VIAJE APOSTÓLICO A PARÍS Y LISIEUX
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS JÓVENES REUNIDOS EN EL PARQUE DE LOS PRÍNCIPES
Domingo 1 de junio de 1980
(Durante el encuentro con los jóvenes en la noche del 1 de junio el Santo Padre respondió a las preguntas que estos le plantearon y les dejó, como mensaje para la juventud, este discurso que había preparado de antemano para esta ocasión)
¡Gracias, gracias, queridos jóvenes de Francia, por haber venido esta noche a la vigilia con el Papa! ¡Os agradezco vuestra confianza! ¡Gracias también a cuantos me han escrito! El encuentro con la juventud es siempre un momento importante de mis visitas pastorales. ¡Gracias por lo que habéis preparado esta noche para los ojos y para el corazón! Me ofrecéis ahora vuestro testimonio, profesáis vuestra fe. Y yo, seguidamente, os hablaré de vuestra vida de jóvenes, teniendo presente la intención de vuestras preguntas, y profesaré con vosotros toda la fe de la Iglesia.
Queridos jóvenes de Francia:
1. ¡Gracias infinitas por haber venido en tan gran número, tan alegres, tan confiados, tan unidos entre vosotros! ¡Gracias a los jóvenes de París y de la región parisiense! ¡Gracias a los jóvenes que han venido con entusiasmo desde todos los rincones de Francia! Me hubiera gustado estrechar la mano a cada uno de vosotros, fijarme en vuestra mirada, dedicaros una palabra personal y amistosa. La imposibilidad material de hacerlo no es obstáculo para la profunda comunión de los espíritus y de los corazones. Vuestro intercambio de testimonios es buena prueba de ello. Vuestra asamblea alegra mis ojos y hace palpitar mi corazón. Esta asamblea de juventud es similar a las multitudes de jóvenes que he encontrado a lo largo de mis viajes apostólicos, primero en México, luego en Polonia, en Irlanda, en Estados Unidos y más recientemente en África. Os lo puedo confiar: Dios me ha dado la gracia —como a muchos otros obispos y sacerdotes— de amar con pasión a los jóvenes, ciertamente diversos de un país a otro, pero muy parecidos en sus entusiasmos y en sus decepciones, en sus aspiraciones y en su generosidad. Quienes entre vosotros han tenido la posibilidad de establecer contacto y amistad con la juventud de otra provincia, de otro país, de otro continente, comprenden quizá mejor y comparten mi fe en la juventud, porque la juventud es en todas partes, hoy como ayer, portadora de grandes esperanzas para el mundo y para la Iglesia. Jóvenes de Francia, cristianos convencidos, o simpatizantes con el cristianismo: Yo quisiera, en esta velada inolvidable, que emprendiéramos todos una ascensión, una verdadera cordada hacia las cumbres, a la vez difíciles y tonificadoras de la vocación del hombre, del hombre cristiano. Quiero realmente compartir con vosotros, como un amigo con sus amigos, mis propias convicciones de hombre y de servidor de la fe y de la unidad del Pueblo de Dios.
2. Vuestros problemas y vuestros sufrimientos de jóvenes me son conocidos, al menos en una panorámica general: cierta inestabilidad inherente a vuestra edad y aumentada por la aceleración de los cambios de la historia; cierta desconfianza respecto a las verdades adquiridas, exacerbada por las enseñanzas recibidas en la escuela y el clima frecuente de crítica sistemática; la inquietud por el futuro y las dificultades de inserción profesional; la excitación y superabundancia de deseos en una sociedad que hace del placer el objetivo de la vida; la sensación penosa de impotencia para dominar las consecuencias equívocas o nefastas del progreso, las tentaciones de revuelta, de evasión o de abandono. Todo esto, como vosotros bien sabéis, ha llegado hasta la saturación. Yo prefiero elevarme, con vosotros, a las alturas. Estoy persuadido de que queréis salir de ésa atmósfera extenuante y ahondar o volver a descubrir el sentido de una existencia verdaderamente humana, porque está abierta a Dios; en una palabra, el sentido de vuestra vocación de hombre, en Cristo.
3. El ser humano es un ser corporal. Esta afirmación tan sencilla está cargada de consecuencias. Por material que sea, el cuerpo no es un objeto como otro cualquiera. Es, ante todo, alguien; en el sentido de que es una manifestación de la persona, un medio de presencia entre los demás, de comunicación, de expresión extremamente variada. El cuerpo es una palabra, un lenguaje. ¡Qué maravilla y qué riesgo al mismo tiempo! ¡Muchachos y muchachas, tened un gran respeto de vuestro cuerpo y del cuerpo de los demás! ¡Que vuestro cuerpo esté al servicio de vuestro "yo" profundo! ¡Que vuestros gestos, vuestras miradas, sean siempre el reflejo de vuestra alma! ¿Adoración del cuerpo? No; jamás. ¿Desprecio del cuerpo? Tampoco. ¿Dominio sobre el cuerpo? ¡Sí! ¿Transfiguración del cuerpo? ¡Mejor todavía! Ello os lleva frecuentemente a admirar esa maravillosa transparencia del alma en muchos hombres y mujeres durante el cumplimiento cotidiano de sus tareas humanas. Pensad en el estudiante o en el deportista que ponen todas sus energías físicas al servicio de su ideal respectivo. Pensad en el padre o en la madre, cuyo rostro inclinado hacia su hijo, respira tan profundamente el gozo de la paternidad y de la maternidad. Pensad en el músico o en el actor identificados con los autores que interpretan. Ved al trapense o al cartujo, a la carmelita o a la clarisa, radicalmente dedicados a la contemplación y haciendo a Dios transparente.
Yo os deseo verdaderamente que aceptéis el desafío de esta época y seáis, todos y todas, campeones del dominio cristiano de vuestro cuerpo. El deporte bien entendido, que renace hoy más allá del círculo del profesionalismo, es una buena ayuda para ello. Ese dominio resulta determinante para la integración de la sexualidad en vuestra vida de jóvenes y de adultos. Es difícil hablar de sexualidad en la época actual, caracterizada por un enloquecimiento que no deja de tener su explicación, pero que se ve, desgraciadamente, favorecido por una verdadera explotación del instinto sexual. Jóvenes de Francia, la unión de los cuerpos ha sido siempre el lenguaje más fuerte con que dos seres pueden comunicarse entre sí. Y por eso mismo, un lenguaje semejante, que afecta al misterio sagrado del hombre y de la mujer, exige que no se realicen jamás los gestos del amor sin que se aseguren las condiciones de una posesión total y definitiva de la pareja, y que la decisión sea tomada públicamente mediante el matrimonio. ¡Jóvenes de Francia, conservad o volved a tener una sana visión de los valores corporales! ¡Contemplad ante todo a Cristo, Redentor del hombre! El es el Verbo hecho carne, que tantos artistas han expresado con realismo para darnos a entender claramente que tomó todo lo de la naturaleza humana, incluida la sexualidad, pero sublimada con la castidad.
4. El espíritu es el don original que distingue fundamentalmente al hombre del mundo animal y que le da un poder de dominio sobre el universo. No puedo dejar de citar aquí a vuestro incomparable escritor francés Pascal: "El hombre no es más que una caña, lo más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante. No conviene que el universo entero se arme para quebrarla..., pero aun cuando el universo la quebrase, el hombre sería todavía más noble que el que lo mata, porque sabe que muere; y de la ventaja que el universo tiene sobre él, el universo nada sabe. Toda nuestra dignidad consiste, por tanto, en el pensamiento...; esforcémonos, pues, en pensar bien" (Pensamientos, núm. 347).
Hablando así del espíritu, me refiero al espíritu capaz de comprender, de querer, de amar. Por eso, precisamente, el hombre es hombre. ¡Salvaguardad a toda costa en vosotros y en torno a vosotros el campo sagrado del espíritu! Sabéis que en el mundo contemporáneo existen todavía, por desgracia, sistemas totalitarios que paralizan el espíritu, atentan gravemente a la integridad y a la identidad del hombre, reduciéndolo a un estado de objeto, de máquina, privándolo de su fuerza de reacción interior, de sus impulsos de libertad y de amor. Sabéis también que existen sistemas económicos que, aun presumiendo de su formidable expansión industrial, acentúan al mismo tiempo la degradación, la descomposición del hombre. Incluso los mass-media, que deberían contribuir al desarrollo integral de los hombres y a su enriquecimiento recíproco en una fraternidad creciente, no dejan de provocar un desgaste e incluso el embotamiento de la inteligencia y de la imaginación que perjudican la salud del espíritu, de la mente y del corazón, deformando en el hombre la capacidad de discernir lo que es sano de lo que es insano. Sí; ¿para qué valen las reformas sociales y políticas, aunque sean muy generosas, si el espíritu, que es también conciencia, pierde su lucidez y vigor? Prácticamente, en este mundo, tal como es y del que no debéis huir, ¡aprended a reflexionar más y más, a pensar! Los estudios que hacéis deben ser un momento privilegiado de aprendizaje para la vida del espíritu. ¡Desenmascarad los eslogans, los falsos valores, los espejismos, los caminos sin salida! Yo os deseo un espíritu de recogimiento, de interioridad. Cada uno de vosotros y cada una de vosotras, debe favorecer, según sus posibilidades, la primacía del espíritu e incluso contribuir a resaltar lo que tiene valor de eternidad más todavía que de futuro. Viviendo así, creyentes y no creyentes, estáis muy cercanos a Dios. ¡Dios es espíritu!
5. Vosotros valéis también lo que vale vuestro corazón. Toda la historia de la humanidad es la historia de la necesidad de amar y de ser amado. Este fin de siglo —sobre todo en las regiones de evolución social acelerada— hace más difícil el brote de una sana afectividad. Por eso, sin duda, muchos jóvenes y muchas jóvenes buscan el ambiente de pequeños grupos, a fin de huir del anonimato y a veces de la angustia, a fin de encontrar su profunda vocación a las relaciones interpersonales. A juzgar por cierto tipo de publicidad, nuestra época parece incluso que es víctima de lo que pudiera llamarse una droga del corazón.
En este terreno, como en los precedentes, conviene ver claro. Cualquiera que sea el uso que de él hacen los humanos, el corazón —símbolo de la amistad y del amor— tiene también sus normas, su ética. Hacer sitio al corazón en la construcción armónica de vuestra personalidad nada tiene que ver con la sensiblería ni aun con el sentimentalismo. El corazón es la apertura de todo el ser a la existencia de los demás, la capacidad de adivinarlos, de comprenderlos. Una sensibilidad así, auténtica y profunda, hace vulnerable. Por eso, algunos se sienten tentados a deshacerse de ella, encerrándose en sí mismos.
Amar es, por tanto, esencialmente entregarse a los demás. Lejos de ser una inclinación instintiva, el amor es una decisión consciente de la voluntad de ir hacia los otros. Para poder amar en verdad, conviene desprenderse de todas las cosas y, sobre todo, de uno mismo, dar gratuitamente, amar hasta el fin. Esta desposesión de sí mismo —acción de largo respiro— es exhaustiva y exaltante, Es fuente de equilibrio. Es el secreto de la felicidad.
Jóvenes de Francia: ¡Alzad más frecuentemente los ojos hacia Jesucristo! El es el Hombre que más ha amado, del modo más consciente, más voluntario, más gratuito. Meditad el testamento de Cristo: "No hay mayor prueba de amor que el dar la vida por aquellos a quienes se ama". ¡Contemplad al Hombre-Dios, al hombre del corazón traspasado! ¡No tengáis miedo! Jesús no vino a condenar el amor, sino a liberar el amor de sus equívocos y de sus falsificaciones. Fue El quien transformó el corazón de Zaqueo, de la Samaritana, y quien realiza, hoy todavía, por todo el mundo, parecidas conversiones. Me imagino que esta noche Cristo murmura a cada uno y a cada una de entre vosotros: "¡Dame tu corazón!... Yo lo purificaré, yo lo fortaleceré, yo lo orientaré hacia cuantos lo necesitan: tu propia familia, tu comunidad escolar o universitaria, tu ambiente social, los despreciados, los extranjeros que viven sobre el suelo de Francia, los habitantes del mundo entero que no tienen de qué vivir o desarrollarse, los más pequeños de entre los hombres. El amor exige ser compartido".
Jóvenes de Francia: Es más que nunca la hora de trabajar con las manos enlazadas por la civilización del amor, según expresión favorita de mi gran predecesor Pablo VI. ¡Qué obra tan gigantesca! ¡Qué tarea tan entusiasmante!
A propósito del corazón, del amor, tengo todavía que haceros una confidencia. Creo con todas mis fuerzas que muchos de entre vosotros sois capaces de arriesgar el don total, a Cristo y a vuestros hermanos, de todas vuestras potencias de amor. Comprendéis perfectamente que quiero hablaros de la vocación al sacerdocio y a la vida religiosa. Vuestras ciudades y vuestros pueblos de Francia esperan ministros de corazón ardiente que anuncien el Evangelio, celebren la Eucaristía, reconcilien a los pecadores con Dios y con sus hermanos. Esperan también mujeres radicalmente consagradas al servicio de las comunidades cristianas y de sus necesidades humanas y espirituales. Vuestra eventual respuesta a ese llamamiento se sitúa totalmente en el eje de la última pregunta de Jesús a Pedro: "¿Me amas?".
6. He hablado de los valores del cuerpo, del espíritu y del corazón. Pero al mismo tiempo he dejado entrever una dimensión esencial, sin la que el hombre cae prisionero de sí mismo o de los demás: es la apertura hacia Dios. Sí; sin Dios el hombre pierde la clave de sí mismo, pierde la clave de su historia. Porque, desde la creación, lleva en sí la semejanza de Dios. Esa semejanza permanece en él en estado de deseo implícito y de necesidad inconsciente, a pesar del pecado. Y el hombre está destinado a vivir con Dios. También aquí Cristo se revela como nuestro camino. Pero este misterio nos exige quizá una atención mayor.
Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, ha vivido todo lo que constituye el valor de nuestra naturaleza humana, cuerpo, espíritu y corazón, en una relación con los demás plenamente libre, marcada con el sello de la verdad y llena de amor. Toda su vida y en todas sus palabras manifestó esa libertad, esa verdad, ese amor y, especialmente, el don voluntario de su vida por los hombres. Pudo proclamar así el programa de un mundo bienaventurado, sí, bienaventurado, sobre el camino de la pobreza, de la mansedumbre, de la justicia, de la esperanza, de la misericordia, de la pureza, de la paz, de la fidelidad hasta sufrir persecución; y dos mil años más tarde, ese programa sigue inscrito en el centro de nuestra reunión. Pero Cristo no solamente ha dado ejemplo y ha enseñado. También ha liberado efectivamente a hombres y mujeres de lo que tenía prisionero a su cuerpo, a su espíritu y a su corazón. Y desde que murió y resucitó por nosotros, continúa haciéndolo para los hombres y las mujeres de toda condición y de todo país, desde el momento en que le entregan su fe. Es el Salvador del hombre. Es el Redentor del hombre. "Ecce homo" dijo Pilato, sin llegar a comprender el alcance de sus palabras: "he aquí el hombre".
¿Cómo nos atrevemos a decir esto, queridos amigos? La vida terrena de Cristo fue breve, y más breve todavía su actividad pública. Pero su vida es única, su personalidad es única en el mundo. No es para nosotros solamente un hermano, un amigo, un hombre de Dios. Reconocemos en El al Hijo único de Dios, que es una sola cosa con Dios Padre y que el Padre ha dado al mundo. Con el Apóstol Pedro, de quien soy humilde Sucesor, yo profeso: "Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo". Y precisamente porque Cristo comparte a la vez la naturaleza divina y nuestra naturaleza humana, la ofrenda de su vida, en su muerte y en su resurrección, nos alcanza a nosotros, los hombres de hoy, nos salva, nos purifica, nos libera, nos eleva: "El Hijo de Dios está unido en cierto modo a todo hombre". Y aquí quisiera recordar el deseo expresado en mi primera Encíclica: "Que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella" (Redemptor hominis, 13).
Si Cristo libera y eleva nuestra humanidad, es que la introduce en la alianza con Dios, con el Padre, con el Hijo, con el Espíritu Santo. Hemos festejado esta mañana a la Santísima Trinidad. He ahí la verdadera apertura a Dios a la que aspira todo corazón humano, incluso sin saberlo, y que Cristo ofrece al creyente. Se trata de un Dios personal y no solamente del Dios de los filósofos y de los sabios, sino del Dios revelado en la Biblia, Dios de Abraham, Dios de Jesucristo, que constituye el centro de nuestra historia. Ese es el Dios que puede aferrar todos los recursos de vuestro cuerpo, de vuestro espíritu, de vuestro corazón, para hacer que den fruto; en una palabra, que puede aferrar todo vuestro ser para renovarlo en Cristo, desde ahora y más allá de la muerte.
He aquí mi fe, he aquí la fe de la Iglesia desde los orígenes, la única que está fundada sobre el testimonio de los Apóstoles, la única que resiste a los vaivenes, la única que salva al hombre. Estoy seguro de que muchos de vosotros han experimentado ya esto. Que puedan ellos encontrar en mi venida un estímulo para profundizarlo con todos los medios que la Iglesia pone a su disposición.
Otros, seguramente, están más dudosos para adherirse plenamente a esta fe. Muchos declaran que se hallan en período de búsqueda. Otros se consideran incrédulos, o quizá incapaces de creer, o indiferentes a la fe. Otros aún, rechazan a un Dios cuyo rostro les ha sido mal presentado. Otros, por último, apresados en las redes de supuestas filosofías que presentan la religión como cosa de ilusos o alienados, se ven quizá tentados a construir un humanismo sin Dios. A todos ellos yo les deseo que, con un gesto de honradez, dejen al menos sus ventanas abiertas hacia Dios. De otro modo, corren el peligro de pasar al margen del camino del hombre, que es Cristo, de encerrarse en actitudes de revuelta, de violencia, de contentarse con suspiros de impotencia o de resignación. Un mundo sin Dios se construye, tarde o temprano, contra el hombre. Ciertamente, muchas influencias sociales o culturales, muchos acontecimientos personales pueden obstaculizar vuestro camino hacia la fe, o haceros apartar de él. Pero de hecho, si lo queréis, en medio de esas dificultades que yo comprendo, tenéis todavía muchas posibilidades en un país de libertad religiosa como el vuestro, para despejar ese camino y llegar, con la. gracia de Dios, a la fe. ¡Tenéis los medios para ello! ¿Los utilizáis realmente? En nombre de todo el amor que os tengo, no dudo en invitaros: "Abrid de par en par vuestras puertas a Cristo". ¿Qué teméis? Tened confianza en El. Arriesgaos a seguirlo. Eso exige evidentemente que salgáis de vosotros mismos, de vuestros razonamientos, de vuestra "prudencia", de vuestra indiferencia, de vuestra suficiencia, de costumbres no cristianas que habéis quizá adquirido. Sí; esto pide renuncias, una conversión, que primeramente debéis atreveros a desear, pedirla en la oración y comenzar a practicar. Dejad que Cristo sea para vosotros el camino, la verdad y la vida. Dejad que sea vuestra salvación y vuestra felicidad. Dejad que ocupe toda vuestra vida para alcanzar con El todas sus dimensiones, para que todas vuestras relaciones, actividades, sentimientos, pensamientos sean integrados en El o, por decirlo así, sean "cristificados". Yo os deseo que con Cristo reconozcáis a Dios como el principio y fin de vuestra existencia.
He ahí los hombres y las mujeres que necesita el mundo, que necesita Francia. Tenéis personalmente prometida la felicidad en las bienaventuranzas y seréis, con toda humildad y respeto hacia los demás, la levadura de que habla el Evangelio. Construiréis un mundo nuevo; prepararéis un futuro cristiano. Es un camino de cruz, ciertamente, pero es también un camino de alegría porque es un camino de esperanza.
Con toda mi confianza y todo mi afecto, invito a los jóvenes de Francia a levantar la cabeza y caminar juntos por este camino, con la mano en la mano del Señor. "¡Muchacho, levántate! ¡Muchacha, levántate!".
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