuevas, de la diversidad de las escuelas y de la oposición de las ideologías políticas. Y hay que poner enseguida de relieve que hoy hay muchos, en las actuales sociedades que se dicen en transformación, que intentan y quieren sustituir la eterna dialéctica entre posiciones conservadoras y movimientos renovadores que tienen por objeto principios, valores o instituciones particulares, con la oposición entre los que piensan que se pueden y se deben reformar pacíficamente las estructuras y los que creen que sólo después de la anulación total y violenta de las mismas el hombre podrá llegar a construir una sociedad más justa y más humana. Fruto muy amargo de esta confusión de las ideas es la ideología de la violencia. No se puede dudar en reconocer a los juristas una competencia más directa, más penetrante y más adecuada no sólo con el fin empírico de la necesaria represión de cada una de las manifestaciones antisociales de la violencia, y tampoco con el de su prevención mediante leyes e instituciones idóneas para eliminar las ocasiones, sino también con el fin de sacar de la amplísima y múltiple experiencia jurídica las razones no de cualquier relación de oposición práctica, sino de verdadera antítesis, radical y sistemática, entre derecho y violencia; antítesis por eso mismo reveladora de la esencia íntima de la segunda.

2. Toda una enciclopedia jurídica está llamada a contribuir a esta investigación. En las varias disciplinas, la antítesis violencia-derecho se presenta ora en determinaciones, es decir, en comportamientos y con consecuencias particulares, ora de manera más amplia y general. ¿Estamos entonces frente a una antítesis entre los mismos términos radicales, o frente a situaciones no reducibles a un fondo común? A esta pregunta, los juristas, amaestrados por el análisis del lenguaje, de la historia y de la comparación de los ordenamientos jurídicos, pueden dar, y sustancialmente ya han dado, una respuesta en el sentido de la primera alternativa.

Un primer paso, preliminar pero indispensable, puede considerarse generalmente adquirido y está en la precisa distinción entre fuerza y violencia. En efecto, no obstante la misma raíz semántica (vis, hybris) y la identidad física de la actividad (fuerza individual y colectiva), se ha precisado que la fuerza es más bien medio o instrumento esencial para el derecho positivo, pero también que cuando es organizada y ejercida ordenadamente para los fines del derecho, ya no es mera fuerza física, sino que es sobre todo justicia en concreto. Esto no vale sólo para la fuerza pública, sino también para la privada, en el caso de legítima defensa. La fuerza es pues una realidad netamente diferente de la violencia. Y querríamos añadir una verdad aún más ennoblecedora de la fuerza usada rectamente. El individuo que impide con la fuerza que un infeliz se suicide no comete violencia contra él, sino que realiza una obra de caridad.

3. El segundo paso, decisivo, es el que lleva, en primer lugar, a afirmar la antítesis radical entre violencia y derecho y, luego, a construir precisamente sobre tal antítesis una definición universal válida de la violencia. Hay que distinguir estos dos momentos de la indagación, puesto que, mientras en el primero encontramos entre los historiadores del derecho, entre los cultivadores de la filosofía y de la historia general, y entre los mismos estudiosos de cada rama del ordenamiento jurídico, una intuición general difundida e incluso una profunda convicción, en cuanto al segundo, la diversidad de criterios propuestos hasta ahora para distinguir la fuerza de la violencia basándose en la idea del derecho no sólo pone de relieve la insuficiencia de cada uno de ellos, sino también su conexión con la concepción personal que cada proponente tiene del derecho en general.

Ahora bien, es aquí donde vosotros, juristas católicos, podéis llevar vuestra contribución específica a una definición de la violencia más racionalmente válida y más prácticamente utilizable, puesto que, aun en el estudio profundo del derecho positivo y en el más sincero respeto hacia el ordenamiento jurídico en el que obráis, no estáis oscurecidos por el falso dogma del positivismo estatualístico, ni por permanentes falsas interpretaciones contra el derecho natural. Veamos brevemente cuál es el camino más claramente abierto.

4. La violencia, quizá también etimológicamente, aparece como una violación. Se ha hablado de violación de cada valor humano o considerado por sí mismo, o en cuanto protegido por el derecho positivo. Pero el primer criterio es esencialmente moral, y no parece consentir una definición general universalmente válida. El segundo (llamado institucional) es el propio del derecho penal; pero, por regla general, choca contra la ineludible dificultad de que, mientras en las actuales sociedades en transformación son constante objeto de discusión precisamente las instituciones, o derecho positivo, la historia antigua, moderna e incluso contemporánea nos muestra regímenes despóticos, totalitarios e inhumanos, cuyas leyes, si bien según la recta filosofía deberían llamarse más propiamente "monstra legum" que "leges", formalmente no dejan de ser leyes e instituciones positivas.

Con una intuición más acertada de la verdad sustancial, juristas y moralistas, sobre todo católicos, han recurrido al valor supremo de la vida asociada: la dignidad de la persona humana. Pero aparte del hecho de que tal valor considerado en sí y por sí, es decir, en su abstracción desnuda, no está libre de falsas interpretaciones (hasta tal punto que se le invoca para justificar incluso las más indudables violencias de las revoluciones, de las guerrillas), no puede decirse que cualquier violencia prohibida por las leyes para obtener el respeto de un orden exclusivamente positivo (piénsese en el procesual) constituya propiamente violación de la dignidad de la persona humana. Añádase que tal dignidad tiene contenidos históricos diferentes en los diversos contextos históricos.

Lo cierto es que en la definición más general de la violencia, no se puede prescindir de la idea del derecho como aquel sistema concreto en el que los valores humanos, incluido el supremo, están ordenados entre sí y en relación con el fin común de los sujetos. El verdadero concepto de derecho, el concepto fundamental de todo derecho, es el de "orden de justicia entre hombres". El primero, más radical y también embrionario, orden de justicia entre los hombres, es el derecho natural, que hace de la persona humana el fundamento primero y el fin último de toda la vida humana políticamente asociada. Ese derecho del que brotan, en la variedad y en la mutabilidad de las situaciones históricas, los varios ordenamientos positivos. Ese derecho que antes y aún más que la fuerza pública, asegura a tales ordenamientos su validez ética, su continua capacidad de perfeccionamiento, y su creciente comunicabilidad en orden a civilizaciones cada vez más amplias, hasta la universal. Ahora bien, la violencia en general no puede ser definida de otra manera que como violación de dicho orden de justicia.

5. Otro punto debe ser considerado, al menos sumariamente, para completar el cuadro de las relaciones entre violencia y derecho, sobre todo a vosotros que no sois sólo juristas, sino también y sobre todo católicos. ¿Cómo hay que valorar, en el cuadro del derecho en general y del canónico en particular, el nobilísimo "principio de la no violencia"? Hay que observar, ante todo, que este principio, que ya aparece en el Antiguo Testamento, ha sido enseñado y practicado al máximo por el mismo Redentor, que tanto las Profecías como los Evangelios nos presentan como "cordero conducido injustamente al matadero, sin ninguna, rebelión o lamentación por su parte". Frente a los actos de violencia El dice incluso: "Al que te hiere en una mejilla, ofrécele la otra" (Lc 6, 29). Pero en el sistema del pensamiento cristiano, el principio de la no violencia no se presenta sólo bajo un aspecto negativo (no oponer violencia a violencia), sino también positivo, y de manera muy superior. En efecto, se puede decir que la más cristiana de las máximas que nos ha inculcado el Redentor con el ejemplo y con un explícito precepto es ésta: "No te dejes vencer del mal, antes vence al mal con el bien" (Rom 12, 21), es decir, con un bien aún mayor (que por contraste resulta ser el amor).

Si, como juristas, vosotros comprendéis que no se puede construir una sociedad fundada sólo sobre el principio negativo de la no violencia, como juristas católicos querríamos confiaros también a vosotros el estudio de los medios para realizar, o por lo menos tender cada vez más concreta y sistemáticamente a poner las condiciones para que se realice el gran ideal humano, propugnado por mi gran predecesor Pablo VI: la civilización universal del amor. Como él decía, este ideal no es en absoluto una utopía, porque la ley del amor está enraizada en el corazón de cada hombre, creado a imagen de Dios, que es amor, y por tanto de todos los hombres.

Vuestra insustituible contribución, una vez que todos los pueblos han reconocido que el fundamento primero y el fin último de la vida humana políticamente asociada es la dignidad de la persona que concierne a todos los hombres, no es sólo la de combatir la monstruosa concepción del derecho como fuerza, en lo cual siempre habéis sobresalido, sino también la de rechazar la concepción formalista, que ve en los ordenamientos jurídicos unos simples reglamentos externos de las libertades individuales, o de los grupos, es decir, una simple garantía de los bienes que cada uno posee. De la misma manera que el hombre no está destinado sólo a vivir con los demás, sino también para los demás, encontrando en ello la más alta perfección de su misma personalidad, cada pueblo no puede pensar exclusivamente en su propio bienestar, sino que también debe contribuir al de los demás pueblos, verificando así la auténtica humanidad de su misma civilización particular. El deber de la solidaridad, y por tanto del amor, no puede ser extraño al derecho, puesto que aquél, al estar inscrito en la misma realidad existencia! del hombre, es el primer precepto del derecho natural, después del amor a Dios.

El concepto del derecho, según la antiquísima institución, debe ser reducido al de justicia, pero no sólo al de la justicia parmenidiana que, distinguiendo lo "mío" de lo "tuyo", separa el "yo" del "tú", sino al de la iustitia maior predicada por Cristo, que es la caridad.

En conclusión: Así como con el solo principio negativo de la no violencia no se puede construir una sociedad, tampoco se puede construir una "sociedad sin derecho y sin Estado", como prometen ciertas utopías contemporáneas. Pero sí se puede construir una sociedad fundada en el amor; sí se puede y se debe tender a una civilización universal del amor. Aquí la violencia estará excluida, por ser contraria al derecho que es caridad: plenitudo legis dilectio (Rom 13, 10).

Invocando sobre los trabajos de vuestra asamblea la abundancia de los favores celestiales, os imparto de corazón la propiciadora bendición apostólica, que extiendo a vuestros familiares y personas queridas.

 



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