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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS REPRESENTANTES DEL MUNDO DE LA CULTURA

Universidad Católica de Santiago de Chile
Viernes 3 de abril de 1987

 

Eminentísimos señores cardenales,
excelentísimos señores obispos,
señores rectores, autoridades académicas y profesores,
responsables de la pastoral universitaria,
amigos todos de la cultura y de la ciencia,
queridos estudiantes, señoras y señores
:

1. En mi visita a vuestra noble nación no podía faltar un encuentro con vosotros, que representáis el mundo de la cultura, de la ciencia y de las artes. En visitas a países de tradición católica, es osta una cita obligada que me llena de gozo y a la cual atribuyo una especialísima importancia.

Las incomprensiones y malentendidos que pudo haber en el pasado, con respecto a determinados postulados de la ciencia, han sido felizmente superados, y entre la Iglesia y la cultura existe hoy un diálogo vivo, cordial y fecundo. Permitidme que lo repita también aquí entre los exponentes de la intelectualidad y del mundo universitario chileno La Iglesia necesita de la cultura, así como la cultura necesita de la Iglesia. Se trata de un intercambio vital y. en cierto modo, misterioso, que conlleva el compartir bienes espirituales y materiales que a ambos enriquecen.

Me dirijo también en esta ocasión a los “constructores de la sociedad”, con el deseo de alentarles en sus quehaceres en favor del bien común. Heme aquí pues entre vosotros, para deciros, con mi presencia y mi palabra, lo mucho que la Iglesia os necesita y, recíprocamente, lo mucho que vosotros podéis recibir de ella para dar satisfacción a muchas de las exigencias de vuestra misión y vocación científica y profesional.

2. Frente a los amplios horizontes que os ofrece el mundo creado por Dios, dentro del cual el hombre, gloria de la creación, desarrolla su actividad transformadora y humanizadora, habéis de asumir con plena conciencia la singular responsabilidad que compartís con los hombres de la cultura y de la ciencia del mundo entero. La ciencia y la cultura no tienen fronteras.

De modo más concreto y específico, vuestra responsabilidad se proyecta sobre la nación y sobre el pueblo chileno y es una responsabilidad moral que tenéis ante Dios y ante vuestros conciudadanos. Es éste un compromiso primario, que hoy la Iglesia os quiere recordar con afecto y para cuyo desempeño os ofrece su apoyo y colaboración.

La cultura de un pueblo –en palabras del documento de Puebla de los Ángeles– es «el modo particular como los hombres cultivan su relación con la naturaleza, entre sí mismo y con Dios (Gaudium et spes, 53) de modo que puedan llegar a "un nivel verdadera y plenamente humano" (Ibíd.)» (Puebla, 386).

La cultura es, por tanto, “el estilo de vida común” (Gaudium et spes, 53) que caracteriza a un pueblo y que comprende la totalidad de su vida: “el conjunto de valores que lo animan y de desvalores que lo debilitan... las formas a través de las cuales aquellos valores o desvalores se expresan y configuran, es decir, las costumbres, la lengua, las instituciones y estructuras de convivencia social” (Puebla, 387). En una palabra, la cultura es, pues, la vida de un pueblo.

Pero sois vosotros, hombres del mundo de las letras, de las ciencias y de las artes, quienes, además de participar intensamente de esta vida, estáis en condiciones de detectar y analizar los rasgos característicos de la cultura de vuestro pueblo. Sois vosotros los que descubrís y. en cierta medida, podéis iluminar la trayectoria del devenir cultural, sugiriendo, a veces, nuevos derroteros.

3. En este sentido el mundo de la cultura es parte de la conciencia del pueblo; es por ello que vosotros estáis llamados a tomar parte activa en la configuración de dicha conciencia.

“El hombre vive una vida verdaderamente humana, gracias a la cultura” (Discurso a la Unesco, n. 6, 2 de junio de 1980). La cultura, por su parte, en la variedad y riqueza de su creatividad, da razón de que el hombre es un ser distinto y superior al mundo que lo rodea. Por esto, “el hombre no puede estar fuera de la cultura” (Ibíd.).

Del reconocimiento de su condición como “ser distinto y superior” surgen simultáneamente en el hombre el interrogante antropológico y el ético. Y sobre este fundamento arraiga lo esencial de toda cultura, es decir, “ la actitud con que un pueblo afirma o niega una vinculación religiosa con Dios ”; lo cual conduce, a que “la religión o la irreligión sean inspiradoras de todos los restantes órdenes de la cultura –familiar, económico, político, artístico, etc.– en cuanto los libera hacia un último sentido trascendente o los encierra en su propio sentido inmanente” (Puebla, 389).

4. Ved, pues, la ardua tarea y grave responsabilidad que aguarda a todo hombre que se precia del título de hombre de cultura. Permitidme en esta circunstancia recordaros algunas de ellas, que me parecen particularmente urgentes. En primer lugar, se hace necesario un proceso de reflexión, que desemboque en una renovada difusión y defensa de los valores fundamentales del hombre en cuanto tal, en su relación con sus semejantes y con el medio físico en que vive. A este respecto, os aliento encarecidamente a que sepáis presentar en su justa imagen una cultura del ser y del actuar. “ El "tener" del hombre no es determinante para la cultura, ni es factor creador de cultura, sino en la medida en que el hombre, por medio de su "tener", puede al mismo tiempo "ser" más plenamente hombre en todas las dimensiones de su existencia, en todo lo que caracteriza su humanidad” (Discurso a la Unesco, n. 7, 2 de junio de 1980). Una cultura del ser no excluye el tener: lo considera como un medio para buscar una verdadera humanización integral, de modo que el "tener" se ponga al servicio del "ser" y del "actuar".

En términos concretos, esto significa promover una cultura de la solidaridad que abarque la entera comunidad. Vosotros, como elementos activos en la conciencia de la nación y compartiendo la responsabilidad de su futuro, debéis haceros cargo de las necesidades que toda la comunidad nacional ha de afrontar hoy. Os invito, pues, a todos, hombres de la cultura y “constructores de la sociedad”, a ensanchar y consolidar una corriente de solidaridad que contribuya a asegurar el bien común: el pan, el techo, la salud, la dignidad, el respeto a todos los habitantes de Chile, prestando oído a las necesidades de los que sufren. Dad cumplida y libre expresión a lo que es justo y verdadero y no os sustraigáis a una participación responsable en la gestión pública y en la defensa y promoción de los derechos del hombre.

No se me oculta que también vosotros tenéis que hacer frente cada día a no pocas dificultades. Las particulares circunstancias por las que atraviesa el país han creado, también en vuestras filas, una cierta desorientación e inseguridad.

5. La Iglesia, en esta hora cargada de responsabilidades, os acompaña en vuestra ineludible misión de buscar la verdad y de servir sin descanso al hombre chileno. Desde su propio ámbito os alienta a profundizar en las raíces de la cultura chilena; a robustecer vuestra función dentro de la comunidad con niveles de competencia científica cada vez más serios y rigurosos, y evitando la tentación de aislamiento respecto de la vida real y de los problemas del pueblo. De este modo, prestaréis una magnífica e insustituible contribución a la toma de conciencia de la identidad cultural por parte de vuestro pueblo.

La identidad cultural supone tanto la preservación como la reformulación en el presente de un patrimonio pasado, que pueda así ser proyectado hacia el futuro y asimilado por las nuevas generaciones. De esta manera, se asegura a la vez la identidad y el progreso de un grupo social.

En el pueblo, que conserva de manera notable la memoria del pasado y está expuesto en forma directa a las transformaciones del presente, vosotros podréis encontrar las raíces de aquellas peculiaridades que hacen de la vuestra una cultura que tiene ciertos rasgos comunes con la de otras naciones del mundo latinoamericano, una cultura chilena, cristiana y católica, una cultura noble y original.

6. Si el caminar solidario con el pueblo es garantía de permanencia de una memoria fiel a sus raíces y de profundización en lo que pudiera llamarse la identidad cultural de la nación, la opción preferencial por los jóvenes es garantía de futuro.

La cultura es una realidad inserta en el devenir histórico y social (Gaudium et spes, 53). La sociedad la recibe, la modifica creativamente y la transmite sin pausa, a través del proceso de la tradición generacional (cf. Puebla, 392). Los jóvenes son, por naturaleza, uno de los vehículos de transmisión y de transformación de la cultura.

La presencia de los jóvenes en la universidad contribuye a hacer de ésta un centro ideal para la gestación de las renovaciones culturales que, en el transcurso del tiempo, fomente el desarrollo de la persona humana en todas sus capacidades. De ahí que la Iglesia, desde el campo que le es propio, pretenda renovar y reforzar los vínculos que la ligan a la institución universitaria de vuestro país desde su mismo nacimiento.

Lejos de pretender restaurar antiguas formas de mecenazgo hoy día impracticables, la Iglesia, movida por su indeclinable vocación de servicio al hombre, dirige su llamada a todos los intelectuales chilenos –comenzando por los propios hijos de la Iglesia– para que lleven a cabo esa labor integradora, propia de la verdadera ciencia, que asiente las bases de un auténtico humanismo. En esta perspectiva, cobra actualidad aquel proceso siempre nuevo que el documento de Puebla llama “evangelización de las culturas” (Ibíd., 385).

7. Dicha evangelización se dirige al hombre en cuanto tal. Partiendo de la “ dimensión ” religiosa, tiene en cuenta a todo el hombre y se esfuerza por llegar a él en su totalidad. Una genuina evangelización de las culturas ha de seguir obligatoriamente esta trayectoria, puesto que, en última instancia, es el hombre el primer artífice y el beneficiario de la cultura.

En este quehacer las universidades juegan un papel particularmente importante. Ellas se presentan como instituciones con vocación de servicio al hombre como tal, sin subterfugios ni pretextos.

A este respecto, yo diría que corresponde a las Universidades Católicas, y en particular a esta Pontificia Universidad Católica de Chile, una tarea que puede considerarse institucional. Permitidme que, en esta circunstancia, dirija un saludo de aprecio a esta benemérita Universidad, que en esta mañana nos acoge, expresándole mi reconocimiento por la labor realizada y mi aliento a proseguir en la consecución de los objetivos propios de una Universidad Católica: calidad y competencia científica y profesional; investigación de la verdad al servicio de todos; formación de las personas en un clima de concepción integral del ser humano, con rigor científico, y con una visión cristiana del hombre, de la vida, de la sociedad, de los valores morales y religiosos (Discurso a los estudiantes de las Universidades católicas de México, 31 de enero de 1979); participación en la misión de la Iglesia en favor de la cultura. En todo este cometido es preciso tener presente que la “Universidad Católica debe ofrecer una aportación específica a la Iglesia y a la sociedad”, y que ella encuentra “su significado último y profundo en Cristo, en su mensaje salvífico, que abarca al hombre en su totalidad, y en las enseñanzas de la Iglesia” (Ibíd.).

8. A esta Universidad, que por ser Pontificia goza de particulares vínculos con la Sede Apostólica, dirijo un llamado apremiante a un renovado esfuerzo en su trayectoria de servicio al hombre y a la sociedad chilena por amor a Dios, profundizando en aquella visión moral y espiritual de la persona con la que el Concilio Vaticano II, particularmente en la Constitución Gaudium et spes, ha querido dar respuesta no sólo a las esperanzas, sino también a las angustias y a los problemas del hombre moderno.

Partiendo de la propia vocación y de su identidad cristiana y católica, la Universidad y todos los miembros que la componen, deben convertirse en testimonio de verdad y justicia, y dar testimonio, juntamente con los demás centros universitarios, de los valores morales ante la nación. Esto comporta para ella –en fecundo diálogo entre el orden revelado y las ciencias “humanas”, en expresión de Santo Tomás de Aquino– (Summa Theologiae, I q. 1, a. 1) fidelidad al Magisterio de la Iglesia; comporta profundización y divulgación de aquellos principios que forman parte del patrimonio irrenunciable de la doctrina católica; comporta adhesión a aquellas enseñanzas que la Iglesia ha venido explicitando en campo social (cf. Puebla, 475).

Por otra parte, queda fuera de toda duda que en su servicio a la cultura han de mantenerse claramente algunos principios: la identidad de la fe sin adulteraciones, la apertura generosa a cuantas fuentes exteriores de conocimiento puedan enriquecerla y el discernimiento crítico de esas fuentes conforme a aquella identidad.

Sin la identidad inamovible de la fe cristiana, los préstamos exteriores se convierten en fáciles y transitorios sincretismos que el tiempo disipa. Sin la necesaria apertura a esas otras fuentes –tan variadas y ricas en nuestra época– el pensamiento cristiano se angosta y queda atrás. Y sin el indispensable discernimiento crítico, se producen síntesis aparentes y ruinosas que tanto dañan hoy mismo la conciencia de los fieles. El Papa urge en forma especial a los creyentes a no caer en la tentación de recurrir a ideologías ateas, o transidas de materialismo teórico o práctico, o cautivas del principio de la inmanencia o inmanentismo, y. en general, incompatibles con la fe cristiana. Más aún, el solo pensar ideológico, en el sentido actual de esta expresión, ya lleva consigo simplificaciones o reducciones frente a las cuales la conciencia cristiana debe mantenerse en guardia, atenta a la diferencia que media entre la doctrina y la ideología.

9. En las proximidades del tercer milenio, la humanidad se encuentra en el trance de un proceso de cambio sin precedentes, “que no podrá tener lugar en el sentido de la salvación, más que en virtud de una cultura nueva, de dimensiones planetarias” (Discurso al mundo de la cultura de Florencia, n. 8, 18 de octubre de 1986).

A la Iglesia en Latinoamérica, y en particular a la Iglesia que peregrina en Chile y a esta noble nación, en la vigilia de las celebraciones del V centenario del comienzo de la evangelización del continente americano, se le pide su aporte original en la formación de una síntesis renovada que ofrezca respuestas adecuadas a la “nueva época de la historia humana” (Gaudium et spes, 54).

Al agradecer vuestra presencia, deseo reiterar mi profunda estima por la labor que desempeñáis en favor de la cultura, y a la vez alentaros en vuestros esfuerzos por hacer de nuestro mundo un lugar más fraterno, humano y acogedor y, por lo mismo, más digno de Dios.

Elevo mi plegaria al Altísimo para que os conceda la fuerza necesaria para seguir trabajando al servicio de Chile. A todos los presentes, a vuestras familias y a las instituciones que representáis imparto con afecto mi bendición apostólica.



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