DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS JÓVENES DE SIENA Y TOSCANA
Domingo 14 de septiembre de 1980
Queridísimos jóvenes de Siena y de Toscana:
Estoy contento de encontrarme con vosotros en esta magnífica plaza y bajo la espléndida luz que nos viene de la figura y de la enseñanza de la virgen de Siena, Catalina Benincasa, con ocasión del VI centenario de su piadosísimo tránsito.
Os saludo con toda la efusión de mi corazón de Padre y de Pastor, y os doy las más expresivas gracias por la participación en este encuentro, por el entusiasmo sincero y por el consuelo que me dais al veros tan llenos de vida, de exuberancia y de alegría.
1. Sí, de alegría. Es precisamente esta manifestación de vuestro espíritu, la que sintetiza y corona todas las otras, la que atrae mi atención e inspira esta breve, pero cordial exhortación en nuestro gozoso encuentro de corazones. Efectivamente, la alegría cristiana fue el signo distintivo de vuestra gran conciudadana, que, aun en medio de innumerables tribulaciones y contrariedades, supo vivirla con tal profundidad que volcaba su dulzura en cada uno de sus coloquios y en cada uno de sus escritos. Dicta en una carta: "Alegraos y exultad y permaneced en el santo y dulce amor de Dios. Gozaos en las dulces fatigas" (cf. Carta 219). Y en otra: "Vestíos de Cristo crucificado, e inebriaos con su Sangre: en ella encontraréis alegría y paz completa" (cf. Carta 187). Escribía a Daniela de Orvieto: "Todo tiempo es para el alma tiempo de amor y todo lugar es para ella lugar de amor: si se trata del tiempo de la penitencia, para ella este es el tiempo de la alegría y del consuelo, y si por necesidad o por obediencia la debe dejar, se alegra igualmente" (cf. Carta 213).
A tal altura se eleva la alegría cristiana cuando se emprende un decidido camino de fe. También vosotros, jóvenes de Siena, herederos de una tan luminosa tradición religiosa, estáis llamados a descubrir, o a descubrir de nuevo, esta alegría, es decir, esta buena nueva que trajo a la tierra el "dulce Jesús", como lo llamaba la Santa. Lo mismo si os ponéis en contacto con la naturaleza, como si os encontráis con los demás, tened siempre conciencia de esta realidad profunda, que se pone como signo distintivo del cristiano. Pero sobre todo en vuestros encuentros con Dios —el Dios viviente de Abraham, de Isaac y de Jacob, no el Dios de los filósofos— expresadle el Alleluia de la alegría pascual, el canto de los redimidos, de la Nueva Alianza, de los "hermanos que viven unidos" (cf. Sal 132, 1).
2. Jóvenes de Siena y de la Toscana, os digo: sabed unir vuestros esfuerzos para asegurar esta alegría para vosotros mismos y para cuantos encontréis en el sendero de vuestra jornada, en la familia, en la escuela, en el trabajo, en el juego: hay jóvenes, como vosotros, que no la han encontrado aún, hay hombres y mujeres tan atareados que no encuentran ni el tiempo ni el ánimo para buscarla, hay enfermos en los hospitales y ancianos en los asilos, que sufren el abandono y la soledad: todos estos hermanos y hermanas esperan una sonrisa vuestra, una palabra, una ayuda, vuestra amistad y que les estrechéis la mano. No neguéis a ninguno la alegría que viene de estos gestos: así les llevaréis alivio y a la vez obtendréis beneficio, porque, como dice la Sagrada Escritura: "Mejor es dar que recibir" (Act 20, 35).
3. De este modo de ser y de actuar se derivará también para vosotros ese sentido de optimismo y de confianza que sin haceros desconocer los aspectos negativos que afligen a nuestra sociedad, os hará rechazar todos esos excesos disgregadores y estériles que no permiten ver los aspectos positivos y bellos de las personas y de los acontecimientos. Ciertamente es tarea de la sana sicología educar para esta visión serena, pero también es fruto del Espíritu, que tanto animó a Santa Catalina en su fuerte y dulce acción religiosa y social para la liberación de su tiempo no menos turbado que el nuestro. Invoquemos a ese mismo Espíritu, cuyo fruto es "amor, alegría, paz..." (cf. Gál 5, 22), para que, como dio a Catalina la alegría da vivir cada día su particular vocación de mediadora y conciliadora entre los poderosos de entonces, y de consoladora de los pobres y de los afligidos, también os conceda a vosotros la misma vocación de constructores de paz portadores de la alegre nueva al mundo de hoy, que os mira con confianza, porque sois sinceros, leales y valientes.
Queridos jóvenes, acoged esta consigna que hoy pongo en vuestras manos y traducidla en la práctica con todo el entusiasmo de que sois capaces. Sólo así conseguiréis disipar los temores y las incertidumbres que gravitan sobre el porvenir, y seréis los heraldos y los portadores de una nueva civilización, de la nueva alianza entre Dios y los hombres.
Para esto os sirva de ayuda y de consuelo mi especial bendición apostólica que ahora, por intercesión de Santa Catalina, imparto de corazón a todos vosotros y a vuestros amigos.
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