DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS REPRESENTANTES DE LAS CONFERENCIAS EPISCOPALES
EUROPEAS REUNIDOS EN LA BASÍLICA ALTA DE SUBIACO
Domingo 20 de septiembre de 1980
Venerados y queridísimos hermanos:
1. El gran jubileo de San Benito, nos ha hecho venir hoy a todos a Subiaco. Ya habéis tenido ocasión de presidir, en vuestras patrias, en vuestras diócesis, celebraciones importantes, no sólo para los monjes o monjas, sino también para todo el Pueblo de. Dios confiado a vuestros cuidados, como yo mismo, lo he hecho igualmente en Nursia y en Montecassino. Pero hoy, la elección del lugar santificado por San Benito —la Santa Cueva— y la celebración de vuestra asamblea dan un excepcional relieve a esta conmemoración.
Ha transcurrido ya un milenio y medio desde el nacimiento de ese gran hombre, que en el pasado mereció el título de Patriarca de Occidente y que ha sido designado en nuestros días por el Papa Pablo VI, Patrono de Europa. Ya estos títulos dan testimonio de que el esplendor de su persona y de su obra ha traspasado las fronteras de su país y no se ha limitado únicamente a su familia benedictina; la cual, por otra parte, ha tenido una expansión magnífica y, hace una semana, sus hijos e hijas, procedentes de numerosos países, se han encontrado en Montecassino, para venerar la memoria de su Padre común y fundador del monaquismo occidental.
Hoy, en Subiaco, son los representantes de los Episcopados de Europa quienes se congregan para testimoniar, en presencia de los obispos del mundo entero reunidos en el Sínodo, hasta qué punto San Benito de Nursia se halla inserto profunda y orgánicamente en la historia de Europa y, en particular, cómo le son deudoras las sociedades y las Iglesias de nuestro continente y cómo, en nuestra época crítica, vuelven sus miradas hacia quien ha sido designado por la Iglesia su Patrono común.
Al consagrar la abadía de Montecassino restaurada de las ruinas de la guerra, el 24 de octubre de 1964, Pablo VI destacaba los dos motivos que hacen siempre desear la austera y dulce presencia de San Benito entre nosotros: "La fe cristiana que él y su Orden han predicado en la familia de los pueblos, especialmente en la familia de Europa... y la unidad por la que el gran monje solitario y social nos enseñó a ser hermanos y gracias a la cual Europa fue la cristiandad". Para que "ese ideal de la unidad espiritual de Europa fuera siempre sagrado e intangible" mi venerado predecesor proclamaba ese día a San Benito "Patrono y protector de Europa". Y el Breve solemne Pacis nuntius, que consagraba esa decisión, recordando los méritos del Santo Abad, "mensajero de paz, artífice de unión, maestro de Civilización, heraldo de la religión de Cristo y fundador de la vida monástica de Occidente", reafirmaba que él y sus hijos "con la cruz, el libro y el arado" llevaron "el progreso cristiano a las poblaciones que se extienden desde el Mediterráneo a Escandinavia, desde Irlanda a las llanuras de Polonia".
2. San Benito fue ante todo un hombre de Dios. Llegó a serlo, siguiendo de modo constante, el camino señalado en el Evangelio. Fue un verdadero peregrino del Reino de Dios. Un verdadero "homo viator". Y ese peregrinaje estuvo acompañado de una lucha que duró toda su vida, una batalla en primer lugar contra sí mismo, para combatir "al hombre viejo" y hacer sitio cada vez más, dentro de sí, al "hombre nuevo". El Señor permitió que, gracias al Espíritu Santo, esa transformación no quedara solamente en él, sino que se convirtiera en fuente de irradiación que penetraría en la historia de los hombres y, sobre todo, en la historia de Europa.
Subiaco fue y sigue siendo una etapa importante de ese proceso. Por una parte, fue un lugar de retiro para San Benito de Nursia, que llegó aquí a la edad de 15 años, para estar más cerca del Señor. Y al mismo tiempo, un lugar que patentiza lo que él es. Toda su historia quedará marcada por la experiencia de Subiaco: la soledad' con Dios, la austeridad de vida, el compartir esa vida sencilla con algunos discípulos, ya que aquí fue donde comenzó la primera organización de vida cenobítica.
Por eso, vengo hoy yo aquí con vosotros, a este alto lugar del Sacro speco y del primer monasterio.
3. Hombre de Dios, Benito lo fue mediante la lectura continua del Evangelio, no solamente con el fin de conocerlo, sino también de ponerlo enteramente en práctica durante toda su vida. Se podría decir que lo releyó en profundidad —con toda la profundidad de su alma— y también en su amplitud, con la dimensión del horizonte que tenía ante sus ojos. Ese horizonte fue el del mundo antiguo que estaba a punto de morir y el del mundo nuevo que se hallaba en trance de nacer. Tanto en la profundidad de su alma, como en el horizonte de ese mundo, él reafirmó todo el Evangelio: el conjunto de lo que constituye el Evangelio y al mismo tiempo cada una de sus partes, cada uno de los pasajes que la Iglesia relee en la liturgia, e incluso en cada frase.
Sí; el hombre de Dios —Benedictus, el Bendecido, Benito— capta plenamente toda la sencillez de la verdad que allí se contiene. Vive el Evangelio. Y viviéndolo, evangeliza.
Pablo VI nos ha dejado en herencia a San Benito de Nursia como Patrono de Europa. ¿Qué querría decirnos con esto? Ante todo, quizá, que debemos dedicarnos incesantemente a la puesta en práctica del Evangelio, que debemos practicarlo por entero en toda nuestra vida. Que debemos releerlo con toda la profundidad de nuestra alma y en toda su amplitud, con la dimensión del horizonte del mundo que tenemos ante los ojos. El Concilio Vaticano II Ha situado firmemente la realidad de la Iglesia y de su misión sobre el horizonte del mundo que día tras día se nos hace contemporáneo.
Europa constituye una parte esencial de ese horizonte. Como continente en el que se encuentran nuestras patrias, es para nosotros un don de la Providencia, que al mismo tiempo nos la ha confiado como una obra que debemos realizar. Nosotros, como Iglesia, como Pastores de la Iglesia, debemos releer el Evangelio y anunciarlo con adaptación a las tareas propias de nuestra época. Debemos releerlo y predicarlo, en la medida de las esperanzas que no dejan de manifestarse en la vida de los hombres y de las sociedades y, al mismo tiempo, en la medida de las contradicciones que encontramos en su vida. Cristo jamás deja de ser "la esperanza de los pueblos" y al mismo tiempo nunca dejará de ser "signo de contradicción*.
Sí, tras las huellas de San Benito, la tarea de los obispos de Europa es la de emprender la obra de evangelización en este mundo contemporáneo. Haciendo esto, enlazan con lo que se elaboró y construyó hace quince siglos, con el espíritu que lo inspiró, con el dinamismo espiritual y la esperanza que marcó esa iniciativa; pero es una obra que hay que emprender con un estilo nuevo, a expensas de nuevos esfuerzos, en función del contexto actual.
4. En este marco de la evangelización adquiere su pleno sentido la Declaración de los obispos de Europa que se acaba de leer: "Responsabilidades de los cristianos de cara a la Europa de hoy y de mañana". Ese documento, elaborado en común, es un apreciable fruto de la responsabilidad colegial de los obispos del conjunto del continente europeo. Es sin duda la primera vez que la iniciativa toma una amplitud semejante. Se trata de un documento, en cierto modo, de la Iglesia católica en Europa, que está representada de modo especial por los obispos como pastores y maestros de la fe. Saludo con gozo este signo alentador de una responsabilidad colegial que progresa en Europa, de una más afirmada unidad entre los Episcopados. Esos Episcopados se encuentran realmente en países de situaciones muy diversas, bien por sus sistemas sociales o económicos, bien por la ideología de sus Estados o por el. lugar que ocupe la Iglesia católica, la cual forma a veces una mayoría indiscutible, a veces una pequeña minoría respecto a otras Iglesias, o en relación con una sociedad muy secularizada. Confiando en el carácter beneficioso, estimulante, de los intercambios y de la cooperación, como he dicho frecuentemente, yo aliento de iodo corazón el proseguimiento de una colaboración semejante, que se inscribe plenamente en la línea del Concilio Vaticano II. No es, por otra parte, extraña a la práctica benedictina y cisterciense de una interdependencia y de una cooperación entre los diferentes monasterios esparcidos por toda Europa.
En la Declaración hecha pública hoy y en este alto lugar, expresáis justamente el ansia de una unidad eclesial ampliada. Europa es, efectivamente, el continente donde las divisiones eclesiales han tenido su origen y se han manifestado con estrépito. Lo cual quiere decir que las Iglesias en Europa —las surgidas de la Reforma, la Ortodoxia y la Iglesia católica que siguen estando ligadas de modo especial a Europa— tienen una particular responsabilidad en el camino de la unidad; el verdadero ecumenismo debe desarrollarse ahí con intensidad, en el plano de la comprensión recíproca, de los estudios teológicos y de la oración.
Igualmente, de cara a las comunidades católicas de otros continentes aquí representadas, la Iglesia de Europa debe caracterizarse por la acogida, el servicio y el intercambio recíprocos, para ayudar a esas Iglesias hermanas a encontrar su fisonomía propia, en la unidad de la fe, de los sacramentos y de la jerarquía.
En resumen, es un testimonio común de vuestra solicitud pastoral lo que hoy dais, queridos hermanos, los que damos hoy, en función de las necesidades y de las esperanzas. No voy a repetir aquí lo que está ya ampliamente expuesto en ese documento común. Se trata de trazar un camino de evangelización para Europa y de seguirlo con nuestros fieles. Es una obra que hay que continuar y reiterar incesantemente. El próximo Simposio de los obispos europeos, ¿no tiene acaso por tema "la auto-evangelización de Europa"? Lo cual nos recuerda el gran proyecto, la iniciativa singular de San Benito, algunas de cuyas características específicas tienen enormes consecuencias humanas, sociales y espirituales.
5. San Benito de Nursia se ha convertido en Patrono espiritual de Europa porque, como el profeta, hizo del Evangelio su alimento, gustando a la vez su dulzor y su amargura. El Evangelio constituye, en efecto, la totalidad de la verdad sobre el hombre: es a la vez la alegría nueva y al mismo tiempo la palabra de la cruz. A través de él, se ve revivir, de modo diverso, el problema del rico y del pobre Lázaro —con el cual nos ha familiarizado la liturgia de hoy— como drama de la historia, como problema humano y social. Europa ha inscrito ese problema en su historia y lo ha llevado más allá de las fronteras de su continente. Con él ha sembrado la inquietud en el mundo entero. Desde mediado nuestro siglo, este problema ha resurgido, en cierto modo, en Europa; se plantea también en la vida de sus sociedades. No deja de ser origen de tensiones. No deja de ser fuente de amenazas.
De esas amenazas ya hablé yo el día primero de año, aludiendo a este gran aniversario de San Benito; recordaba, frente a los peligros de guerra nuclear que amenazan la existencia misma del mundo, que "el espíritu benedictino es un espíritu de salvamento y de promoción, nacido del conocimiento del plan divino de salvación y educado en la unión cotidiana de la oración y del trabajo". Está "en los antípodas de cualquier programa de destrucción".
La peregrinación que realizamos hoy es, pues, un fuerte grito y una nueva súplica por la paz en Europa y en el mundo entero. Reguemos para que las amenazas de autodestrucción que las últimas generaciones han hecho surgir sobre el horizonte de su propia vida, se alejen de todos los pueblos de nuestro continente y de todos los continentes. Roguemos para que se alejen también las amenazas de opresión de unos sobre otros; la amenaza de destrucción de los hombres y de los pueblos que, a lo largo de sus luchas históricas y a precio de tantas víctimas, han adquirido el derecho moral de ser ellos mismos y de decidir por sí mismos.
6. Ya se trate del mundo que en tiempos de San Benito se limitaba a la vieja Europa, o del mundo que en esa misma época estaba a puntó de nacer, su horizonte pasaba a través de la parábola del rico y del pobre Lázaro. En el momento en que el Evangelio, la Buena Nueva de Cristo, penetraba en la antigüedad, ésta soportaba el peso de la institución de la esclavitud. Benito de Nursia encontró en el horizonte de su tiempo las tradiciones de la esclavitud, y al mismo tiempo releía en el Evangelio una verdad desconcertante sobre el reajuste definitivo de la suerte del rico y de Lázaro, de acuerdo con el orden del Dios de la justicia. Leía también la gozosa verdad sobre la fraternidad de todos los hombres. Desde el principio, por tanto, el Evangelio constituyó un llamamiento a superar la esclavitud en nombre de la igualdad de los hombres ante los ojos del Creador y Padre. En nombre de la cruz y de la redención.
¿No fue San Benito quien tradujo en norma de vida esa verdad, esa Buena Nueva de la igualdad y la fraternidad? Y no solamente la tradujo en norma de vida para sus comunidades monásticas, sino más aún, en sistema de vida para los hombres y para los pueblos. "Ora et labora". El trabajo en la antigüedad era el destino de los esclavos, el signo del envilecimiento. Ser libre significaba no trabajar y, por tanto, vivir del trabajo de los otros. La revolución benedictina pone el trabajo en el centro mismo de la dignidad del hombre. La igualdad de los hombres en torno al trabajo se convierte, a través del trabajo mismo, como en el fundamento de la libertad de los hijos de Dios, de la libertad gracias al clima de oración en que se vive el trabajo. He aquí una regla y un programa. Un programa que lleva consigo dos elementos. La dignidad del trabajo no puede, en efecto, derivarse únicamente de criterios materiales, económicos. Tal dignidad debe construirse en el corazón del hombre. Y no puede construirse profundamente más que por medio de la oración. Porque es la oración —y no solamente los criterios de la producción y del consumo— la que en fin de cuentas dice a la humanidad lo que es el hombre del trabajo, el que trabaja con el sudor de su frente y con la fatiga de su espíritu y de sus manos. Ella nos dice que no puede el hombre ser esclavo, sino libre. Como afirma San Pablo: "El que, siervo, fue llamado por el Señor, es liberto del Señor" (1 Cor 7, 22). Y Pablo, que no creyó indigno de un Apóstol "consumarse en trabajar con sus manos" (1 Cor 4, 12), no teme mostrar a los ancianos de Efeso sus propias manos que proveían a lo que él y sus compañeros necesitaban (cf. Act 20, 34). Es en la fe de Cristo y en la oración como el trabajador descubre su dignidad. San Pablo todavía insiste: "Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su hijo que grita ¡Abba! ¡Padre! De manera que ya no eres siervo, sino hijo" (Gál 4, 6-7).
¿No hemos visto recientemente a hombres que, de cara a toda Europa y al mundo entero, unían la proclamación de la dignidad de su trabajo a la oración?
7. Benito de Nursia, que por su acción profética trató de sacar a Europa de las tristes tradiciones de la esclavitud, parece, por tanto, decir, después de quince siglos a los numerosos hombres y a las múltiples sociedades, que hay que liberarse de las diversas formas contemporáneas de la opresión del hombre. La esclavitud pesa sobre el que es oprimido, pero también sobre el opresor. ¿No hemos conocido, en el transcurso de la historia, poderíos, imperios que han oprimido a las naciones y a los pueblos en nombre de la esclavitud todavía más fuerte de la sociedad de los opresores? El lema "Ora et labora" es un mensaje de libertad.
Más aún: este mensaje benedictino, ¿no es hoy, en el horizonte de nuestro mundo un llamamiento a la liberación de la esclavitud del consumo, de una determinada manera de pensar y juzgar, de establecer nuestros programas y enfocar nuestro estiló de vida únicamente en función de la economía?
En esos programas desaparecen los valores humanos fundamentales. La dignidad de la vida está sistemáticamente amenazada. Está amenazada la familia; es decir, ese lazo esencial recíproco fundado sobre la confianza de las generaciones, que encuentra su origen en el misterio de la vida y su plenitud en toda la obra de la educación. Y está también amenazado todo el patrimonio espiritual de las naciones y de las patrias.
¿Somos nosotros capaces de frenar todo esto? ¿De reconstruir? ¿Somos capaces de alejar de los oprimidos él peso de la violencia? ¿Somos capaces de convencer a nuestro mundo de que el abusó de la libertad es Otra forma de violencia?
8. San Benito nos ha sido dado como Patrono de la Europa de nuestros tiempos, de nuestro siglo, para testimoniar que somos capaces de hacer todo esto.
Debemos solamente asimilar de nuevo el Evangelio en lo más profundo de nuestras almas, en el marco de nuestra época actual. Debemos aceptarlo como la verdad y consumarlo como un alimento. Se volverá a descubrir entonces, poco a poco, el camino de salvación y de la restauración como en los tiempos lejanos en que el Señor de los señores colocó a San Benito de Nursia como una luz sobre el candelabro, como un faro sobre la ruta de la historia.
Es El, en efecto, el Señor de toda la historia del mundo, Jesucristo, quien, de rico que era, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8, 9).
¡A El, honor y gloria por los siglos de los siglos!
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