VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY
ENCUENTRO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
CON EL PRESIDENTE DE LA NACIÓN, LAS AUTORIDADES
Y EL CUERPO DIPLOMÁTICO
Asunción, lunes 16 de mayo de 1988
Excelentísimo Señor Presidente de la nación,
autoridades de la República del Paraguay,
distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático,
señoras y señores:
1. Con sentimientos de suma deferencia y respeto me es grato saludar a Vuestra Excelencia, Señor Presidente de la República, a las dignísimas autoridades aquí presentes, y al amado pueblo paraguayo. Mi saludo cordial se extiende igualmente a los miembros del Cuerpo Diplomático como expresión de estima y aprecio a los distintos países que representan.
Mi viaje apostólico a estas tierras reviste un carácter estrictamente religioso. Es continuación de aquella misión que nuestro Señor Jesucristo encomendó al Apóstol Pedro y a sus Sucesores: confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 32); una fe que está aquí presente desde hace más de cuatro siglos, y que ha contribuido a modelar las raíces mismas de la nacionalidad paraguaya.
Tengo la firme seguridad de que el esfuerzo de mis hermanos en el Episcopado y de todos los fieles por reavivar sus compromisos cristianos, traerá inmensos beneficios para vuestro país. El mensaje de Cristo es profundamente humano a la vez que divino. Cristo es Dios hecho hombre: Dios que asume nuestra naturaleza, la purifica, la eleva y la lleva a su plenitud. Su mensaje no sólo reconoce, sino también acrecienta los múltiples valores y peculiaridades de cada cultura. La Palabra de Cristo es pues como la luz del sol, que da relieve y esplendor a los maravillosos paisajes de la tierra paraguaya.
2. Como ya he dicho en mi reciente Encíclica Sollicitudo rei socialis, la dimensión moral es una realidad presente en toda actividad humana, ya sea en la esfera individual, ya sea a nivel comunitario: en el campo de la economía, de la política, de las relaciones sociales. Por ello, el mensaje evangélico ha de proyectarse sobre estas realidades para iluminarlas, contribuyendo a la mejor solución de los problemas y a conseguir los objetivos que favorecen el bien común. Y así, vemos que los valores religiosos de la fe cristiana dignifican las relaciones entre las personas y los grupos, consolidan la familia, favorecen la convivencia y educan para vivir en libertad dentro del marco de la justicia y del respeto mutuo. Por ello, todo creyente, si es consecuente con su compromiso cristiano, será también un decidido defensor de la justicia y de la paz, de la libertad y de la honradez en el ámbito público y privado, de la defensa de la vida y en favor de los derechos de la persona humana.
La evangelización, tarea de la Iglesia en todos los tiempos y por toda la tierra, repercute necesariamente en la vida de la sociedad humana. No se puede arrinconar a la Iglesia en sus templos, como no se puede arrinconar a Dios en la conciencia de los hombres. La Iglesia, fiel a su misión redentora, procura acercar a todos los hombres a Dios, y de este modo fomenta la dignidad del hombre, porque busca asemejarlo a Jesucristo. Por eso mismo, pide a todos los cristianos que, como corresponsables de la misión de Cristo y como miembros de la misma Iglesia, hagan todo lo posible por afirmar y defender la dignidad de sus hermanos los hombres, con todas las consecuencias espirituales y materiales de esa dignidad en la vida de cada persona y de toda la sociedad. Lo pide porque el mandato del Señor es: “Que os améis los unos a los otros... como yo os he amado” (Jn 13, 34). Es este amor a los demás lo que distingue a los discípulos de Cristo (cf. Ibíd, 13, 35) y lo que le hará acreedor del premio o del castigo eterno (cf. Mt 25, 31-46).
3. Todos los que os habéis reunido aquí, gobernantes y representantes diplomáticos de los diversos países, tenéis en común la actividad pública.
La Iglesia tiene en alta estima vuestra tarea y reconoce en ella un quehacer primordial y indispensable en favor de la dignidad del hombre. En efecto, la consecución del bien común de los hombres supone lograr aquellas condiciones de paz y justicia, seguridad y orden, desarrollo intelectual y material indispensable para que cada persona pueda vivir conforme a su propia dignidad.
La política tiene, en consecuencia, una dimensión ética esencial, porque es ante todo un servicio al hombre. La Iglesia, como depositaria del mensaje de salvación, puede y debe recordar a los hombres, y en particular a los gobernantes, cuáles son los deberes éticos fundamentales en esa búsqueda del bien de todos. Como señaló mi venerado predecesor el Papa Juan XXIII en la Encíclica Mater et Magistra, es competencia y obligación del poder político crear y potenciar aquellas condiciones sociales que favorezcan el bien auténtico y completo de la persona, sola o asociada, evitando cuanto se oponga u obstaculice a la expresión de sus auténticas dimensiones y al ejercicio de sus derechos, respetando siempre las legitimas libertades de los individuos, de las familias y de los grupos intermedios (Mater et Magistra, 65).
La Iglesia, que –en palabras del Concilio Vaticano II– “no se confunde en modo alguno con la comunidad política, ni está ligada a sistema político alguno” (Gaudium et spes, 76), busca plasmar en cada hombre la imagen de Cristo, asegurando su destino trascendente, y aprecia en mucho vuestros desvelos en favor de la dignidad humana. A su vez, en cumplimiento de su propia misión, promueve esa misma dignidad al hacer llegar a todos la Palabra y la vida del Salvador. Iglesia y Estado, dotados de legítima autonomía en sus respectivos ámbitos de competencia, convergen, de este modo, en el servicio al hombre y, por eso, están llamadas a una mutua y fructuosa colaboración.
Como San Pablo, que comienza sus consejos a Timoteo pidiendo “súplicas y acciones de gracias... por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad” (1Tm 2, 1-2), elevo ahora mi plegaria de acción de gracias a Dios pidiéndole a la vez luz y ánimo para todos vosotros, a fin de que continuéis cada vez con más empeño el servicio que os compete.
4. Vuestra misión por el bienestar de todos exige una atención ininterrumpida. No se pueden conformar los gobernantes con dictar normas genéricas para el bien común. Deben impulsar también su cumplimiento eficaz, rectificando las orientaciones cuando sea necesario. Como bien sabéis, es preciso velar y alentar constantemente para que la iniciativa de todos lleve al mayor progreso de la comunidad, particularmente de los más necesitados. Por otra parte, se hace necesario promover incansablemente un sentido activo de solidaridad que haga que las mejoras conseguidas redunden en beneficio de todos, sin que queden como patrimonio de unos pocos. Allí donde sea preciso, la actividad subsidiaria de la autoridad constituida debe, además, contribuir a poner a las personas y grupos sociales en condiciones de cumplir sus cometidos.
La solidaridad es una virtud cristiana, íntimamente relacionada con la caridad (Sollicitudo rei socialis, 40). Todos estamos obligados a aportar nuestra colaboración al bien común. Vuestra tarea de gobernantes se verá inmensamente facilitada y alcanzará una eficacia insospechada si en todo momento procuráis buscar los medios para facilitar el diálogo y la mayor participación de todos en la cosa pública. Una administración de justicia celosa de sus funciones completará vuestra tarea, haciendo que siempre sean tutelados los derechos de quienes están más desamparados.
El respeto de los derechos humanos, como es bien sabido, no es una cuestión de conveniencia política, sino que deriva de la dignidad de la persona en virtud de su condición de creatura de Dios llamada a un destino trascendente. Por ello, toda ofensa a un ser humano es también una ofensa al Creador. La exigencia insoslayable de los valores morales ha de informar la gestión de los poderes públicos en su opción por la verdad y la justicia en la libertad, lo cual ha de reflejarse en los instrumentos institucionales y legales que regulan la vida ciudadana.
No se puede edificar una vida verdaderamente humana, en el orden material, en contra de la ley de Dios. La defensa de la moralidad pública adquiere, por ese motivo, dentro de vuestros cometidos, un relieve fundamental. Todo cuanto fortalezca la aversión a la violencia, el respeto y veneración a la vida, y favorezca la unidad y la estabilidad familiar, la dignidad de la mujer y la honestidad de las costumbres, merece una atención esmerada.
5. La solidaridad tiene hoy también una dimensión internacional. Los problemas de los países en vías de desarrollo están indisolublemente ligados con la situación económica mundial. Su solución puede pasar, en buena medida, por un mejor acceso a los mercados internacionales, por la remoción de las barreras proteccionistas no justificadas y por la debida retribución de los productos primarios. Quienes, por las circunstancias históricas, están en una posición aventajada, tienen la obligación humana y cristiana de fomentar generosamente el progreso de todos. Las ayudas de Estados y particulares a los países menos desarrollados serán ineficaces si no se completan con un esfuerzo por la armónica inserción de todos. Es preciso pues dar a los menos aventajados la oportunidad de que puedan ayudarse a sí mismos. Como he escrito en la Encíclica Sollicitudo rei socialis, “las naciones más fuertes y más dotadas deben sentirse moralmente responsables de las otras, con el fin de instaurar un verdadero sistema internacional que se base en la igualdad de todos los pueblos y en el debido respeto de sus legítimas diferencias. Los países económicamente más débiles, o que están en el límite de la supervivencia, asistidos por los demás pueblos y por la comunidad internacional, deben ser capaces de aportar a su vez al bien común sus tesoros de humanidad y de cultura, que de otro modo se perderían para siempre” (Sollicitudo rei socialis, 39).
6. En mi peregrinar apostólico por estas tierras americanas, he tenido ocasión de recordar en diferentes oportunidades la primera evangelización de este llamado continente de la esperanza, iniciada ya hace cinco siglos. Junto con la predicación de la Palabra de Dios se llevó a cabo una vasta obra de promoción humana. Paraguay fue pionero y ejemplo para el mundo. Desde estas tierras, vuestros mayores llevaron la fe y la civilización a otros muchos lugares. El gobernador Hernando Arias de Saavedra, don Francisco González de Santa Cruz –hermano de vuestro nuevo Santo y teniente de Asunción– y tantos otros, fueron nobles hijos de este país que supieron armonizar su labor con la de los misioneros en una gran síntesis de desarrollo cristiano y humano.
Hago votos ahora para que el Señor ilumine y colme de bendiciones vuestro trabajo. Para que, con aquellos primeros paraguayos, obtengáis frutos cumplidos de desarrollo, de paz y armonía. Hago votos también para que el Señor ayude a toda la comunidad internacional. Pido que, en la solidaridad de las naciones, se encuentren los modos más adecuados de ayudar a los países que pueden menos. Por eso ruego a Dios que premie con creces vuestros esfuerzos.
Imploro al Todopoderoso, por la intercesión de la Virgen de Caacupé, su bendición sobre todos vosotros, sobre vuestras familias, sobre todos los paraguayos, y sobre todos los pueblos a los que representáis.
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