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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE FIYI ANTE LA SANTA SEDE
*

Viernes 15 de noviembre de 1991

 

Señor Embajador:

Me complace recibirlo en el Vaticano y aceptar las Cartas que lo acreditan  como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Fiyi ante la Santa Sede. Le ruego amablemente transmita mis saludos a su Presidente, Ratu Sir Penaia Ganilau, así como a los miembros de su Gobierno, asegurándoles mis votos de felicidad para que su nación, compuesta por muchas razas, culturas y religiones, experimente siempre las bendiciones de la prosperidad y la concordia social. Ojalá que usted y sus compatriotas, en sus esfuerzos por consolidar la unidad nacional, «aprecien siempre sus propios valores culturales y costumbres como un medio de enriquecimiento recíproco» (Homilía en Suva, 21 de noviembre de 1986).

Tal como usted ha señalado, Fiji afronta el desafío constante de construir su unidad a partir de su diversidad, así como el de establecer una sociedad en la que se reconozcan los derechos de todo individuo y se garanticen a todos las oportunidades de participar plenamente en la vida de la nación. La armonía auténtica entre los individuos, las comunidades o las naciones se manifiesta en la preocupación por el bienestar de todos los pueblos y la búsqueda del bien común a través de políticas y acciones que promueven un desarrollo integral. En su propio país, como en otras partes, el progreso hacia la unidad nacional y la prosperidad dependerá en gran medida del modo como sus compatriotas se sienten motivados por un espíritu de solidaridad que abrace a todo el pueblo y respete plenamente la dignidad y los derechos de cada uno de ellos. En esta hora en que usted y sus compatriotas están comprometidos en la labor de redactar una Constitución nacional, es importante que su preocupación por los principios fundamentales se reafirme claramente y reciba una adecuada expresión jurídica en las leyes que guiarán el desarrollo futuro de Fiyi.

Entre los derechos fundamentales que tienen su origen en la dignidad de la persona humana, frecuentemente he pedido que se dirigiera la atención hacia la libertad religiosa, que puede considerarse, en cierto sentido, como la fuente y síntesis de todos los derechos humanos (cf. Centesimus annus, 47). Puesto que cada persona tiene el derecho y el deber de buscar la verdad y de obrar conforme a sus exigencias sin interferencias de ninguna autoridad humana, el grado de respeto que una sociedad tiene hacia la conciencia de sus miembros constituye la medida exacta de la consideración que tiene hacia los demás derechos humanos. En las sociedades pluralistas, como la suya, es posible favorecer el respeto a la conciencia de los demás mediante un mayor conocimiento de las restantes culturas y religiones, así como la promoción de una comprensión equilibrada de las diferencias necesarias y legítimas. En efecto, «¿qué mejor medio de unidad en la diversidad que el esfuerzo de todos en la búsqueda común de la paz y en la solidaria afirmación de la libertad, que ilumina y valora la conciencia de cada uno?» (Mensaje para la Jornada mundial de la Paz de 1991,7; cf. L'Osservatore Romano, edición en Lengua Española, 21 de diciembre de 1990, pág. 23).

Su Exce1encia se ha referido amablemente a la contribución que la Iglesia Católica ha dado al desarrollo de la sociedad de su País. A través de su predicación y actividad en el campo de la asistencia sanitaria y social, la Iglesia desea inculcar en sus miembros una profunda conciencia de la unidad de toda la familia humana y la obligación que todos tienen de construir una sociedad que sea cada vez más conforme a la dignidad incomparable del hombre (cf. Gaudium et spes, 91). A través de sus esfuerzos por difundir la enseñanza del Evangelio, «la Iglesia ofrece una fuerza liberadora y promotora de desarrollo, precisamente porque lleva a la conversión del corazón y de la mentalidad; ayuda a reconocer la dignidad de cada persona; dispone a la solidaridad, al compromiso, al servicio de los hermanos; inserta al hombre en el proyecto de Dios» (Redemptoris missio, 59).

Aunque es verdad que la comunidad política y la Iglesia son independientes entre sí y autónomas en sus respectivas esferas de acción, «ambas (...) están al servicio de la vocación personal y social del hombre»; y su servicio al bien común tendrá éxito en la medida en que lleven a cabo una saludable cooperación (cf. Gaudium et spes, 76). A este respecto, quisiera asegurar a Su Excelencia la buena voluntad de la Iglesia en Fiyi para contribuir al progreso de la sociedad, no sólo a través del trabajo de sus diferentes instituciones, sino también, y de manera más importante todavía, «educando las conciencias de sus miembros a la apertura hacia los demás, al respeto hacia el otro, a la tolerancia, que va unida a la búsqueda de la verdad, así como a la solidaridad» (Mensaje para la Jornada mundial de la Paz de 1991, 7).

Señor Embajador, le ofrezco mis mejores deseos de felicidad en este momento en que comienza su misión, al tiempo que le aseguro la disponibilidad de los diferentes organismos de la Curia Romana para colaborar con usted en el cumplimiento de sus nuevas obligaciones. Invoco de corazón las abundantes bendiciones del Todopoderoso sobre usted y todo el amado pueblo de la República de Fiyi.


*L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española, n.50, p.20 (p.716).



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