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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE NUEVA ZELANDA ANTE LA SANTA SEDE
*


Viernes 8 de enero de 1988

 

Excelencia:

Es un placer para mí darle la bienvenida hoy con ocasión de la presentación de sus Cartas Credenciales como nuevo Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Nueva Zelanda. Le agradezco sus amables palabras acerca de mi visita a su País hace poco más de un año. Nunca olvidaré la cordial bienvenida que se me brindó, ni tampoco el modo cortés y respetuoso con el que mis palabras fueron recibidas no sólo por los católicos, sino por todo el pueblo da Nueva Zelanda.

Usted ha aludido a los numerosos beneficios de los que su Nación disfruta como resultado de la bondad de Dios y de la administración que el pueblo de Nueva Zelanda hace de los dones que ha recibido. Por medio del duro trabajo y del respeto por el bien común ha alcanzado un alto nivel de vida. Me uno a usted y a sus conciudadanos para dar gracias a Dios por sus numerosas bendiciones.

Al mismo tiempo, usted ha señalado justamente que Nueva Zelanda tiene que cumplir también un deber dentro de la familia de las naciones. Trabajando junto con otros países, tanto a nivel internacional como regional, desempeña un importante papel en la promoción del verdadero desarrollo humano para toda la Humanidad. Como afirmé con ocasión de mi visita pastoral: «Hoy somos cada vez más conscientes de la interdependencia de todos los pueblas y naciones. Los problemas sociales y económicos de un país producen un impacto que va mucho más allá de los países vecinos. Los frutos y logros de las naciones más adelantadas hacen nacer una mayor responsabilidad en los ciudadanos de las naciones más pobres y más necesitadas» (Homilía, Christchurch, 24 de noviembre de 1986: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 30 de noviembre de 1986, pág. 22). Cada vez crece más la convicción de que la paz y el bienestar son para todos o no son para nadie.

El deseo de actuar responsable y generosamente para promover la justicia y la paz en el mundo se desarrolla dentro de un círculo de relaciones humanas cada vez más amplio. Comienza con la familia y con la comunidad local, y después abarca a todos los conciudadanos con los que se comparte una patria común y una identidad nacional. Por último, debo incluir también a todos los demás pueblos y naciones, para que la Humanidad llegue a experimentar los frutos de la verdadera justicia y de la paz, y alcance el desarrollo humano que se merece la dignidad de la que goza toda persona como hijo de Dios.

Concretamente, el noble deseo de la paz y la justicia exige que todos luchen por vivir y trabajar juntos con respeto mutuo y amor fraterno. Es alentador saber que en un país como Nueva Zelanda, que reúne a personas de origen polinesio y de origen europeo, existe una creciente conciencia de que las diferentes culturas deben complementarse mutuamente dentro de la unidad de una única sociedad. Como dije en Christchurch: «La presencia de estas dos raíces de vuestra civilización os proporciona una gran, y tal vez única, oportunidad... de mostrar en este País, cómo estas dos culturas pueden trabajar juntas con otras culturas... en un espíritu de armonía y justicia...» (ib.).

Dentro de la comunidad mundial más amplia, la búsqueda de la justicia y de la paz requiere que las relaciones internacionales estén basadas en el respeto al derecho fundamental de las naciones y de los pueblos de seguir su propio destino pacíficamente y sin ser obstaculizado por los demás. Requiere que las naciones desarrolladas estén dispuestas a facilitar la plena participación de los países menos desarrollados en la economía mundial, para que exista la posibilidad de establecer y mantener un decente nivel de vida para todos. El deseo de paz y de justicia exige también que las naciones aprendan a actuar responsablemente resolviendo sus diferencias por medio de pacientes negociaciones, y no por medio de la violencia y de la guerra. Esto se dará únicamente si los armamentos que exceden en mucho lo necesario para una defensa razonable, dejan de aumentar en todo el mundo, tanto entre las naciones más pequeñas, como entre las grandes potencias. No puedo dejar de mencionar la continua necesidad de una mayor reducción de armas nucleares.

Le agradezco que me haya asegurado que el Gobierno y el pueblo de Nueva Zelanda están decididos a trabajar por la paz mundial. La Iglesia Católica en Nueva Zelanda realiza una contribución positiva a este esfuerzo predicando el Evangelio de Jesucristo y su mensaje de paz y buena voluntad (cf. Lc 2, 14). Ella busca dar testimonio con las palabras y con los hechos de que la dignidad y los Derechos de toda persona vienen de Dios y son inalienables desde el primer momento de la concepción, hasta la muerte. Favoreciendo el respeto a la vida humana y enseñando las verdades espirituales sobre las que se basa dicho respeto, la Iglesia en Nueva Zelanda ayuda a establecer un sólido fundamento de la fe en Dios y de la obediencia a su ley de amor, sin la que no puede haber una paz duradera. Insistiendo en nuestra ciudadanía celestial y en la naturaleza pasajera de todas las cosas creadas, busca infundir en la gente una conciencia de su vocación transcendente y de su necesidad de confiar en la divina Providencia, sin la que no puede existir una verdadera justicia.

Excelencia: confío que en el futuro las cordiales relaciones que existen entre Nueva Zelanda y la Santa Sede no sólo sean mantenidas, sino que sean fortalecidas aún más. Al iniciar su misión al servicio de la armonía y de la paz en su País y en el mundo, le aseguro la plena cooperación y el apoyo de la Santa Sede. Que Dios Todopoderoso le ayude en el cumplimiento de sus responsabilidades, y que continúe derramando sobre Nueva Zelanda abundancia de bendiciones espirituales y materiales.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.6, p.6.



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