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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE  LA REPÚBLICA DE TURQUÍA ANTE LA SANTA SEDE
*

Lunes 13 de junio de 1988

 

Señor Embajador:

1. Tengo el gozo de recibirle en estos primeros momentos de la alta misión ante la Santa Sede que el Señor Presidente de la República de Turquía acaba de confiarle. El contenido de su alocución testifica los nobles sentimientos con los cuales se dispone a cumplir sus funciones. Le agradezco vivamente sus palabras, y le quedaré agradecido si expresa a Su Excelencia el Señor Kenan Evren mi cordial agradecimiento por sus saludos y deseos que le ha confiado para que me los transmita.

Recibiéndole, Excelencia, como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario acreditado ante la Santa Sede, deseo de todo corazón que su misión, en la línea de sus distinguidos predecesores, contribuya no sólo al mantenimiento de las buena relaciones entre la Sede Apostólica de Roma y su Gobierno, a las que usted hacia alusión antes; sino que aporte una nueva piedra y dé calidad al edificio nunca terminado de las relaciones bilaterales. Todos sabemos que el arte de la diplomacia para ser digno de tal nombre y para ser capaz de promover el bien general y particular de las poblaciones afectadas, exige la búsqueda permanente de la verdad, la lealtad y la continuidad del diálogo, con el fin de desembocar en la mejora de situaciones siempre perfeccionables y con mayor razón para disipar malentendidos e incluso para arreglar situaciones conflictivas.

2. Todo diplomático, sea cual fuere la tradición religiosa y cultural a la que esté vinculado, no puede ser sino un hombre de diálogo, de esperanza y de paz. Trabaja esencialmente por la paz, preciosa y frágil, indispensable para la felicidad de todo hombre y de toda nación.

He experimentado una auténtica satisfacción oyéndole destacar cómo su Gobierno y su Nación continuaban vinculados a los valores humanos de tolerancia y de respeto, que excluyen toda discriminación racial o religiosa. Igualmente usted ha puesto de relieve los esfuerzos de su País por cooperar en la seguridad mundial, a menudo puesta en peligro por los conflictos y los métodos de terror que condenamos. Esta cooperación se orienta igualmente hacia las pueblos más desprotegidos. Y tenéis la gentileza, Señor Embajador, de reconocer, para alegraros de ello, que la Santa Sede y su primer Responsable desarrollan una desinteresada y considerable actividad a fin de promover los Derechos Humanos, la justicia, la moral, la paz internacional. He sido sensible a su testimonio, tanto más porque tengo la certeza de que Su Excelencia misma continuará con ardor y discreción su misión de paz en todos los campos en los cuales sus intervenciones diplomáticas se vean como útiles o incluso necesarias.

3. Permitidme, Señor Embajador, evocar un problema por el que tengo especial interés y del que trato frecuentemente con los diplomáticos acreditados ante la Santa Sede: la libertad religiosa. El respeto de esta libertad es uno de los fundamentos importantes de la paz. El primero de enero pasado, con ocasión de la tradicional Jornada de la Paz, instituida por el Papa Pablo VI, he querido hacer de ella el tema de un Mensaje destinado a todos los Responsables de Gobierno. En efecto, cuando se consideran los acontecimientos que se desarrollan en el mundo, se ha de constatar que, cuarenta años después de la Declaración Universal de los Derechos del hombre, millones y millones de personas, en numerosas regiones del mundo padecen las consecuencias de legislaciones represivas, en ocasiones persecuciones, más frecuentemente sutiles prácticas de discriminación. Este estado de cosas constituye una pesada hipoteca para la paz. Es cierto que en su País los católicos son realmente minoritarios. Precisamente, Señor Embajador, su Gobierno, constatando que estas minorías cristianas se someten a las legítimas leyes de vuestra Nación, se honra y se honrará siempre asegurando su libertad religiosa. Estos católicos de diversos ritos se sienten felices de vivir sobre vuestro suelo en la medida en que se sienten seguros, disponen de lugares y locales suficientes para profundizar y celebrar la fe que han recibido y que tienen el derecho sagrado de transmitir a sus hijos. Todo Estado, y más aún cuando ha tomado la iniciativa de establecer relaciones diplomáticas con la Sede Apostólica de Roma, se distingue realmente cuando muestra una clara actitud de equidad hacia los creyentes que legítimamente han escogido su religión. Confío, Señor Embajador, que su misión aportará, por su parte, a las mencionadas comunidades la dicha de vivir en paz sobre una tierra cuya acogida en 1979 está grabada en mi memoria, sobre una tierra que el Papa Pablo VI igualmente visitó y en la que el Papa Juan XXIII desplegó un celo y bondad cuando fue Delegado Apostólico en Ankara.

Agradeciéndole de nuevo sus palabras llenas de deferencia y de esperanza, le deseo, Excelencia, conozca numerosas satisfacciones morales y espirituales a lo largo de su elevada misión ante la Santa Sede. ¿Es preciso añadir, Señor Embajador, que la acogida, la comprensión y el apoyo que legítimamente espera de la Sede Apostólica le estarán siempre asegurados? Tenga, por favor, la gentileza de expresar esta misma seguridad al Señor Presidente de la República de Turquía, Su Excelencia Señor Kenan Evren, con el homenaje de mi elevada consideración y mis deseos de prosperidad y de paz para toda la Nación Turca. Sobre su persona y su misión, como sobre las personas que le son queridas, invoco la luz, la fuerza y la protección de Dios Todopoderoso.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.32, p.6.



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