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VIAJE APOSTÓLICO A GINEBRA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL COMITÉ INTERNACIONAL DE LA CRUZ ROJA*

Martes 15 de junio de 1982

 

Señor Presidente,
Señoras, Señores:

1. Agradezco vivamente las palabras que usted acaba de pronunciar relativas a la acción de la Santa Sede y a mis propios esfuerzos. He prestado mucha atención a cuanto usted ha dicho sobre mi país natal, sobre El Salvador, sobre el Oriente Medio, sobre el Líbano, sobre la paz en general, porque son situaciones que afectan particularmente al corazón de los católicos que yo represento, y por ello están muy presentes en mi oración.

2. Es para mí una gran alegría saludar, en la misma sede del Comité internacional de la Cruz Roja, a los representantes cualificados de una Organización a la que tanto debe la humanidad. En efecto, desde su fundación por Henri Dunant hace poco más de un siglo, esta institución, que germinó en el corazón de unos generosos ciudadanos suizos, ha encontrado en todo el mundo un eco por el que hay que alegrarse.

Y a través de vuestras personas, el Papa se complace en tributar a su vez un caluroso homenaje a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que, en el marco de la Cruz Roja, no han tenido más ambición que la de servir, por humanidad, a sus hermanos y hermanas que sufrían a causa de la inhumanidad de otros hombres, de conflictos absurdos o de catástrofes naturales.

¿Quién no suscribiría, por otra parte, los principios fundamentales de la Cruz Roja, adoptados en su XX Conferencia, en particular el compromiso de «proteger la vida» y «hacer respetar la persona humana » sin discriminación alguna, favorecer «la comprensión mutua, la amistad, la cooperación y una paz estable entre todos los pueblos?

3. Sin duda el espíritu mismo que animaba al fundador de la Cruz Roja y a sus primeros colaboradores me impide subrayar con demasiado detalle los numerosos beneficios que se deben a la iniciativa del Comité internacional de la Cruz Roja, y mi pensamiento se fija también evidentemente en la obra admirable de las asociaciones nacionales de la Cruz Roja así como en su Federación o Liga Internacional. La Cruz Roja ha aportado esta ayuda, en medio de tantas guerras y calamidades, a las victimas civiles y militares de conflictos armados, a los heridos o enfermos de todos los campos, como también a los refugiados, prisioneros, familias dispersas, y estos días especialmente en el Líbano. Este espíritu es el de la abnegación, que sabe encontrar su recompensa en la conciencia del servicio cumplido, en la entrega que a veces no vacila ante el sacrificio supremo, y se manifiesta frecuentemente en la realización de tareas oscuras pero muy necesarias.

Cumpliendo su misión de socorro, de atención y de consuelo, dando el impulso necesario y manteniendo las iniciativas locales, siendo fiel al propósito de neutralidad que ha caracterizado la intuición primera de los fundadores, brindando con respeto, pero también con tenacidad, su intervención en el seno mismo de los conflictos, la Cruz Roja se ha granjeado una autoridad moral en el mundo entero. Por ello la eficacia de vuestra acción no se limita a la multiplicidad de servicios realizados para aliviar todos los sufrimientos físicos y morales con que os habéis encontrado, sino que la comprensión que los beligerantes y las autoridades públicas deben normalmente testimoniar a vuestra misión —dentro del respeto a las convenciones— implica para vosotros deberes morales que hacen aún más importante el ámbito en que se ejerce vuestra responsabilidad ante los Estados y las Organizaciones Internacionales. Sí, vosotros contribuís a desarrollar el derecho internacional humanitario, cuyo campo de aplicación tratáis siempre de ampliar.

4. A este propósito, en el marco de los derechos del hombre, me permito insistir todavía sobre la tortura y las otras formas de trato inhumano. Los Gobiernos que se han adherido a las cuatro Convenciones de Ginebra se han comprometido, por lo demás, a prohibir tales tratamientos y a dar a los delegados de la Cruz Roja autorización para visitar a los internados y conversar privadamente con los detenidos. Deseo que, también sobre este punto, vuestra misión se acepte en todos los países, para alejar esta plaga actual de la humanidad. Así, con vuestros medios específicos, vosotros contribuís a instaurar el respeto de los derechos fundamentales del hombre y de su dignidad, uniendo sin distinción a todos los que, creyentes o no, están animados por este ideal.

5. En este servicio del hombre, los cristianos coinciden fácilmente con los objetivos y las acciones de la Cruz Roja. Encuentran en su fe un estímulo y unos motivos complementarios para ver en el hombre herido, maltratado u oprimido, a un prójimo que hay que amar y socorrer, cualquiera que sea su identidad; más aún, descubren en él el rostro mismo de Cristo que se ha identificado con el prisionero, el enfermo, el extranjero, el hombre despojado de todo. ¡Cuántas páginas del Evangelio adquieren aquí un relieve impresionante, comenzando por la parábola del buen samaritano! Y por lo que se refiere a la tortura, el cristiano se enfrenta desde su infancia con el relato de la pasión de Cristo. El recuerdo de Jesús, despojado de sus vestiduras, azotado, escarnecido incluso en los estertores de su agonía, debería hacerle rechazar la visión de un trato análogo aplicado a uno de sus hermanos en la humanidad. Espontáneamente, el discípulo de Cristo rechaza todo recurso a tales medios, que nada es capaz de justificar y que envilecen la dignidad del hombre, tanto en quien es la víctima como en quien es su verdugo.

6. La Iglesia católica, por su parte, se asocia gustosamente a vuestras Organizaciones. Durante las dos últimas guerras mundiales, por ejemplo, se ha realizado una labor concertada entre las iniciativas de la Cruz Roja y de las Organizaciones caritativas católicas. Esta colaboración se ha mantenido en la asistencia a las poblaciones hambrientas a causa de la guerra o víctimas de las catástrofes naturales, por parte de las diversas obras de la Iglesia y el Comité Internacional de la Cruz Roja y las Sociedades de la Cruz Roja. Las relaciones son ya importantes en este terreno, y me alegro de que la Santa Sede y el Comité Internacional de la Cruz Roja estén estudiando formas de colaboración más amplias en las actividades a favor de la paz.

7. Finalmente, para alcanzar las metas que ella misma se ha asignado, la Cruz Roja debe contar con la seguridad de que se respetarán las Convenciones Internacionales y los Protocolos adicionales por parte de los diversos Estados y de las autoridades a quienes compete la aplicación de sus sabias disposiciones. Juntamente con vosotros hago un llamamiento acuciante para que se observen sincera y escrupulosamente las leyes humanitarias contenidas en estas Convenciones, e incluso para que se completen en lo necesario por medio de instrumentos internacionales contra el trato inhumano y la tortura en particular. Ellas podrían facilitar garantías serias para la salvaguardia física y sicológica de las víctimas, y el respeto que se les debe. Todo hombre, en todas partes, debería poder contar con tales garantías. Y es deber de todo Estado que se preocupe por el bien de sus ciudadanos, adherirse a ellas sin reserva y tomar en serio su puesta en práctica.

8. Sintiéndome feliz por haber podido expresaros mi aprecio y mi invitación a continuar la obra emprendida, pido a Dios, al Dios «rico en misericordia», que bendiga a todos los que, en los servicios de la Cruz Roja, emulando la caridad cristiana, saben manifestar a las personas que sufren, y orientar hacia ellas, un respeto y una entrega eficaz que humanizan nuestro mundo atormentado y desgarrado. Y le pido que inspire estos sentimientos en un número cada vez mayor de nuestros contemporáneos. ¡Ojalá pueda la humanidad seguir escuchando el llamamiento que tan fuertemente conmovió a Henri Dunant: todos somos hermanos!


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 26, p.15.

 



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