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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA IX SESIÓN DEL CONSEJO GENERAL DE LA
PONTIFICIA COMISIÓN PARA AMÉRICA LATINA

28 de noviembre de 1980

 

Señor Cardenal Presidente,
Señores Cardenales, Arzobispos y Obispos,
Amadísimos hermanos y hermanas,

Me alegro mucho de poder tener este encuentro con vosotros, en el marco de la Novena Sesión del Consejo General de la Pontificia Comisión para América Latina, que os ve reunidos en Roma.

A la gran satisfacción que me proporciona la presencia de tantas y tan escogidas personas, unidas por un mismo espíritu de servicio a la Iglesia, se suma en mis adentros la firme convicción de que os halláis también “concordes en el mismo pensar y sentir” respecto al cometido y a los métodos de actuación en la específica tarea eclesial que os ha sido confiada.

Quiero ante todo rendir, en unión con vosotros, público homenaje a mi inolvidable predecesor, el Papa Pablo VI: su visión y su talante apostólicos supieron dar vida e impulso a este Consejo, con el fin de poner más de relieve el interés de la catolicidad por el Continente Latinoamericano; no menos sus enseñanzas y directrices, en todo momento imbuidas de un manifiesto y constante propósito evangelizador, han sido hitos particularmente orientadores en precedentes sesiones de este mismo Consejo General. Vayan pues a él nuestra admiración, nuestro recuerdo y nuestro agradecimiento.

Siguiendo la pauta de esa dimensión evangelizadora marcada por Pablo VI, han sido la experiencia adquirida por las diversas Comisiones institucionales y la propia intuición pastoral de la Jerarquía ante las situaciones cambiantes de la sociedad las que han ido sugiriendo los temas de reflexión y planificación para estas reuniones periódicas del Consejo.

Una somera referencia de algunas de las cuestiones abordadas - tales como la distribución del personal apostólico, la asistencia a estudiantes y sacerdotes en el extranjero, la sustentación del clero, etcétera - ponen de manifiesto una sensibilidad peculiar, solícita y adecuada a las necesidades, a veces tan amplias como acuciantes, que se imponen de manera más acusada en el desarrollo de la vida de la Iglesia.

Os ponéis ahora a dar un paso adelante prestando atención a las fuerzas vivas del apostolado, entre ellas a los laicos voluntarios enviados a América Latina. Para ello, habéis querido echar una mirada retrospectiva a la labor realizada en estos años: una mirada, sin duda indispensable, para descubrir posibles carencias o deficiencias involuntarias en la aplicación de las resoluciones tomadas; pero no menos básica a la hora de comprobar los buenos resultados obtenidos y definir nuevos objetivos a conseguir. Es esta serena actitud de ánimo, presente en el curso de la sesión actual, la que me impulsa a deciros con San Pablo: “Cualquiera que sea el punto al que hemos llegado, sigamos en la misma línea”.

A este respecto me es grato poner de relieve un aspecto que considero primordial y que ciertamente sentís vibrar en vuestro interior como deber ineludible: hacer efectiva la comunión de las Iglesias y sus instituciones, de las que sois dignos y cualificados representantes. Vuestro Organismo cuenta afortunadamente con numerosos especialistas y técnicos, conocedores directos de las exigencias pastorales. Pero esta condición de expertos no puede ofuscar mínimamente - al contrario, ha de constituir el auténtico testimonio de conjunto -, lo que ha sido el núcleo y el alma de vuestras actividades: buscar la verdadera “concordia” entre las Iglesias particulares, es decir, un corazón común, una disposición que sobrepasa el mero sentimiento para convertirse en presencia mutua y servicio recíproco.

De esto os está reconocido el Papa y la Iglesia entera. Gracias a esa presencia intereclesial, gracias también a vuestro esfuerzo y colaboración con la Iglesia en América Latina ésta presenta hoy un rostro rejuvenecido: el rostro de la esperanza cristiana que se mira y se refleja nítidamente en el espejo de una humanidad hecha solidaridad eclesial por la misma comunión en Cristo.

Sean estas mis palabras un testimonio de gratitud a las Conferencias episcopales, a los Institutos religiosos, a los organismos y personas que con espíritu de genuina “concordia” dan su contribución o, más aún, se desviven -como levadura dentro de la masa- por el bien de la Iglesia.

Con mi más cordial Bendición Apostólica.

 



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