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VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO

LLAMAMIENTO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS HOMBRES DE LA LUCHA ARMADA

Ayacucho (Perú)
Domingo 3 de febrero de 1985

 

Señor arzobispo, hermanos obispos,
amados hermanos y hermanas:

1. No he querido que faltara una visita del Papa a Ayacucho durante mí viaje apostólico a Perú. En ella deseo acercarme al dolor de los habitantes de esta zona, daros una palabra de aliento y contribuir a la deseada reconciliación de los espíritus.

En estas tierras, como por desgracia también en otras de este querido país, se oye el clamor angustiado de sus gentes que imploran la paz. Sé que hay mucho sufrimiento a causa de la espiral de violencia que ha puesto su centro entre vosotros. Comparto desde lo profundo de mi corazón el desgarramiento que sufrís. Ojalá que el dolor que hiere a vuestras familias acabe pronto, y que entretanto sepáis afrontarlo con espíritu evangélico. Lo cual no significa desánimo, sino valor para reaccionar con dignidad, recurriendo a los medios legítimos de tutela de la sociedad, y no a la violencia que engendra más violencia.

Vuestro difícil desafío es combatir ésta con las armas de la paz y convencer, a los que han caído en la tentación del odio, de que sólo el amor es eficaz. Si en verdad queremos construir un mundo nuevo, no existe otro camino que el que nos muestra Jesús, «Príncipe de la Paz» (Is. 9, 6).

2. Sin embargo, hemos de ir a las raíces de ciertas situaciones dolorosas, que a veces provocan dolor nuevo en tantas víctimas inocentes, aumentando la tragedia.

«No es casualidad —como han dicho vuestros obispos en su Pronunciamiento de septiembre del pasado año— que los brotes de la violencia aparezcan precisamente en las zonas más postergadas y postradas de la comunidad nacional, circunstancia que ha sido aprovechada durante años para sembrar en la mente de los niños y jóvenes la nefasta semilla ideológica del odio, la violencia y la lucha armada como única vía para cambiar la sociedad».

No se puede, ni se debe, negar la realidad de hombres y mujeres que sufren a causa de la injusticia. Esa dolorosa realidad debe mover eficazmente ala acción. En todos los hombres hay que reconocer la dignidad de ser imagen de Dios. A todos hay que hacer efectivo su derecho a participar de los bienes espirituales, culturales y materiales de cada pueblo y de la humanidad, en virtud del destino universal de esos bienes. Las desigualdades injustas y la marginación son, han de ser, constante incentivo para toda conciencia cristiana.

Por ello, hay que empeñarse en la elevación del nivel cultural mediante la creación y potenciación de los centros educativos privados y públicos; en la promoción del nivel de vida con la implantación de una economía industrial y agrícola en la que todos puedan encontrar un trabajo digno y remunerativo; en el empleo, en fin, del potencial humano y económico en obras de utilidad social. Esas son las líneas maestras de la obra de desarrollo en L. que las autoridades públicas y los responsables deben comprometer todas las energías disponibles; para llegar a estructuras sociales justas, a una más adecuada y humana distribución de los bienes materiales y culturales.

3. Pero si bien la injusticia y la miseria pueden ser el ambiente propicio para que tomen cuerpo la amargura y el odio, no lo explican por sí solas, no son su verdadera raíz. El odio y la violencia nacen del corazón del hombre, de sus pasiones o convicciones desviadas, del pecado. La raíz del odio es la misma que la del pecado.

El odio manifiesta que el hombre, en lugar de optar por el amor, ha permitido que venzan en él la agresividad, el resentimiento y, en consecuencia, la irracionalidad y la muerte.

En la lucha entre el bien y el mal, entre el amor y el odio que se plantea en el corazón del hombre, y con mayor fuerza en el corazón del hombre probado por el sufrimiento, pueden influir poderosamente las convicciones ideológicas. Todos hemos sido testigos de cómo grupos de hombres, tratando de reaccionar ante frustraciones sociales y prometiendo vías de liberación, desencadenan a veces conflictos y violencias que al fin producen sólo mayores frustraciones y dolor.

Grave es la responsabilidad de las ideologías que proclaman el odio, el rencor y el resentimiento como motores de la historia. Como el de los que reducen al hombre a dimensiones económicas contrarias a su dignidad. Sin negar la gravedad de muchos problemas y la injusticia de muchas situaciones, es imprescindible proclamar que el odio no es nunca camino: sólo el amor, el esfuerzo personal constructivo, pueden llegar al fondo de los problemas.

Se hace necesaria, pues, una auténtica y radical conversión del corazón del hombre. Mientras se siga eludiendo el punto central, esto es, la raíz de los males que aquejan la vida de hombres y pueblos, las situaciones conflictivas, la violencia y la injusticia seguirán sin resolverse.

4. Hoy más que nunca hay que volver al sentido auténtico de la cruz. De esa cruz tan venerada en Perú.

La cruz del Señor expresa para nosotros el don de la reconciliación con Dios y de los hombres entre sí (Cf.. Rom. 5, 10; Eph. 2, 14-16). Por eso el Papa ha venido a Ayacucho para traeros un mensaje de amor, de paz, de justicia, de reconciliación; para exhortares a todos a reconciliares con Dios, alejándoos del pecado y sus consecuencias; para que os convirtáis al amor, acogiendo el don de la reconciliación en los propios corazones, a fin de vivir sus frutos en la vida personal y social.

Por tal motivo me dirijo en primer lugar a vosotros, huérfanos y viudas, con quienes he deseado encontrarme y por quienes siento compasión y afecto inmenso. Sí, a todos vosotros, unidos a Cristo desde vuestro calvario, os invito a perdonar a los que os han hecho el mal, «porque no saben lo que hacen» (Luc. 23, 34).

Os pido que, dentro de la esperada y eficaz defensa que se os debe, testimoniéis ante el mundo el sublime gesto del perdón evangélico, fruto de la caridad cristiana, frente a quienes os arrebatan la vida de vuestros seres queridos, frente a quienes destruyen el fruto de vuestro trabajo, frente a quienes conculcan vuestra dignidad, frente a quienes pretenden manipulares en nombre de una ideología de odio. Así contribuiréis a atraerlos también a ellos hacia el amor, abandonando falsos caminos.

A las autoridades y responsables del orden público, que tienen el deber de defender el recto orden de la sociedad y de proteger a los indefensos —como son tantos pobladores de esta zona de Ayacucho— y cuya misión resulta sumamente delicada en las actuales circunstancias, y hasta ingrata e incomprendida, quiero recordarles, haciéndolas mías, las palabras del Episcopado del Perú: «Es importante que las instituciones encargadas de la vigilancia del orden público y de la administración de la justicia, cuya misión es la defensa de la vida y del orden jurídico, logren inspirar la confianza de la población, contribuyendo así a fortalecer la convivencia de la ley en nuestro país» (6 de septiembre de 1984).

Para lograr la deseada reconciliación, es también actual en el Perú cuanto dije hace casi dos años en El Salvador: «Es urgente sepultar la violencia... ¿Cómo? Con una verdadera conversión a Jesucristo. Con una reconciliación capaz de hermanar a cuantos hoy están separados por muros políticos, sociales, económicos e ideológicos. Con mecanismos e instrumentos de auténtica participación en lo económico y social, con el acceso a los bienes de la tierra para todos, con la posibilidad de la realización por el trabajo... En este conjunto se inserta un valiente y generoso esfuerzo en favor de la justicia, de la que jamás se puede prescindir» (Homilía durante la Santa Misa celebrada en San Salvador, n. 7, 6 de marzo de 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 1 (1983) 604).

5. Me dirijo también a todos aquellos que, por diversos títulos, tienen particulares responsabilidades respecto al futuro de esta querida nación: políticos y hombres de ciencia, empresarios y sindica listas, dirigentes sociales y representantes del mundo de la cultura.

Combatid con las armas de la justicia, y con eficacia, todo pecado contra el bien común y sus exigencias, dentro del amplio panorama de los derechos y deberes de los ciudadanos. Por sentido cristiano, y aun humano, ofreced un servicio abnegado al necesitado. El mensaje de Jesús no se limita al fuero de la conciencia. Tiene claras y concretas repercusiones en el orden social, como recuerda la Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia. «Puede ser social el pecado de obra u omisión por parte de dirigentes políticos, económicos y sindícales, que aun pudiéndolo, no se empeñan con sabiduría en el mejoramiento o en la transformación de la sociedad según las exigencias y las posibilidades del momento histórico» (Reconciliatio et Paenitentia, 16).

En el horizonte del Perú se os presenta una tarea impostergable: trabajar con medíos no violentos, para restablecer la justicia en las relaciones humanas, sociales, económicas y políticas; siendo así realizadores de reconciliación entre todos, pues la paz nace de la justicia.

Es necesario que todos los peruanos de buena voluntad vuelvan su mirada al sufrimiento del pueblo de Ayacucho y de las otras regiones peruanas probadas por el dolor. Y que encuentren ahí motivación e impulso para un esfuerzo decidido, en orden a evitar y corregir las injusticias, la postergación, el olvido cívico. La tarea de convertirse en artífices de reconciliación debe manifestarse en hechos concretos que erradiquen, con urgencia, las circunstancias sociales que hieren la dignidad de los hombres, y que se pueden convertir en caldo de cultivo de situaciones explosivas, favoreciendo la violencia, generando animosidad, dando lugar a postraciones lacerantes.

La doctrina social de la Iglesia aporta criterios éticos radicales. Todo cristiano ha de sentirse urgido en llevarlos ala práctica. Para ello es necesario no sólo generosidad de corazón, sino empeño eficaz y competencia técnica. Hace falta que cristianos convencidos, peritos a la vez en los distintos saberes y conocedores por propia experiencia de los ámbitos políticos, económicos y sociales, reflexionen a fondo sobre los problemas de la sociedad contemporánea, para iluminarnos con la luz del Evangelio (Cfr. Instrucción sobre algunos aspectos de la "Teología de la liberación" , XI, 14). De esta reflexión surgirán orientaciones y pautas, plurales en muchos casos, que estimulen a los hombres de acción y los guíen en su actuar. De este intercambio entre hombres de pensamiento y de acción, podrá derivar la mejora de la sociedad, la justicia y, con ella, la paz.

La Comunidad internacional, por su parte, y las instituciones operantes en el ámbito de la cooperación entre las naciones, han de aplicar medidas justas en las relaciones, sobre todo económicas, con los países en vías de desarrollo. Han de dejar de lado todo trato discriminatorio en los intercambios comerciales, sobre todo en el mercado de las materias primas. Al ofrecer la necesaria ayuda financiera han de buscarse, de común acuerdo, condiciones que permitan ayudar a esos pueblos a salir de una situación de pobreza y subdesarrollo; renunciando a imponer condiciones financieras que, a la larga, en vez de ayudar a esos pueblos a mejorar su situación, los hunden más; y hasta pueden llevarlos a condiciones desesperadas que traigan conflictos cuya magnitud no es posible calcular.

6. Quiero ahora dirigir mi palabra apremiante a los hombres que han puesto su confianza en la lucha armada; a aquellos que se han dejado engañar por falsas ideologías, hasta pensar que el terror y la agresividad, al exacerbar las ya lamentables tensiones sociales y forzar una confrontación suprema, pueden llevar a un mundo mejor.

A éstos quiero decir: ¡El mal nunca es camino hacia el bien! No podéis destruir la vida de vuestros hermanos; no podéis seguir sembrando el pánico entre madres, esposas e hijas. No podéis seguir intimidando a los ancianos. No sólo os apartáis del camino que con su vida muestra el Dios-Amor, sino que obstaculizáis el desarrollo de vuestro pueblo.

¡La lógica despiadada de la violencia no conduce a nada! Ningún bien se obtiene contribuyendo a aumentarla. Si vuestro objetivo es un Perú más justo y fraterno, buscad los caminos del diálogo y no los de la violencia.

Recordad lo que los obispos latinoamericanos han enseñado repetidas veces: que la «Iglesia rechaza la violencia terrorista y guerrillera, cruel e incontrolable cuando se desata. De ningún modo se justifica el crimen como camino de liberación. La violencia engendra inexorablemente nuevas formas de opresión y de esclavitud, de ordinario más graves que aquellas de las que se pretende liberar. Pero sobre todo es un atentado contra la vida, que sólo depende del Creador . . . Debemos recalcar también que cuando una ideología apela a la violencia, reconoce con ello su propia insuficiencia y debilidad» (Puebla, 532).

Por ello os suplico con dolor en mí corazón, y al mismo tiempo con firmeza y esperanza, que reflexionéis sobre las vías que habéis emprendido. A vosotros, jóvenes, os digo: ¡No permitáis que se instrumentalice vuestra eventual generosidad y altruismo! La violencia no es un medio de construcción. Ofende a Dios, a quien la sufre y a quien la practica (Homilía durante la Santa Misa para las Órdenes y las Congregaciones religiosas en Loyola, n.6, 6 de noviembre de 1982: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V, 3 (1982) 1166). Una vez más repito que el cristianismo reconoce la noble y justa lucha por la justicia a todos los niveles, pero invita a promoverla mediante la comprensión, el diálogo, el trabajo eficaz y generoso, la convivencia, excluyendo soluciones por caminos de odio y de muerte.

Os pido, pues, en nombre de Dios: ¡Cambiad de camino! ¡Convertíos a la causa de la reconciliación y de la paz! ¡Aún estáis a tiempo! Muchas lágrimas de víctimas inocentes esperan vuestra respuesta.

7. A los miembros de la Iglesia en Perú los aliento a ser los primeros en hacerse instrumento de reconciliación, de esperanza, de justicia integralmente liberadora.

En ese imprescindible esfuerzo por cambiar las personas y las estructuras, recordad siempre que un compromiso por la liberación que no esté inspirado en el propósito de verdad, de justicia y en el amor sin exclusivismos; que no vaya acompañado de acciones en favor de la reconciliación y de la paz, nos es cristiano. Estad, pues, atentos ante vuestros propios corazones, ante intereses y propósitos intencionados de agudizar los antagonismos. Guiados por y desde el Evangelio, sed artífices de justicia, y seguid fielmente las normas fijadas a este propósito por vuestros obispos (Cf. Instrucción sobre algunos aspectos de la "Teología de la liberación").

Pastores y fieles de la Iglesia en Perú: Buscad personalmente a Cristo para así llevarlo a los demás. En la actual coyuntura del Perú, del continente latinoamericano, del mundo, la Iglesia tiene una función propia que cumplir: recordar que sólo Cristo puede ser principio y fundamento de una auténtica reconciliación social.

8. Queridos hermanos: Quiero concluir este encuentro con un llamado a la esperanza. No os dejéis abatir por el dolor que pesa sobre vuestras vidas. No olvidéis la constante capacidad de conversión a Dios del corazón humano. No perdáis la esperanza y el propósito de vencer el mal con el bien. ¡Cristo nos acompaña y ha vencido el mal! No dejéis, pues, de mirar vuestra vida en la perspectiva de la cruz redentora y reconciliadora de Jesús, que nos muestra las metas eternas de nuestra existencia.

A María, la Madre de la esperanza, confiamos estas necesidades. Vamos a orar ahora con Ella recitando el Ángelus: Pidámosle que ilumine a los gobernantes, estimule a las fuerzas vivas del país, pacifique a los violentos, ayude a los que sufren.

¡Que Santa María obtenga de su Hijo la paz eterna para los muertos de esta región!

¡Que la Virgen fiel interceda ante su Hijo por las víctimas del terrorismo, para que hallen consuelo, ayuda y eficaz solidaridad!

¡Que la Madre del Redentor del hombre aliente los esfuerzos por mejorar la situación en todos los países que conocen la injusticia o la escasez!

¡Que la Madre de la Iglesia impulse a sus hijos a comprometerse en el servicio al desarrollo integral de sus hermanos más necesitados!

¡Huamangapa, iñiq Wuawancuna!

(Católicos hijos de Huamaga).

Unanchacuqpa Cuyacuinintam apamuiquichic, allpaichichicpi tarpusqa sonqoiquichicta causarichinampaq.

(Os traigo el amor de nuestro Dios, para que sembrado en vuestra tierra, sea la resurrección de vuestros corazones).



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