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VISITA PASTORAL A SIENA

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE TOSCANA


Domingo 14 de septiembre de 1980

 

Señor cardenal,
venerados, queridísimos hermanos del Episcopado toscano:

Estoy profundamente contento de encontrarme con vosotros hoy, con ocasión de esta visita a Siena, que realizo para venerar de modo especial a Santa Catalina. Si los encuentros de esta jornada tienen todos una gran importancia para mí, el vuestro reviste evidentemente un significado particular. Se trata del encuentro del Papa, tan amado por Catalina como "el dulce Cristo en la tierra", con los obispos, tan venerados por ella: efectivamente, dice que también ellos, como al "glorioso Apóstol Pedro", dejó Dios "la llave de la Sangre de su unigénito Hijo, llave que abrió la vida eterna" (cf. Diálogo. CXV, cd. Cavallini, Roma 1968, pág. 277). En el recuerdo más intenso de esa figura gigantesca, de esa mujer, cuyo nombre es célebre en Italia y en todo el mundo, nosotros, obispos —más aún, diré, vosotros obispos de la Toscana que ha dado a la Iglesia una Santa tan grande— debemos sacar de él inspiración para un compromiso, para una entrega, una inmolación cada vez más auténtica por la Iglesia misma, por las almas que nos han sido confiadas como el tesoro más precioso, porque cuestan la Sangre de Cristo.

1. Catalina nos habla precisamente de este amor a la Iglesia. Nosotros estamos al servicio de la Iglesia, nuestra vida está toda dedicada a la Iglesia. Escribiendo al Papa Urbano VI, a quien refería una visión sobrenatural, la Santa repetía las palabras que había oído, con relación a la Iglesia, Esposa de Cristo: "Tú la ves bien vacía de quienes busquen su médula, esto es, el fruto de la sangre... Puesto que el fruto de la sangre es de aquellos que pagan el precio del amor; pues ella se funda en amor, y es el amor. Y por amor quiero (decía Dios eterno) que cada uno le dé, conforme yo doy a mis siervos para que administren de diversos modos, tal como han recibido. Pero yo sufro porque no encuentro quien sirva" (Carta 371). Y toda la vida de Catalina, que pasó como un meteoro de fuego iluminando y abrasando con su fuego a la Iglesia y a la sociedad civil, se gastó por esta "Esposa", para que fuese realmente como Cristo la ha querido y amado, "gloriosa, sin mancha .o arruga, o cosa semejante, sino santa e intachable" (Ef 5, 27). A su confesor, el Beato Raimundo de Capua, le escribía después de la rebelión de los romanos contra el Papa: "Estad seguros de que si yo muero, muero de pasión por la Iglesia" (cf. I. Taurisano: Santa Caterina da Siena, pág. 410).

Esta pasión por la Iglesia debe ser también la nuestra. Con la palabra, con el ejemplo, con la oración, con el sacrificio. Somos enviados por Cristo como sus representantes ante los hombres. "La caridad de Cristo nos constriñe, persuadidos como estamos de que si uno murió por todos... Dios por Cristo nos ha reconciliado consigo y nos ha confiado el misterio de la reconciliación. Porque, a la verdad, Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo y no imputándole sus delitos, y puso en nuestras manos la palabra de reconciliación. Somos. pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros" (2 Cor 5, 14. 18 ss.).

2. Es preciso estar profundamente, totalmente inmersos en Dios para poder penetrar y comprender la elocuencia plena de estas palabras, como Catalina estuvo inmersa en El y en el modelo Jesús. Es necesario estar inmersos en Dios y en Cristo, venerados y queridos hermanos, para que nuestra misión se convierta en vida y verdad vivificante para los otros, tal como lo fue en ella y por ella.

Y es necesario estar, como ella, enamorados de Cristo, con el amor de la mayor confianza y holocausto, a fin de que la reconciliación del hombre y del mundo con Dios revista para los contemporáneos y para cuantos vendrán después, el significado del signo expresivo y de la realidad convincente.

Cuando hoy, después de seis siglos de la muerte de esa figura única en la historia de la Iglesia y de Italia, nos reunimos en la Siena medieval, sentimos cuánta necesidad tiene el mundo actual de esa reconciliación con Dios, que se realizó, una vez para siempre, en Cristo. Sentimos también lo necesaria que es para nosotros: Iglesia; para nosotros: obispos —juntamente con nuestros sacerdotes, las religiosas y los hermanos de vida consagrada, más aún, con todos los laicos cristianos— la misma fe y la fuerza, derivada de ella, de esa "palabra de la reconciliación" que nos ha sido confiada para el bien de la humanidad y del mundo.

3. Ella: Santa Catalina de Siena conoció esta "palabra de la reconciliación". Ella sabía pronunciarla con fuerza y eficacia ante los hombres, pequeños y grandes; ante la sociedad de la Italia de entonces; ante los Pastores de la Iglesia; ante el Papa y los Príncipes.

Ella conocía esta "palabra de la reconciliación". La llevaba dentro de sí tan profundamente como inmersa estuvo en Dios mediante el amor de Cristo y la absoluta sumisión al Espíritu Santo prometido a los Apóstoles, y que El no deja que falte a nadie en la Iglesia; basta saber abrir el corazón, abrir toda nuestra capacidad y gritar: ¡Ven! ¡Ven! i Ven! ¡Llena!

La inmersión en Dios, de la que encontramos el ejemplo culminante en Santa Catalina, significa dejar plena libertad a la acción de Dios en el alma, a la acción de Dios en el hombre y, mediante el hombre, en el mundo.

Entonces los misterios divinos —que Santa Catalina sacó de su fuente misma— no se reducen para nosotros a la sombra de problemas lejanos, sino que se convierten en una Realidad, la Realidad superior y fundamental que abraza en sí toda la realidad creada y humana y les da el propio significado. Dios, que ha reconciliado consigo al mundo en Cristo, y realiza continuamente en El la obra de la reconciliación, actúa mediante los hombres sencillos, pobres de espíritu, mansos y humildes de corazón. Así fue Santa Catalina de Siena, de acuerdo con el espíritu de las bienaventuranzas del sermón de la montaña. Echando una mirada a su vida breve —¡33 años!— debemos advertir que a aquellos que se ofrecen a sí mismos a Dios en Cristo y, con su ofrenda propia, ofrecen todo el mundo, la humanidad y la Iglesia, Dios les responde con una confianza especial, y les confía la Iglesia, la humanidad y el mundo, y les da la gracia necesaria para no defraudar esta confianza de Dios.

Santa Catalina ciertamente no defraudó la confianza de Dios. No defraudó la confianza de su Esposo hacia la Iglesia, la humanidad y el mundo. Así nosotros, obispos de la Iglesia de Dios, no debemos defraudar la confianza de Dios. Debemos responder. Debemos ser intermediarios de su gracia. Tal como lo fue Catalina, modesta virgen, hija de hombres sencillos, sin instrucción particular, que, confiándose totalmente a Dios, se convirtió en instrumento incomparable de su gracia, de su perdón, de su reconciliación. Como ella, "embajadores de Cristo". De este modo nuestras almas permanecen en sintonía con esta amada Santa, cuyo sexto centenario de su muerte nos ha reunido aquí.

4. La reconciliación con Dios en Jesucristo abraza y penetra diversos tiempos, días, meses y años, épocas y generaciones. ¿Cómo fue el tiempo de la Iglesia y del mundo, ante el cual le fue dado a Santa Catalina de Siena pronunciar esta "palabra de la reconciliación", que Dios le confió de modo particular?

Ciertamente no es necesario que yo os recuerde las vicisitudes, a veces tempestuosas, los dramas, los peligros de la época histórica, en la que vivió Santa Catalina; la misión que ella desarrolló en favor de la unidad de la Iglesia, antes del retorno a Roma del Papa Gregorio XI, luego al llamar a reunirse en torno a su sucesor, Urbano VI, a todas las fuerzas de la Iglesia contra el antipapa Clemente VII; la obra de pacificación que desarrolló en las ciudades italianas, baste citar por todas a Florencia y a Roma; el apostolado que llevó a cabo despertando las conciencias adormecidas y turbadas, llamando al sentido de Dios, al primado de la vida interior, a la pureza de las costumbres morales. Todo esto en el nombre del amor; todo esto, en la Sangre de Cristo, que riega el jardín de la Iglesia y es fuente de la santidad personal del clero, como de su función ministerial, y además de la incorruptibilidad e integridad de las familias y de la vida laical.

5. Santa Catalina nos recuerda hoy a nosotros, los obispos, en las dificultades del ministerio actual, que, si queremos que nuestros esfuerzos sean fecundos en Cristo, debemos partir de la misma raíz de la que ella vivió y por la que se entregó: el amor a Cristo. Cuánta actualidad conservan las palabras que escribió al cardenal de Ostia, Pietro d'Estaing: "Vos, pues, como verdadero hijo y siervo comprado con la sangre de Cristo crucificado, quiero que sigáis sus huellas, con un corazón viril y con solicitud resuelta; no cansándoos jamás ni por pena ni por deleite: sino perseverad hasta el fin en esta y en toda obra que emprendáis por Cristo crucificado. Ocupaos en extirpar las iniquidades y las miserias del mundo, las muchas faltas que se cometen; las cuales redundan en vituperio del nombre de Dios" (Carta 7).

Con esta fuerza, con esta convicción, nosotros, obispos, debemos luchar para hacer triunfar la misericordia de Dios, para anunciar que Dios "amó tanto al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3, 16). De aquí toma origen ese amor a la Sangre de Cristo, que impulso a Catalina a gastarse por la Iglesia hasta inmolarse como una llama, hasta el último rayo. De aquí, también para nosotros, el compromiso a no dejar de intentar nada para que el amor de Cristo tenga el primado supremo en la Iglesia y en la sociedad.

Me es grato, aquí, reconocer cuanto estáis haciendo por vuestras diócesis, para que la vida cristiana en las familias, en la juventud, en la floración de las vocaciones, en las formas de la convivencia civil, pueda manifestarse plena y firmemente. Y en particular, doy mi aplauso al cardenal Giovanni Benelli, arzobispo de Florencia, por su claro compromiso, por su celo pastoral, en sostener los esfuerzos para la defensa de la vida humana.

Conozco bien, queridos hermanos, las dificultades que lleva consigo vuestra misión de reconciliar a los hombres con Dios en el ambiente de hoy, insidiado por el secularismo, dominado por las ideologías, corroído por el consumismo y por el hedonismo.

Por lo tanto, estoy contento de vuestra entrega generosa al ministerio apostólico, recordando la exhortación de San Pablo: "Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo..." (2 Tim 4, 2). Continuad sin desanimaros, con la fortaleza invicta de Santa Catalina, en vuestro esfuerzo incansable de proclamar la necesidad de un sincero retorno a la fe y a la práctica de las virtudes cristianas, para que vuelva a surgir en todas sus cualidades humanas y en todos sus dones sobrenaturales el alma genuina de vuestras poblaciones.

Os sostenga el Espíritu del Señor, os sirva de consuelo la oración y el estímulo del Vicario de Cristo.

La Iglesia de nuestro tiempo cree con la misma certeza de la fe, que Dios ha reconciliado al mundo consigo en Cristo una vez para siempre; y, al mismo tiempo, trata de pronunciar la "palabra de reconciliación", que Dios le confía para el mundo actual, y le manda pronunciar a medida de los signos de nuestro tiempo, y en plena unión con el eterno mensaje de la salvación. Este mensaje ensancha inmensamente el corazón de la Iglesia, igual que ensanchó el corazón de Catalina para esperar incluso contra toda esperanza, para trabajar más allá del límite de las posibilidades humanas, para inmolarse hasta el fin por la Iglesia, por el triunfo del amor de Cristo, por el retorno de los hijos al Padre de todo consuelo. Efectivamente, en el corazón de la Iglesia persevera la imagen del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge con los brazos abiertos cuando vuelve a la casa paterna.

La Iglesia de nuestra época, que en el Concilio Vaticano II se ha definido a sí misma como el sacramento de la salvación y el signo de la unión con Dios de lodo el género humano, ha tratado también de pronunciar, en el mismo Concilio, de modo particularmente amplio y abundante esa "palabra de la reconciliación" que le ha confiado Dios. Que Catalina de Siena, Patrona de Italia, con su amor a Cristo y a la Iglesia, la haga resonar con inmutable potencia, hoy y en el porvenir, y dé protección, valentía, esperanza y fuerza a nuestro ministerio de "Embajadores de Cristo".

Prenda de estos fervientes deseos es mi bendición apostólica.

 



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