DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE IRAK ANTE LA SANTA SEDE*
Jueves 18 de diciembre de 1980
Señor Embajador:
Supone para mí una gran satisfacción poder dar la bienvenida a Vuestra Excelencia como representante diplomático de su noble país. Me consta que sus buenos deseos y su talento contribuirán a fortalecer aún más los lazos de amistad existentes entre la República de Irak y la Santa Sede. Agradezco los saludos que me transmitís de parte de Su Excelencia el Presidente Saddam Hussain y os ruego que le comuniquéis mis sinceros deseos de bienestar para él y para el pueblo iraquí.
La gracia que, en este momento, con más fervor solicito de Dios para vuestro pueblo, y para todos los pueblos de la tierra, es la bendición de la paz. La paz es una bendición fundamental, que abarca todo. Donde falta la paz, falta un elemento básico de la felicidad humana y muchos de los otros elementos decrecen o quedan destruidos. Es una bendición de tal valor que deberíamos estar dispuestos a cualquier tipo de sacrificio en orden a conseguirla y a conservarla. La paz beneficia a todos y confiere honor a quienes la buscan, y todos tenemos el deber de trabajar por ella con dignidad, pero también con constancia y valor.
Espero, por tanto, con ansiedad que las dos partes del conflicto entre Irak e Irán muestren una clara disposición a llegar a una negociación basada en la justicia y en el respeto mutuo. Distinguidos estadistas del campo internacional se están preparando a iniciar tales negociaciones. Confío en que su misión tenga éxito. Pido a Dios que les conceda fortaleza y sabiduría, y que prepare los corazones de todos los implicados en el conflicto para aceptar esa gran bendición que es la paz. Que la gente de estos dos países, tan queridos para mí, actúen de acuerdo con las palabras "Construye la paz entre los hermanos, y teme a Dios para que se te muestre misericordia", y que gocen de la gracia y del favor del Omnisciente Señor de la humanidad.
Los católicos de vuestro país están preparados en todos los aspectos para actuar plenamente como ciudadanos, pues no hay contradicción alguna entre ser cristiano y ser un miembro leal a la propia nación, ya se pertenezca a un país árabe o a cualquier otro país. Ellos están deseosos de contribuir, de la mejor forma posible, al progreso material y espiritual, lo mismo en estos tiempos difíciles para Irak, que en circunstancias favorables. Mencionaría también la valiosa tarea, a veces irreemplazable, realizada por religiosos y religiosas no iraquíes en distintas instituciones católicas. Confío en que puedan llevar adelante su obra, dedicada al bien no sólo de sus hermanos cristianos, sino de otros muchos ciudadanos de Irak.
Que toda la gente de Irak goce pronto de la paz y de las bendiciones que de ella se desprenden. Este es el deseo de toda la Iglesia católica que, como dije el año pasado al dirigirme a la Asamblea General de las Naciones Unidas, "en todos los rincones de la tierra proclama un mensaje de paz, ora por la paz y educa para la paz".
Invoco también el favor divino para Su Excelencia y su propia misión, para que sirva con eficacia a la causa de la paz.
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, 1981 n.3, p.8.
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