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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE GUATEMALA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Sábado 5 de noviembre de 1983

 

Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Después de haber escuchado a cada uno de vosotros por separado y de habernos ocupado de la vida de vuestras diócesis singularmente, tengo ahora la alegría de recibiros en conjunto.

Al daros el abrazo de paz en esta vuestra visita ad limina, siento que la realidad de la fe nos traslada a una esfera que trasciende nuestras personas. No es el solo encuentro entre el Papa y los Pastores de la grey de Cristo en Guatemala; es una cita entre la Iglesia que rige inmediatamente el Sucesor de Pedro y las Iglesias que vosotros guiáis hacia el Padre, y que se hermanan en un renovado propósito de fidelidad al común Fundador y Maestro, al Pastor Supremo de la Iglesia Santa.

Viéndoos en derredor mío sé que este instante nos acomuna también en momentos de recuerdo común y sentido a la vez que se hace más fraterno mediante la oración por el fallecido Cardenal Casariego. Vosotros prolongáis hasta aquí vuestras comunidades eclesiales, que para mí se hacen presentes en aquellos días de mi imborrable visita a Guatemala y Países cercanos. Es una evocación que trae en mi mente tantas imágenes de diversos lugares guatemaltecos, escenario de encuentro con vuestros fieles, clero, miembros de las familias religiosas, personas de la población indígena o ladina, y que suscitan siempre en mi interior sentimientos de afecto y de recuerdo en la plegaria. Al volver a casa, vosotros sabréis traducirles esta vivencia común, que perdura en el tiempo y a pesar de las distancias.

Precisamente de esa solicitud e interés por su vida de fe y por su dignidad como personas, brotan estas reflexiones que vamos a hacer juntos sobre algunos puntos principales, sin pretender agotar la vasta problemática de vuestro entorno eclesial.

2. El primer sector sobre el que queremos detenernos es el de la familia, en el que aparecen de inmediato riquezas religiosas y humanas de primera magnitud, junto con sombras no inconsistentes.

A través de vuestras confidencias y de las Relaciones quinquenales, he podido apreciar la preocupación pastoral que sentís por el bien de la familia. He podido constatar también vuestra aprensión ante las amenazas que incumben sobre la estabilidad de la misma.

Está en vuestro ánimo el hecho grave de que sean mayoría los católicos que crean su propia familia sin estar unidos por el sacramento del matrimonio. Os inquieta el aumento de divorcios, ante todo en las zonas urbanas, así como los crecientes casos de rupturas matrimoniales “ de facto ”, que crean relaciones posteriores ilícitas y el surgir de “ familias paralelas ”, especialmente por parte del esposo. A ello se añaden los casos frecuentes de uniones meramente civiles o de simple convivencia, sobre todo en las zonas rurales.

Aunque os conforta la fidelidad de los sacerdotes a la enseñanza de la Iglesia en esa materia, sé que seguís con el debido cuidado el problema de la práctica —favorecida a veces en ambientes oficiales— del uso de anticonceptivos o de las presiones para la esterilización de mujeres, especialmente indígenas.

Y no es menor la atención prestada al tema del aborto, abierto o clandestino; a la lacra perniciosa del alcoholismo, que tantas catástrofes familiares provoca; a las amenazas contra la estabilidad familiar derivadas del forzoso desplazamiento de trabajadores del altiplano a la costa, en busca de trabajo. Todo ello, agravado por el fenómeno, a veces frecuente, del trabajo de los menores y del alto índice de analfabetismo.

Ante esta situación, y animados por los frutos excelentes producidos por tantos casos de vida familiar ejemplar, quiero alentar los esfuerzos que estáis realizando para elevar el nivel humano y moral del importantísimo núcleo familiar. Poned energías redobladas en ese propósito, suscitando la colaboración de vuestros sacerdotes, del mundo religioso, de los movimientos familiares o de apostolado, de las comisiones de apostolado familiar. A este respecto, vuelvo a recomendaros las directrices que di desde Panamá en mi encuentro con las familias cristianas. 

3. Otro sector que, por su gran trascendencia ocupa buena parte de vuestro celo, es el de la catequesis. Para tratar de mejorar la deficiente instrucción religiosa de tantos fieles, agravada por la escasez de sacerdotes y personas consagradas.

Hablando de este tema, no puedo menos de rendir un merecido elogio y alentar a los numerosos laicos, catequistas, delegados de la Palabra, ministros de la Eucaristía, que tanto contribuyen al mantenimiento de la fe en vuestro ambiente eclesial. ¡Con cuánto consuelo he visto en vuestras Relaciones quinquenales que “cada comunidad tiene su catequista o celebrador de la Palabra”; que ellos “son los verdaderos brazos del párroco” y que constituyen “la verdadera columna vertebral de vuestro trabajo pastoral”.

Seguid animando la colaboración madura y responsable de esos laicos, que tanto contribuyen a la labor evangelizadora. Y sean también vuestros presbíteros y almas de especial consagración quienes se empeñen en esa tarea, que reclama imprescindiblemente su aportación determinante.

Con esa conjunción de fuerzas se habrá de buscar, como una meta de la catequesis, la purificación de la piedad popular, de manera que refleje la pureza de la fe. Favoreciendo y reformando, cuando sea necesario, las cofradías y devociones populares, pero sin eliminar indiscriminadamente tantas formas de piedad popular que sostienen la vida religiosa del pueblo sencillo. ¿Quién no ve un válido camino de fe, debidamente orientado, en las devociones tan difundidas en Guatemala hacia Nuestra Señora del Rosario, al Santo Cristo de Esquipulas, al Hermano Pedro de Bethancourt, por no citar otras?

En esa línea de catequesis, para llevar a todos a la plenitud del misterio de salvación en Cristo, habrá que cuidar mucho los textos catequísticos empleados, recurrir a las modernas técnicas audiovisuales, aprovechando sobre todo –siempre que sea posible y mediante personas bien preparadas, celosas y fieles a las directrices de la Jerarquía– los poderosos medios de comunicación de masas, como la radio y la televisión. Tanto en programas propios de la Iglesia como en los otros a los que tenga acceso. Incluso para contrarrestar el influjo pernicioso de actividades proselitistas de grupos de bien poco contenido auténticamente religioso, y que tanta confusión crean entre los católicos.

4. Otro tema muy presente en vuestras Relaciones para la visita y en vuestra preocupación de Pastores es el de las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa, que sentís como uno de los problemas más acuciantes para la Iglesia en vuestro País.

Convencidos como estáis de que el papel del presbítero no puede ser sustituido por el catequista laico o por el delegado de la Palabra, veis con esperanza el lento progreso en el número de vocaciones; aunque es todavía muy insuficiente para las necesidades reales, suplidas gracias a la aportación generosa y encomiable de otras Iglesias.

Podrá aliviar la situación una buena distribución del clero, en beneficio de las zonas rurales; aunque ello comporte sacrificios no indiferentes a veces, y que merecen el máximo aprecio, por el amor eclesial que denotan.

Pero es una campaña sistemática y capilar la que hay que llevar a cabo en los diversos ambientes: parroquias, escuelas o colegios, familias o movimientos de apostolado. Ojalá que entre los mismos medios de la catequesis surjan también vocaciones a la vida consagrada en el celibato.

Conozco las iniciativas puestas en práctica en vuestras diversas diócesis para sensibilizar a los fieles en ese importante terreno. Las bendigo y aliento de todo corazón, exhortándoos a coordinarlas del mejor modo posible a nivel nacional, para que surtan los frutos que todos esperamos. Y por los que hay que continuar elevando una incesante plegaria al Dueño de la mies.

5. Otro punto que, como he podido constatar, ocupa vuestra atención de Pastores es el de la misión de la Iglesia respecto a las exigencias de la justicia y del respeto de los derechos humanos en vuestro País.

Sé que, fieles al Evangelio, veis justamente la misión propia de la Iglesia en el anuncio de Cristo y de su obra de redención; pero a la vez no olvidáis los aspectos integrantes e inseparables de esa misión, que se refieren a la defensa de la dignidad de la persona y de sus derechos, a la causa de la promoción del hombre, a la denuncia de los abusos cometidos contra él, a la defensa de la justicia, a la hermandad entre los diversos grupos sociales y razas, a la ayuda al bien común, ante todo en favor de los más pobres. De ello os ocupasteis oportunamente en vuestra Pastoral colectiva “ Confirmados en la fe ”, del 22 de mayo de este año.

Os aliento a continuar en esa obra, sobre la que tanto insistí durante mi visita a Guatemala. Conozco las dificultades que esto ha creado a veces a la tarea eclesial, y los sufrimientos ocasionados dentro del episcopado, hasta el punto de que algunos Pastores se ven dolorosamente apartados de sus respectivas comunidades; así como tengo presente la larga lista de sacerdotes y miembros de familias religiosas que, en su testimonio de fe y de servicio a su pueblo, han pagado con la sangre o con el secuestro un gravísimo e injustificado tributo a la violencia. A ellos hay que añadir tantos catequistas y delegados de la Palabra, víctimas también de la violencia ciega. Ante ello vuelvo a repetir: “ Que nadie pretenda confundir nunca más auténtica evangelización con subversión, y que los ministros del culto puedan ejercer su misión con seguridad y sin trabas ” en todo el país. 

En vuestro empeño incesante en favor de una mayor justicia y de la desaparición de hirientes desigualdades, basadas con frecuencia en estructuras duraderas de injusticia social, haced ver claramente que la Iglesia, sus Pastores y colaboradores buscan una finalidad pacificadora. Por ello, al dedicarse preferentemente a los más pobres y necesitados, ella no excluye a nadie y desea mantenerse —siempre y por parte de todos, sobre todo de los agentes primarios de la pastoral— por encima de confrontaciones de grupos o de partidos políticos. Sin embargo, como señalasteis en vuestra Pastoral colectiva antes citada, opción no violenta de la Iglesia “ no quiere decir pasividad y, mucho menos, complicidad silenciosa con el pecado, con la injusticia y con el dolor... significa compromiso activo para conseguir la justicia y la paz ”.

En esta línea, aliento y bendigo los esfuerzos que os inspira la caridad en favor de tantas personas desplazadas —dentro y fuera de vuestras fronteras— o víctimas de la violencia, a las que dedicáis toda la asistencia que os es posible.

6. Al invocar la paz y el cese de la violencia sobre vuestra querida Nación, pido a Nuestra Señora del Rosario que ponga en el ánimo de todos sentimientos de hermandad y de reconciliación.

Y recordando siempre con inmenso afecto a todos los hijos de vuestro pueblo, en primer lugar a los consagrados a las tareas eclesiales, os imparto en unión con ellos mi cordial Bendición.

 



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