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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DEL REINO DE DINAMARCA ANTE LA SANTA SEDE
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Lunes 23 de junio de 1986

 

Señor Embajador:

Con enorme complacencia os recibo en el Vaticano y acepto gustosamente las Cartas Credenciales en las que se os nombra Embajador Extraordinario y Plenipotenciario del Reino de Dinamarca ante la Santa Sede. Agradezco los saludos de Su Majestad la Reina, que me habéis transmitido, y os pido que manifestéis a Su Majestad la sinceridad de mi aprecio y alta estima.

Sois el segundo Embajador que representa vuestro País desde el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre el Reino de Dinamarca y la Santa Sede, tras un largo período sin contactos oficiales y directos. Vuestra presencia hoy aquí es un testimonio de la firme resolución por ambas partes por mantener y desarrollar aún más las excelentes relaciones de que disfrutamos actualmente.

Constato con complacencia que en vuestro discurso, Señor Embajador, habéis aludido a algunas áreas de interés en las que vuestro País y la Santa Sede comparten un interés común y un común deseo de colaboración en la búsqueda de soluciones adecuadas. Entre esos grandes problemas se sitúan la urgencia de trabajar por la causa de la paz, la defensa de los Derechos Humanos, la promoción de libertades fundamentales, la causa de la justicia a todos los niveles de relaciones entre las personas y entre las naciones o grupos de naciones. Os habéis referido asimismo a la tarea vital de alimentar a los hambrientos y de promover un desarrollo apropiado en las regiones que continúan trabajando en condiciones de necesidad intolerable.

La Santa Sede aprecia enormemente la disponibilidad de vuestro Gobierno y de vuestro pueblo para responder a las necesidades de las naciones menos desarrolladas. Al hacerlo manifestáis una sensibilidad y una visión humanitaria que os honra y está en armonía con la milenaria tradición cristiana de Dinamarca.

En el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz de este año intenté subrayar el hecho de que, en la actual situación del mundo y frente a los graves peligros que amenazan la paz, los líderes que ostentan alguna responsabilidad en la vida política o social tienen que considerar el bien común de la entera familia de las naciones, junto al bien común particular de una determinada nación (n. 4). Sólo contemplando el mundo con un agudo sentido de realismo y con un deseo sincero de satisfacer las aspiraciones legítimas de los pueblos a la libertad;,la dignidad humana y una participación justa en los bienes del mundo, pueden resolverse las tensiones y desigualdades existentes.

En todos sitios está ganando terreno la conciencia de que la reconciliación, la justicia y la paz entre los individuos y entre las naciones – considerando el estado a que ha llegado la Humanidad y las gravísimas amenazas que pesan sobre su futuro –, no son simplemente un noble llamamiento dirigido a unos cuantos idealistas, sino una verdadera condición para la supervivencia de la propia vida» (ib.). La opinión pública se siente en ocasiones conmovida al apercibirse de que acontecimientos ocurridos en un lugar o país determinado trascienden más allá de las fronteras políticas y se convierten en centro de interés de la entera familia humana. Algunas políticas son concebidas de tal modo que sus efectos alcanzan más allá de la generación actual y permanecerán durante muchas generaciones futuras. Todo lo cual apunta a la necesidad de un agudo sentido de responsabilidad y una gran sensibilidad frente a las implicaciones éticas de la política y decisiones públicas.

En el referido Mensaje yo acentuaba que «cua1quier sistema internacional capaz de superar la lógica de bloques y de fuerzas opuestas tiene que basarse en el compromiso personal de cada cual por hacer de las necesidades primarias y básicas de la Humanidad el primer imperativo de la política internacional (ib.). Lo que se exige es una nueva mentalidad, radicalmente distinta del propio interés que prevalece con frecuencia en las relaciones entre naciones. Hace falta un sentido agudo de fraternidad y de solidaridad en los distintos niveles de las relaciones humanas y del compromiso político. Es preciso eliminar barreras y sustituirlas por la confianza basada en la sinceridad y en la voluntad de colaborar en el bien general de todos.

La Santa Sede intenta atraer la atención de la opinión pública y de las distintas instancias internacionales que trabajan por la estabilidad y el progreso de los pueblos de un modo especial sobre los valores culturales, éticos y morales presentes en los negocios humanos. En este sentido acojo sinceramente vuestra alusión a los casos de colaboración entre Dinamarca y la Santa Sede en el contexto de organizaciones internacionales y agencias humanitarias.

En relación con otro tema, Señor Embajador, sabéis que la Iglesia Católica en su totalidad se siente irrevocablemente comprometida en la tarea de promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos mediante el Movimiento ecuménico. En Dinamarca, el número de católicos es pequeño, pero viven en una relación estrecha de armonía y diálogo con los miembros de otras tradiciones religiosas, especialmente con los miembros de la Iglesia Luterana, a la que pertenece la mayoría de la población. Esperamos que este foro privilegiado de diálogo contribuya también a fortalecer el clima de entendimiento mutuo y de apertura en el que las Iglesias se sientan conducidas a una colaboración cada vez mayor a la hora de responder a los retos de nuestra época. Pienso con afecto en el «pequeño rebaño» que constituyen los católicos daneses y expreso mis sentimientos cordiales de buena voluntad y estima hacia los miembros de las otras comunidades cristianas. Que la vía del Ecumenismo que hemos emprendido juntos pueda conducirnos pronto al encuentro en la plena unidad de fe en Cristo Jesús.

Señor Embajador: le manifiesto la certeza de mis mejores deseos en la oración por el éxito en el desarrollo de vuestra alta misión en favor de vuestro País e invoco gustosamente las bendiciones divinas sobre Su Majestad la Reina y sobre todos vuestros conciudadanos.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 30, p.10.



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