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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL ALTO COMISARIO DE LAS NACIONES UNIDAS PARA LOS REFUGIADOS*

Viernes 25 de junio de 1982

 

Señor Alto Comisario:

1. Me complace mucho tener esta entrevista con usted hoy. El año pasado y también este año manifestó usted el deseo que yo visitara la sede del Alto Comisariato de Ginebra. Lamentándolo mucho, otros compromisos no lo permitieron; pero lo sentí y tenía premura de decirle la estima y aprecio de la Iglesia católica por los esfuerzos que despliega su institución en favor de los refugiados.

2. Su competencia alcanza a todos los refugiados según el sentido estricto de la Convención de las Naciones Unidas de 1951, del Protocolo de 1967 y de otras muchas Convenciones y textos; o sea, a las personas que se ven forzadas a abandonar su país ante el temor bien fundado de persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad u opiniones políticas, o para huir de la violencia y la guerra. Son legión, más de diez millones, acaso quince, y en oleadas enteras sin cesar nuevas poblaciones se encuentran ‘arrancadas de su ambiente por estas razones. Líbano es teatro de ello una vez más, repentina y dramáticamente; pero esto no consiente olvidar a los otros refugiados de Oriente Medio, los numerosísimos refugiados palestinos y los de Afganistán, ni, tampoco a los del sudeste asiático, en particular los camboyanos y ‘boat-people” que siguen huyendo en condiciones muy precarias o están esperando en campos de Tailandia, Malasia, Indonesia y Singapur; ni los refugiados somalíes y todos los del continente africano, ni a los de América Central, etc. Es de verdad una plaga vergonzosa de nuestra época, como si muchos países y Gobiernos no fueran capaces de proporcionar libertad justa y lugar decoroso a todos sus ciudadanos. Ciertamente concierne a toda la comunidad internacional esta plaga y, más en especial, al Alto Comisariato de la Naciones Unidas para los Refugiados.

3. Para encontrar solución a estos refugiados, no se trata de dispensar de su deber a los países de origen ni de fomentar su negligencia o mala voluntad, ni menos aún de tomar partido en causas que tienen al hombre por origen. Pero con razón consideráis vosotros los hechos y constatáis que estas poblaciones “hic et nunc” están amenazadas o son apátridas, despojadas’ con frecuencia ‘de todo, tras haber tenido que abandonar en su país lo que les ayudaba a vivir, su patrimonio entero. Y esta extrema miseria física, sicológica y moral no puede esperar. Gracias a Dios, la opinión pública lo capta todavía bastante bien y se impresiona cuando los mass-media le describen el drama; pero se les apaga el interés enseguida, se les debilita la generosidad y no llegan a asumir responsabilidades estables ni soluciones de porvenir. Aquí es precisamente donde vuestra Organización aporta una contribución insustituible.

4. Pues, en efecto, os ocupáis de devolver a estos refugiados condiciones humanamente dignas y ayudarles a que se valgan, por sí mismos. En un primer momento necesitan protección, seguridad, ayuda elemental (alimentación, alojamiento al menos en tiendas, atención médica y posibilidad de instrucción). Os ocupáis de proporcionar las ayudas necesarias en este terreno. Pero al mismo tiempo y sobre todo buscáis soluciones permanentes para el porvenir, las soluciones mejores que sean posibles para facilitar a los refugiados la vuelta a su país por decisión libre y personal—lo que sería muy de desear si se les proporcionara lugar oportuno— o al menos, para ayudarles a integrarse de verdad en el país de la primera acogida y disfrutar de condiciones más seguras que un amparo precario y provisional; o también para que puedan emigrar e integrarse en un tercer país. Conocéis mejor que nadie el hecho de que en este punto ciertos países hacen esfuerzos que merecerían ser citados como ejemplo.

5. Por tanto, tenéis una tarea de primer orden ante los países de origen y los de acogida, para facilitar el tránsito, la salida y la instalación. En esta ayuda, otras instancias pueden trabajar de acuerdo con vosotros; en primer lugar las que dependen de la Organización de las Naciones Unidas, como acabamos de verlo en el caso de Líbano, y también cada Gobierno con sus Organizaciones, así como el Comité internacional de la Cruz Roja y la Liga de Sociedades, de la Cruz Roja, y muchas otras Organizaciones de socorro. Sé que el Alto Comisariato busca estas cooperaciones, las ve con satisfacción y las fomenta, ya que las tareas humanitarias requieren coordinación de muchos esfuerzos.

6. Por su parte, la Iglesia católica —y aquí está sobre todo el objeto de mis miras— considera obra esencial la ayuda a los refugiados y exhorta a ella con urgencia a sus hijos cristianos, pues la Biblia en general y el Evangelio en particular no nos consiente dejar sin socorro a los extranjeros que buscan asilo.

Además, buen número de Organizaciones católicas según sus competencias y posibilidades tratan de aliviar los sufrimientos de los refugiados, como usted mismo ha tenido la amabilidad de testimoniar. Puedo asegurarle que aquí el Pontificio Consejo “Cor Unum” se ocupa de ello activamente pues esta Organización está destinada a hacer reflexionar a las otras instituciones católicas, estimularlas y coordinar sus iniciativas en determinadas circunstancias, dando expresión así a la caridad del Papa.

7. Además de estas ayudas concretas, la Iglesia considera también deber suyo exhortar a los responsables a cambiar esta situación, como lo hice yo por ejemplo en Filipinas durante la visita al “Bataan Refugee Processing Center” cerca de Morong, el 21 de febrero de 1981, e igualmente cuando recibí al Cuerpo Diplomático en Nairobi en 1980, y hace poco en Lisboa. Se debe repetir que se trata aquí de situaciones anormales que han de” remediarse en sus causas, tratando de convencer a las naciones de que los refugiados tienen derecho a la libertad y a una vida humana digna en su país. Hay que apelar con insistencia cada vez mayor a la hospitalidad, a la acogida de los países en situación de recibir refugiados. Y, en fin, hay que organizar la mutua ayuda internacional, ayuda que no dispensa a los refugiados de asumir ellos mismos poco a poco su propia responsabilidad, pues también esto es camino de dignidad.

Resumiendo, Señor Alto Comisario, me satisface repetirle que la Santa Sede aprecia en sumo grado la obra que usted tiene confiada y asegurarle que los miembros de la Iglesia, y más concretamente las Organizaciones caritativas católicas, seguirán trabajando en este campo con ardor y generosidad, prestando colaboración desinteresada, es decir, imparcial, movidos todos por la sola óptica del bien de las personas quienquiera que sean que experimentan las penalidades de la vida del refugiado por el motivo que fuere, colaboración en el alivio de los sufrimientos y en la formación de las conciencias.

Y a nuestra acción concreta unimos siempre la oración pidiendo al Espíritu Santo que ilumine los espíritus y abra los corazones para que este mundo sea más humano, más acorde en el designio fraterno que Dios ha asignado a la humanidad.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 38, p.8.

 



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