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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE OBISPOS DE BIRMANIA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


Viernes 10 de octubre de 1980

 

Queridos hermanos en el Episcopado:

Como Sucesor de Pedro en la Sede de Roma es un gran gozo para mí acoger a mis hermanos obispos de Birmania, y abrazaros en el amor de Jesús, Verbo de Dios eterno y encarnado.

1. A esta visita ad Limina venís como Ordinarios de cuatro Iglesias locales: Mandalay, Myitkyina, Bassein y Kengtung. Venís también en representación de todos los obispos de Birmania que están al servicio del pueblo católico de vuestro país. Os saludo con gran respeto y amistad, con estima y amor profundos. Os saludo como a colaboradores en el Evangelio, como a obispos de la Iglesia de Dios unidos a mí y a todos los miembros del Colegio Episcopal con vínculos de fe y caridad, y llamados a desempeñar juntos, según el papel de cada uno, la responsabilidad de la Iglesia universal.

2. Os saludo como a herederos espirituales de misioneros auténticos y generosos que trabajaron paciente y perseverantemente para que él Evangelio se encarnara en la cultura de vuestro pueblo y transformara sus vidas con su originalidad ennoblecedora. En vosotros refrenda la Iglesia la obra de los misioneros, rinde homenaje a sus sacrificios y perpetúa su memoria. Os saludo como a líderes espirituales de los fieles, muchos de los cuales han manifestado la fe católica y la han vivido hasta el heroísmo, dándonos así espléndido testimonio de Jesucristo y de su Evangelio.

3. Esta es ciertamente una hora de acción de gracias. Juntos damos gracias a la Santísima Trinidad por las bendiciones derramadas sobre vuestro pueblo, por las gracias que han interpelado sus vidas. Por Jesucristo damos gracias de que la Palabra de Dios se haya enraizado en el corazón de vuestros antepasados y producido frutos de justicia y santidad, generación tras generación. Damos gracias por el gran don de la perseverancia que ha caracterizado la vida de tantos individuos y comunidades.

Alabamos el poder del misterio pascual, el único que asegura la fidelidad a Cristo en su Iglesia, y ha sido y sigue siendo realidad indiscutible en vuestra experiencia cristiana. No obstante las dificultades de vario género, no obstante los obstáculos nacidos de fuentes diferentes, no obstante las exigencias inmutables del Evangelio —ante el que la Naturaleza humana se echa atrás en todos los tiempos—, la gracia de Cristo ha conquistado repetidamente el corazón humano y ha sostenido los esfuerzos de muchísimos fieles que se esfuerzan celosamente por abrazar a Cristo y seguir sus huellas.

Por obra del Espíritu Santo, la muerte y resurrección de Cristo ha hecho progresos entre vuestro pueblo: la juventud ha respondido a la vocación al sacerdocio y a la vida religiosa; muchos laicos han comprendido su dignidad cristiana y han asumido su misión con entusiasmo; los catequistas han ayudado a hacer de la Iglesia una comunidad evangelizada y evangelizadora. Todo ello se debe, venerables hermanos, a la gracia de Cristo, a quien ha de reconocerse y proclamarse en cada época como a Redentor del hombre y Salvador del mundo.

4. Nuestro encuentro es asimismo un momento de renovación. Junto a las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo se nos interpela a renovar nuestra dedicación al Evangelio y a su proclamación integral y fiel. Se nos llama a acoger de nuevo en nuestra vida la Palabra de Dios con todas sus demandas, y a proponerla con confianza y coherencia a nuestro pueblo en nombre de Aquel que fue conocido como "signo de contradicción" (Lc 2, 34) y que dijo: "¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida!" (Mt 7, 14).

También es momento de renovar la entrega a la tarea pastoral que ejercemos en nombre del Buen Pastor. Como obispos, estamos llamados a hacer visible y atrayente el amor generoso, sacrificado y compasivo de Jesús a su pueblo. Sólo en la intimidad con Jesús llegaremos a obtener fuerza interior para perseverar en la preocupación auténtica por todos nuestros hermanos y hermanas. Sólo a través de la santidad de vida llegaremos a ser ministros y representantes cualificados de Cristo amor.

5. Es ésta una hora de agradecimiento y renovación y es también ¡una hora de esperanza!

Porque el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestro corazón y porque el destino final de la Iglesia está en manos de Jesús, nos sostiene una gran esperanza. Nuestra esperanza se cifra en que cada comunidad de fieles de Birmania, congregada en el poder de la Palabra de Dios y fortalecida con los sacramentos de Cristo, cumpla su misión evangelizadora con eficiencia creciente y sea útil a la causa del progreso humano. Resumiendo, que todos los fieles se relacionen con el prójimo como lo hizo Jesús con el suyo, como desea Jesús que lo hagamos nosotros. Queridos hermanos: Las palabras de San Pablo nos confirman en nuestra esperanza de hoy: "Por esto pensamos y combatimos, porque esperamos en Dios vivo" (1 Tim 4, 10).

De este don de esperanza infundido en vuestros corazones, brote en cada uno de vosotros y en vuestros hermanos obispos que están en vuestro país, una nueva confianza en Cristo, una nueva seguridad en vuestro ministerio pastoral; confianza y seguridad que son ajenas a toda forma de complacencia humana y derivan, por el contrario, de la confianza en Cristo y en su palabra, y se apoyan en la promesa de Jesús que dice: "Yo estaré con vosotros siempre" (Mt 28, 20).

6. En este espíritu de acción de gracias y renovación, con esta esperanza y esta confianza renovadas, os ruego transmitáis mi saludo a todos los queridos fieles de Birmania. Al clero, a los religiosos y religiosas, a los seminaristas y catequistas, y a cuantos militan en las filas del laicado católico, envío mi bendición apostólica, con la promesa de mi oración, especialmente por los enfermos y los que sufren, y por quienes padecen soledad y dolor. Y a todos los hermanos no cristianos, particularmente a los miembros de las comunidades budistas con quienes estáis llamados a vivir y trabajar juntos, así como a las autoridades del Estado, presento un saludo cordial y respetuoso.

Y a vosotros, mis queridos hermanos en el Episcopado: "La gracia, la misericordia, la paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, nuestro Señor" (1 Tim 1, 2).

 



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