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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LOS PAÍSES BAJOS ANTE LA SANTA SEDE
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Jueves 5 de junio de 1986

 

Señor Embajador:

1. Me complace recibiros. Los propósitos que acabáis de manifestar son prenda de la seriedad con que emprendéis vuestra misión como Embajador ante la Santa Sede. Estad seguro de que encontraréis aquí los apoyos necesarios para llevar a buen término esta alta función, siguiendo así a vuestros predecesores.

Sois enviado por Su Majestad la Reina Beatriz, cuya visita al Vaticano fue muy apreciada y que, a su vez, me ofreció tan buena acogida en su Palacio real de Huis ten Bosch. Conservo, en efecto, un recuerdo muy agradable de la cortés hospitalidad y de las conversaciones que pudimos tener en las dos circunstancias. Agradecería, por tanto, a Vuestra Excelencia que le diera las gracias por sus saludos y se hiciera ante ella intérprete de mi consideración respetuosa y de mis votos cordiales por la familia real y por vuestro querido País.

2. Habéis evocado con simpatía mi viaje apostólico a vuestro País. Constituyó, en efecto, una ocasión singular y memorable para estrechar los lazos de la Santa Sede con el reino de los Países Bajos, con su Gobierno, con todo el pueblo holandés y, sin duda alguna, de un modo privilegiado con los obispos católicos y sus comunidades eclesiales en el marco de una visita antes que nada pastoral.

Yo sabía que iba a encontrar entre ustedes no sólo una nación con un prestigioso pasado cultural y artístico, y además a un pueblo industrioso, valiente, emprendedor, deseoso de traducir sus ideales en compromisos prácticos y siempre enamorado de la libertad. Las distintas etapas de mi viaje por las hermosas ciudades cargadas de historia —habéis evocado la «Paushuize» de mi predecesor Adriano VI en Utrecht—, así como la posibilidad de contemplar desde el avión los campos verdeantes que llevan la señal de un trabajo cuidado y pertinaz, y sobre todo los testimonios que pude recoger en aquella ocasión han confirmado esa fama. Pude observar además cómo la religión cristiana había configurado el alma de aquel pueblo y continúa marcando aún con su impacto numerosas instituciones sociales y culturales, mientras que, por otra parte, a todos los niveles se halla asegurada una amplia libertad religiosa, de la que se benefician todas las confesiones.

3. Por lo que se refiere al compromiso político, Vuestra Excelencia ha subrayado la participación activa de los Países Bajos en la vida internacional, en la que se manifiesta su preocupación por reforzar la paz en todos los lugares donde está amenazada, por instaurar mayor justicia, por garantizar de manera eficaz los Derechos del hombre. Vuestro Gobierno participa de modo especial y a veces determinante en la actividad de las diversas instituciones europeas. Conocéis el interés de la Santa Sede por todos estos esfuerzos capaces de hacer que la comunidad humana sea más fraterna, más solidaria, gracias a la elaboración y la aplicación de medidas políticas, jurídicas y económicas adecuadas.

Desearía mencionar ante todo un punto que honra a vuestro País: me refiero a la generosidad con la que el pueblo y el Gobierno holandeses participan en el desarrollo de los pueblos menos afortunadas del Tercer Mundo. La comunidad católica apoya ampliamente este compromiso. Por otra parte, ¿no se engarza en ese mismo movimiento la contribución tan ejemplar que vuestros compatriotas cristianos han prestado a la evangelización en los países de misión así como su compromiso actual en las jóvenes Iglesias? Los holandeses poseen el sentido de las necesidades de los demás, saben abrirse a lo universal y más con hechos que con palabras. La Santa Sede se alegra de ello y os felicita.

4. Habéis insistido justamente, Señor Embajador, en la misión específica, espiritual, de la Iglesia y de la Santa Sede que es su centro. Es decir, su preocupación fundamental por la formación de las  conciencias, en la cual trabajan, en cada uno de los países, las Iglesias locales en comunión con el Sucesor de Pedro. Gustosamente, respondiendo a vuestro deseo, yo pido por el bienestar de todos vuestros compatriotas. Y este bienestar incluye la promoción de los valores morales y espirituales.

La Iglesia faltaría a su deber si no intentara iluminar las conciencias, señalar los males que amenazan de igual modo la vida cristiana y la integridad del hombre, alentar cuanto esté conforme con la verdad y el bien del hombre. La Iglesia no tiene poder directo sobre las leyes o instituciones del Estado, que los ciudadanos se dan democráticamente con toda libertad. Sin embargo, la Iglesia tiene su propio juicio sobre ellas y distinguirá siempre entre lo que está permitido por las leyes civiles y lo que es moral, coherente con una conciencia bien formada. Este es el caso, por ejemplo, del respeto a la vida desde la concepción o en situación de enfermedad grave o de vejez. Sí, la Iglesia interpela sin cesar las conciencias con el fin de producir en ellas un sobresalto moral.

A decir verdad, incumbe a los obispos de cada país provocar la reflexión de sus compatriotas sobre estos principios que son los de la Iglesia universal y que la Santa Sede recuerda; y vuestros obispos no han dejado de hacerlo en los dos campos que acabo de mencionar. Por otra parte, hay muchos otros problemas morales, complejos, todos ellos, y es preciso constatar que, sobre todo las jóvenes generaciones, se hallan muy desorientadas al respecto, y buscan con frecuencia un escape en los estupefacientes o en costumbres que los degradan. ¿Quién no se preocuparía por una educación para la libertad auténtica, la búsqueda de la verdad, el respeto al amor, a los valores familiares? La Iglesia, por su parte, desea trabajar en ese terreno con todas sus fuerzas y de acuerdo con el papel que le corresponde, respetando la conciencia de los demás, y no duda de que en este campo encontrará el asentimiento de los responsables civiles del bien común. Estos, en efecto, ocupan una situación mejor para comprender que existe en este punto un reto que hay que enfrentar para el futuro del País, para su verdadero progreso humano y espiritual, en conformidad con la herencia cristiana que lo ha marcado tanto y que continúa siendo, para quienes la aceptan, una fuente de vida.

Tales son, Señor Embajador, los sentimientos que me animan en los umbrales de vuestra misión diplomática ante la Santa Sede. Hago ante Dios los mejores votos por Vuestra Excelencia, por el pueblo holandés y por sus gobernantes, invocando sobre ellos las bendiciones de Aquél que da alegría, fortaleza y luz a los hombres de buena voluntad.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 32, p.8.



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