VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO
CEREMONIA DE DESPEDIDA
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Martes 5 de febrero de 1985
Señor Presidente,
Hermanos en el episcopado,
peruanos todos:
Han ido pasando con rapidez estas jornadas ―casi cuatro― que he transcurrido con vosotros. Los sucesivos encuentros con el pueblo fiel peruano, me han llevado de la costa a algunas de vuestras imponentes alturas andinas.
Llega ahora el momento de despedirme del Perú, aunque he de visitar todavía vuestra selva de grandes ríos, para encontrar en Iquitos a las poblaciones nativas.
Y en esta circunstancia, al sentimiento de admiración por vuestra cultura y valores; por el acervo histórico que arranca del Imperio Inca; por la majestuosidad del Machu Picchu y tantos otros lugares, se unen el gozo por vuestro espíritu cristiano y la gratitud por vuestra hospitalaria acogida.
Los encuentros con cada grupo eclesial del Perú, el contacto con las diversas categorías del pueblo fiel de las arquidiócesis, ―de Lima, Arequipa, Cuzco, Ayacucho, Piura Trujillo y de la diócesis del Callao― me han hecho ver una religiosidad que se expresa en el joven y el adulto, en el enfermo y el trabajador, en los pescadores y campesinos, en los habitantes de los pueblos jóvenes o de las ciudades.
Mí viaje concluye ahora. Me llevo conmigo una impresión muy positiva del Perú. Y me alegra sobre todo haber descubierto en vοsotros una voluntad decidida de afrontar los problemas que encontráis. Os aliento a continuar en ese camino, aprovechando todos los recursos con los que cuenta el Perú y el alma peruana. Quiera Dios que mí visita marque un atisbo de primavera y que comience aquí la germinación de nuevos frutos de fe y de vivencia en el obrar de cada día. Estos eran los objetivos de mí venida, que van mucho más allá de la estadía en el País.
He de agradeceros a todos, de manera particular y prioritaria al Señor Presidente de la República, a sus Colaboradores a los distintos niveles, al Señor Cardenal, al Episcopado, a tantos otros servidores de la Iglesia y de la sociedad a todos los encargados del servicio del orden, el empeño puesto —con tanto entusiasmo y competencia— en la preparación y desarrollo de esta visita del Papa. A todos cuantos han colaborado, aunque su labor no haya sido notada y precisamente por ello, llegue mí gratitud más sincera, que se hace también oración por ellos, por sus intenciones y familias.
En muchos lugares de la serranía y de la costa, en las cimas de los montes, en la encrucijadas y cercanías de los pueblos peruanos, se yergue con frecuencia la cruz, acompañada a veces de los símbolos de la Pasión de Cristo. Es una devoción muy radicada en la piedad popular. El Señor de los Milagros en Lima, de los Temblores en Cuzco, de Luren en Ica, de Burgos en Chachapoyas y Huanúco, de la Agonía y de Huamatanga en las zonas del Norte, son buena prueba de ello.
Yo querría invitares, antes de dejar vuestro suelo, a hacer de esa cruz de la Pasión el símbolo de vuestra fidelidad a Cristo y al hombre por El. Frente a quienes os invitan a abandonar vuestra fe ola Iglesia en que os hicisteis cristianos; frente a quienes os invitan al materialismo teórico c práctico; frente a quien os muestra caminos de violencia; frente a quien practica la injusticia o no respeta el derecho de los otros.
Para favorecer estos objetivos ha venido el Papa al Perú. Desde aquí o desde lejos, él espera vuestra respuesta. Y entre tanto, con brazos de amigo os bendice cordialmente a vosotros y a todos los peruanos.
¡Muchas gracias!
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