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VIAJE APOSTÓLICO A PARÍS Y LISIEUX

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PROFESORES Y ALUMNOS
DEL INSTITUTO CATÓLICO DE PARÍS


Domingo 1 de junio de 1980

 

Señor rector:

1. Agradezco vivamente sus palabras de bienvenida y a todos los que esta mañana me rodean agradezco también desde lo profundo del corazón esta acogida que conmueve mis entrañas. Al mismo tiempo, dirijo mi saludo más cordial tanto a usted como a las altas personalidades que han respondido generosamente a su invitación y que honran esta reunión con su presencia. Saludo igualmente a todos los miembros de la comunidad universitaria, cuyo encuentro en este lugar —heredero de la más prestigiosa tradición universitaria— resulta particularmente grato para mí. En un ambiente tan evocador y cargado de historia, ustedes me permiten —estoy seguro—, monseñor, señoras y señores, recuperar mi espíritu de antiguo profesor y dirigirme en especial a aquellos por quienes el Instituto Católico existe: a sus estudiantes.

2. Queridos amigos: Vuestra situación aquí, en París, invita a reflexionar sobre las razones profundas de vuestra propia presencia en este Instituto. El mundo universitario parisiense, ilustre por tantos motivos, ¿no se destaca quizás por su competencia en todos los órdenes, literarios y científicos? ¿En cuántos centros no podríais encontrar, junto con el saber, el amor a la verdad, fundamento de esa libertad intelectual sin la cual en ninguna parte puede haber ni espíritu universitario ni universidad digna de tal nombre?

Sin embargo, el magnífico desarrollo de la ciencia en la época moderna tiene también sus debilidades, entre las que la menor no es ese apego casi exclusivo a las ciencias de la naturaleza y a sus aplicaciones técnicas. El mismo humanismo, ¿no es verdad que se reduce con demasiada frecuencia a estudiar apasionadamente los grandes testimonios del pasado sin descubrir sus raíces? Incluso las ciencias humanas, descubrimiento capital de nuestro tiempo, llevan también en sí mismas, a pesar de los horizontes que nos abren, los límites inherentes a sus modelos metodológicos y a sus propios presupuestos.

Por otra parte, ¿cuántas personas no van tras la búsqueda de una verdad capaz de unificar su vida? Es una búsqueda entusiasmante, incluso cuando el reclamo de los valores fundamentales inscritos en lo más profundo del ser se encuentra como ahogado por la influencia del ambiente; es una búsqueda a menudo ansiosa: al igual que los atenienses a quienes se dirigía San Pablo, es "a tientas" como muchos buscan ese Dios que nosotros anunciamos. Se trata de una realidad tanto más evidente cuanto que las convulsiones de nuestra época nos revelan con claridad, y de muchas maneras, el fracaso cada vez más patente de todas las formas de eso que se ha podido llamar "humanismo ateo".

3. No creo, pues, engañarme diciendo que los estudiantes piden al Instituto Católico de París, junto a los diversos conocimientos que aquí se les imparte y precisamente a través de ellos, el acceso personal a otro orden de verdad, a una verdad total sobre el hombre, inseparable de la verdad sobre Dios tal como El nos la ha revelado, puesto que esa verdad no puede venir más que del Padre de las luces, del don del Espíritu Santo, del que el Señor nos aseguró que habría de llevarnos a la verdad completa.

Por tanto, aunque vuestro Instituto se haya distinguido también dentro del mundo universitario por los trabajos de hombres eminentes en las diversas ramas del saber, no es la ciencia en cuanto tal la que justifica en principio vuestra pertenencia al Instituto Católico, sino la luz que él contribuye a aportar sobre vuestras razones de vivir. En este campo todo hombre tiene necesidad de certeza. Nosotros, los cristianos, la encontramos en el misterio de Cristo, que es —según sus propias palabras— nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida. El es quien está al inicio de nuestra búsqueda espiritual; él es el espíritu que la anima; él será también su meta. Conocimiento religioso y progreso espiritual van pues, a la par, y de este caminar interior, propio de quien busca a Dios, San Agustín nos dejó una fórmula insuperable: "Fecisti nos ad Te, et inquietum est cor nostrum donec requiescat in Te".

4. No dudo, queridos amigos, queridos estudiantes, de encontrar aquí vuestras convicciones más íntimas, evocando así las razones de vuestra presencia. Me gustaría, sin embargo, subrayar el papel específico e insustituible de vuestro Instituto, y —dirigiéndome a vosotros— estoy pensando también en las Universidades Católicas de Francia, representadas aquí por sus rectores, así como en los Institutos análogos. Su tarea propia es la de iniciaros en la búsqueda intelectual, respondiendo a vuestra sed de certeza y de verdad. Ellos os permiten unificar existencialmente, en vuestro trabajo intelectual, dos tipos de realidades, a las que frecuentemente se ha intentado presentar en oposición como si fueran antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de esa verdad.

Este esbozo demasiado rápido será suficiente para subrayar la importancia que yo doy a toda la enseñanza católica en general, en sus diversos niveles, y en particular al pensamiento universitario católico de hoy. El ambiente católico que vosotros deseáis se sitúa mucho más allá de un simple clima exterior circundante. Implica la voluntad de una formación sobre el mundo desde una perspectiva cristiana; implica un modo particular de captar la realidad y de concebir todos vuestros estudios, tan dispares como ellos sean. Hablo aquí, lo entendéis perfectamente, de una perspectiva que traspasa los límites y los métodos de las ciencias particulares para llegar a la comprensión que debéis tener de vosotros mismos, de vuestro papel en la sociedad, del sentido de vuestra vida.

5. En el conjunto de la comunidad universitaria, los estudios filosóficos y teológicos especializados tienen la primacía. Es normal que ellos sean el corazón del Instituto. También es normal y necesario que estas secciones se distingan por la seriedad de su trabajo, de sus investigaciones y de sus publicaciones. ¡Cuánto me alegro de ver que la enseñanza teológica se dirija igualmente a estudiantes laicos, cada vez más numerosos, ofreciéndoles la posibilidad de una formación cristiana a la altura de su cultura y de sus responsabilidades profesionales! Porque, ¿qué buscáis aquí, queridos amigos, sino la verdad de la fe? Ella es la que inspira el amor a la Iglesia, a la que el Señor la ha confiado; ella es también la que exige, en virtud de su existencia interna, la adhesión convencida y fiel al Magisterio, el único a quien se le ha otorgado la tarea de interpretar la Palabra de Dios escrita y transmitida (cf. Dei Verbum, n. 10), así como la de definir la fe conforme a esa revelación (cf. Lumen gentium, 25). Toda obra teológica está al servicio de la fe. Yo sé que es un servicio particularmente exigente y meritorio cuando se lleva a cabo así: ocupa un lugar central en la Iglesia y de su calidad depende la autenticidad cristiana de los mismos investigadores, de los estudiantes y, por fin, de las futuras generaciones.

¡"Que la fe piense", según la expresión admirable de San Agustín! En París, desde antiguo, estáis viviendo esa efervescencia del pensamiento, que puede ser tan creadora, como la mostró Santo Tomás con brillantez en vuestra antigua Universidad, donde él fue, antes que el modelo de los profesores, el modelo de los estudiantes. Hoy, como entonces, hay que construir sobre el fundamento firme de la fidelidad; hay que hacerlo con vigor renovado, pero tomando siempre como base el Evangelio, inagotable en su eterna novedad, y la doctrina claramente formulada por la Iglesia.

6. Este es el compromiso pastoral del Instituto Católico. Pienso, en primer lugar, en los laicos que se aprovechan de su enseñanza. Me alegro de veros tan numerosos y de nacionalidades tan diversas. Entre vosotros vuelvo a encontrar un poco del África, que ahora me es todavía más querida; de América Latina, tan fuertemente representada aquí, hacia la cual me dirigiré bien pronto. No puedo enumerar todos vuestros países, pero a todos os doy mi saludo afectuoso. Queridos amigos, deseo que vuestros estudios en el Instituto Católico os permitan formaros una conciencia profundamente cristiana y eclesial.

Me alegro también de saber que la vida de oración florece entre vosotros. ¿No es ella como el brote espontáneo del conocimiento del Señor? Que, con su gracia, pueda ir robusteciéndose cada vez más. Vosotros sin embargo, no podréis progresar si no os planteáis un día, en su más amplio sentido, la siguiente cuestión: "¿Cómo vivir yo para Cristo?". Es una interrogación inseparable de la toma de conciencia personal sobre las exigencias de una vida auténticamente cristiana. Una interrogación tal madura lentamente y sólo paso a paso desarrolla su fuerza vital. Pero ella contribuye de manera decisiva a orientar vuestra vida familiar y profesional de acuerdo con vuestras convicciones cristianas, que ratifica vuestra presencia aquí. En este momento de transcendental importancia, en el que orientáis interiormente vuestra vida, yo ruego por todos vosotros, por todos y todas que me escucháis, para que sepáis acoger esa interrogación cuando ella se haga más urgente e inmediata: "¿Qué debo hacer yo para el Señor?" ¡Que El mismo pueda inspiraros la respuesta!

Con esto he abordado ya el tema de vuestras responsabilidades. Siendo los primeros beneficiarios de la formación que recibís, no podéis ignorar cuál es el compromiso que con ella adquirís. Monseñor d'Hulst, fundador del Instituto Católico hace ya más de un siglo, decía que había sido establecido "para depositar un fermento cristiano en el mundo que piensa". Esto comporta para vosotros ciertas obligaciones en el presente y en el futuro, en vuestros propios países e incluso más allá de vuestras fronteras.

7. Acabo de hacer una alusión a la llamada del Señor. Ahora me dirijo a los sacerdotes, a los seminaristas, a los religiosos y religiosas que continúan aquí su formación. Sabed que ocupáis un lugar importante en mi corazón y en mi oración. Preparaos con entusiasmo a la tarea evangelizadora que os espera. En Francia, la Iglesia ha sido durante largo tiempo una Iglesia misionera, anticipando con ello las orientaciones del Concilio Vaticano II. Sin remontarnos demasiado al pasado, esta actividad misionera explica suficientemente la gloria del último siglo, un siglo espléndido, en el que el dinamismo de la fe, lejos de dejarse abatir por la amplitud de la tarea, florece en un multitud de familias cristianas, de vocaciones sacerdotales y religiosas, de instituciones de toda índole que han sabido traspasar largamente las fronteras del país. Durante los días que he vivido entre las Iglesias tan pujantes del África, he sido testigo asombrado de las cosechas que se presentan, fruto del trabajo oscuro y perseverante al que tantos misioneros han consagrado su vida. El Instituto Católico fue fundado en esta época. De acuerdo con su propia vocación, ha tomado parte en ese trabajo. ¡Hoy más que nunca la mies es abundante! Os estáis preparando aquí para entrar en el campo del Dueño de la mies. Entraréis mañana, bien en Francia o bien en vuestros países respectivos. Sabéis cuánto cuenta la Iglesia con vosotros.

8. He dicho al principio que me dirigía especialmente a los estudiantes. Ahora, sin embargo, quiero dirigir también una palabra a todos los que aquí se entregan a su servicio, porque han comprendido la importancia de esta tarea eclesial y a ella han consagrado a menudo la mayor parte de su vida. Expreso con gozo una viva gratitud, en primer lugar, a todo el cuerpo de profesores, particularmente numeroso y competente para hacer frente a las múltiples especializaciones; lo mismo digo a los miembros administrativos y a todos los que hacen posible el funcionamiento y la vida de este Instituto Católico.

9. Señoras y señores, queridos amigos, estudiantes: Como conclusión de esta visita tan breve yo os pido que seáis fieles a la herencia recibida. Continuad siendo sensibles a las llamadas que os llegan. No os dejéis ahogar por el peso de la secularización, desechad el fermento de la duda, la sospecha de las ciencias humanas, el materialismo práctico que nos rodea... En este lugar penetrado de historia, yo os invito a compartir mi esperanza y os doy mi voto de confianza. Los discípulos de Santa Teresa y de San Juan ele la Cruz os han dejado aquí el recuerdo y el ejemplo de una vida totalmente consagrada a la contemplación de la única Verdad. Aquí, sacerdotes venidos de tierras bien diversas, entre los que podrían contarse a muchos de vuestros predecesores en la universidad de entonces, os han dado el testimonio de una fidelidad total. Aquí se ha abierto una nueva etapa, hace más de un siglo, con la fundación de Instituto Católico.

Que el Espíritu Santo, el Espíritu de Pentecostés, os ayude a clarificar lo que es equívoco, a caldear lo que es tibio, a esclarecer lo que es oscuro, a ser ante el mundo testigos auténticos y generosos del amor de Cristo, porque "nada puede vivir sin amor".

Os deseo con todo ardor éxito en vuestra enseñanza, en vuestros estudios, en vuestro futuro. Pido al Señor de todo corazón que os conceda su luz y su bendición.



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