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RADIOMENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA VIGILIA FRANCISCANA
CON MOTIVO DE LAS CELEBRACIONES  DEL VIII CENTENARIO
DEL NACIMIENTO DE SAN FRANCISCO DE ASÍS


 Viernes 2 de octubre de 1981

 

Queridos hermanos y hermanas:

A todos vosotros que os habéis reunido en la basílica de San Pedro, y a los que habéis acudido a la catedral de Asís para una especial vigilia de oración y reflexión, que quiere ser el primer acto de las solemnes celebraciones del VIII centenario del nacimiento del gran santo e hijo de la Iglesia, Francisco, me siento feliz al dirigiros mi palabra de saludo y estímulo, asegurándoos mi participación espiritual.

Sé que en San Pedro se han reunido más de 5.000 hermanos de todo el mundo, pertenecientes a las 4 familias franciscanas, a los cuales se añade un amplio número de jóvenes religiosas de institutos femeninos, de jóvenes miembros de la Orden franciscana secular y de muchos grupos juveniles de inspiración franciscana, mientras en la catedral de Asís, donde también Francisco se arrodilló y oró, se ha congregado mucha gente bajo la presidencia del obispo.

Con estas palabras quiero dirigirme ante todo a los jóvenes, porque precisamente para ellos ha sido convocado un capítulo mundial de la juventud franciscana, que finaliza en asamblea orante en torno al sepulcro del Príncipe de los Apóstoles, piedra fundamental de la grandiosa construcción eclesial: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18).

El mensaje del Seráfico Hermano Francisco, porque es profundamente evangélico, es siempre elocuente y rico en enseñanzas. Hay sobre todo un aspecto que en este momento intento proponer a vuestra reflexión: el del gran amor a la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, que en el Santo se confundía con el amor a Cristo mismo. El hijo de Pietro Bernardone fue hombre de Iglesia, se entregó a la Iglesia y por la Iglesia, a la que jamás separó de Cristo Señor, comprometió, incluso en el dolor, hasta el más íntimo latido de su alma, confirmado en esto por la invitación del Crucificado en San Damián: "Ve, y repara mi casa". Este amor caracterizó su vocación de reformador y, antes aún, la de convertido, de hombre nuevo.

Es bien sabido que en los tiempos en que comenzó su testimonio y el de su movimiento, prevalecieron herejías eclesiales, siempre viejas y siempre nuevas, las cuales, pretendiendo inspirarse en los orígenes, introducían divisiones y cismas, oponían el Evangelio a la Iglesia jerárquica y a su autoridad, y, apoyándose en una interpretación subjetiva de la Sagrada Escritura, instauraban un libre examen, al que recurrían ya antes de que se le conociese con este nombre preciso.

Ahora bien, el carisma y la misión profética del Hermano Francisco fueron los de mostrar concretamente que el Evangelio está confiado a la Iglesia y que debe ser vivido y encarnado primaria y ejemplarmente en la Iglesia y con el asentimiento y el apoyo de la Iglesia misma. El, en el silencio de una humildad obediente, realizó una luminosa imagen del hombre redimido, que ha desafiado a los siglos.

Cristo ha delegado en la Iglesia la continuidad de su obra de redención, y aun cuando el influjo de esta obra sobrepasa los confines de la Iglesia visible, para alcanzar los de toda la humanidad, inspirando y sosteniendo todo válido y auténtico conato de amor y de entrega, toca a la Iglesia misma, y por lo tanto a sus fieles, ser signo consciente de salvación, como afirma con palabras incisivas el Concilio: "Cristo... por medio del Espíritu vivificador hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir los hombres a la Iglesia y, por medio de ella, unirlos a sí más estrechamente y... hacerlos partícipes de su vida gloriosa" (Lumen gentium, 48).

El misterio de la salvación nos ha sido revelado y se continúa y realiza en la Iglesia (cf. Apostolicam actuositatem, 2; Presbyterorum Ordinis, 22; Gaudium et spes, 40) y desde esta genuina y única fuente llega, como agua "humilde, útil, preciosa y casta" a todo el mundo. Se trata, queridos jóvenes y fieles, de ser conscientes, de hacerse cargo, como el Hermano Francisco, de esta fundamental verdad revelada, contenida en la frase consagrada por la tradición: "No hay salvación fuera de la Iglesia", Efectivamente, de la Iglesia sola brota segura y plenamente la fuerza vivificadora destinada, en Cristo y en su Espíritu, a renovar toda la humanidad, y por esto, a conducir a cada uno de los hombres a formar parte del Cuerpo místico de Cristo.

Pasando por alto, pues, toda crítica superficial, motivada frecuentemente sólo por la propia falta de compromiso, es necesario renovar en profundidad un afán responsable, que se configura en una doble vertiente.

Por una parte, estáis llamados a testimoniar con valentía a Cristo, precisamente en virtud de vuestra profesión franciscana, mediante una dócil fidelidad a la Iglesia, asegurando filial obediencia y colaboración a vuestros Pastores y buscando la más adecuada inserción de vuestro apostolado en la misión y, por lo tanto, en la pastoral de vuestras Iglesias locales. Por otra parte, debéis proponeros incrementar una respuesta válida a las necesidades, a las aspiraciones, y a los desafíos cruciales, con los que la realidad del prójimo más necesitado interpela vuestra acción evangelizadora de jóvenes y de hijos de Francisco de Asís.

Las tareas son amplias y urgentes; pidamos juntos la valentía y el amor que animaron al Pobrecillo de Asís. El VIII centenario de su nacimiento, sirva de estímulo para vivir intensamente los ideales que él todavía señala a la humanidad, tan necesitada de salvación. Sobre vuestros propósitos, sobre vuestro compromiso invoco la asistencia del Señor mientras, en esta noche bendita, repito con vosotros la oración que brotó de mi espíritu cuando, a los pocos días de mi elección al pontificado vine a Asís para orar sobre la tumba del Seráfico Padre:

"Ayúdanos, San Francisco de Asís, a acercar a Cristo a la Iglesia y al mundo de hoy.

Tú, que has llevado en tu corazón las vicisitudes de tus contemporáneos, ayúdanos, con el corazón cercano al corazón del Redentor, a abrazar las vicisitudes de los hombres de nuestra época; los difíciles problemas sociales, económicos, políticos; los problemas de la cultura y de la civilización contemporánea, todos los sufrimientos del hombre de hoy, sus dudas, sus negaciones, sus desbandadas, sus tensiones, sus complejos, sus inquietudes... Ayúdanos a traducir todo esto a un lenguaje evangélico sencillo y provechoso. Ayúdanos a resolver todo en clave evangélica, para que Cristo mismo pueda ser 'Camino-Verdad-Vida' para el hombre de nuestro tiempo" (Juan Pablo II. Enseñanzas al Pueblo de Dios I, 1978, 157-158). Os acompaño con mi bendición.

 



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