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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRIMER EMBAJADOR DE ISRAEL ANTE LA SANTA SEDE


Jueves 29 de septiembre de 1994

 

Señor Embajador:

1. Con viva satisfacción acojo a su excelencia para la presentación de las cartas que lo acreditan como primer embajador extraordinario y plenipotenciario del Estado de Israel ante la Santa Sede. Todos reconocerán la importancia de esta ceremonia, porque de este modo las relaciones diplomáticas establecidas recientemente se hacen efectivas con la presencia de un jefe de misión del rango más elevado, en aplicación del Acuerdo Fundamental firmado el 30 de diciembre de 1993 en Jerusalén.

Me agrada recordar hoy que en el pasado ya tuve la oportunidad de recibir aquí a muchas altas personalidades del Estado de Israel, así como mis predecesores lo habían hecho antes. Teniendo en cuenta los puntos de vista diferentes sobre ciertos temas, esos contactos han permitido encaminarse hacia el diálogo orgánico que ha sido confiado, hace ya más de dos años, a la Comisión bilateral permanente de trabajo. Quiero expresar mi gratitud a los miembros de dicha Comisión. Ambas partes se han dedicado con competencia a intercambios profundos de puntos de vista, que han llevado a la firma del Acuerdo Fundamental, abriendo una era nueva en nuestras relaciones.

2. Señor embajador, le agradezco las palabras que acaba de pronunciar y que me han conmovido mucho. Como usted subrayaba, es verdad que las relaciones diplomáticas no constituyen un fin en sí mismas, sino que representan un punto de partida para una colaboración específica, teniendo en cuenta la naturaleza propia de la Santa Sede y del Estado de Israel. El estudio de diversas cuestiones bilaterales prosigue, como lo dispuso el Acuerdo del 30 de diciembre del año pasado, instituyendo dos subcomisiones que deben permitir avanzar juntos por el camino de una colaboración fundada en bases sólidas.

Además, la colaboración no concierne sólo a la Santa Sede y al Estado de Israel, sino que implica igualmente una relación de confianza entre las autoridades israelíes y las diferentes instituciones de la Iglesia católica presentes en el suelo de Tierra Santa.

3. Usted ha dicho que, más allá de las negociaciones bilaterales, la Santa Sede y el Estado de Israel —cada uno según sus competencias y los medios de acción que le son propios— tienen que promover los principios esenciales que evoca su Acuerdo Fundamental. Ante todo, se comprometen a respetar el derecho a la libertad de religión y de conciencia, condición indispensable para el respeto de la dignidad de todo ser humano. Colaboran para oponerse a toda forma de intolerancia, cualquiera que sea el modo en que se manifieste. De manera muy especial, rechazan con atención todo antisemitismo, sabiendo que se han debido constatar también recientemente manifestaciones deplorables del mismo.

4. En muchos lugares del mundo violentos conflictos siguen desgarrando, desgraciadamente, a numerosos pueblos. La Santa Sede, teniendo en cuenta su misión específica, no escatima esfuerzos para que se superen las oposiciones o los resentimientos, con frecuencia de origen lejano, a fin de abrir los caminos de la paz. Sin la paz, el desarrollo integral del hombre se ve entorpecido, la supervivencia de grupos enteros comprometida, y la cultura e incluso la identidad de más de una nación amenazada de desaparición.

Así pues, se ha de alentar el proceso de paz en Oriente Medio, por el que la Santa Sede formulaba votos desde hacía tiempo. El camino que hay que recorrer sigue siendo largo y arduo, pero ya no parece una utopía afirmar que puede reinar la confianza mutua entre los pueblos de Oriente Medio. Al comprobar con satisfacción lo que los responsables de Israel y de toda esa región han hecho, invoco sobre ellos la ayuda del Omnipotente, para que les sea dado proseguir sus esfuerzos con la audacia de la paz.

5. Señor embajador, usted ha recordado también el deseo de que las instituciones culturales de su Estado intensifiquen su colaboración con las instituciones culturales de la Iglesia católica. Acojo con tanto más agrado ese propósito, cuanto que los intercambios universitarios ya emprendidos en diversas circunstancias, me parecen muy de desear. Esto es verdad, en general, pues la vida intelectual se beneficia naturalmente de ellos. Y es muy oportuno en la medida en que tenemos en común una parte importante de nuestras raíces culturales, comenzando por los escritos de la Biblia, el libro de los libros y fuente siempre viva. Entre judíos y miembros de la Iglesia, la concepción del hombre, de su vocación espiritual y de su moralidad recibe de los libros santos una iluminación singular. Puede resultar útil para unos y otros poner en común su saber, a fin de profundizar la comprensión de las Escrituras, y conocer mejor las civilizaciones y el cuadro histórico en el que se han desarrollado a lo largo de tantos siglos, sobre todo mediante la arqueología, la filología y el estudio de las tradiciones religiosas doctrinales y espirituales.

6. El carácter peculiar de las relaciones entre el Estado de Israel y la Santa Sede resulta muy evidente gracias al carácter único de esa Tierra a la que dirigen su mirada la mayoría de los creyentes, judíos, cristianos y musulmanes de todo el mundo. La revelación del Dios único a los hombres ha hecho que esa tierra sea santa; lleva para siempre su sello, y no deja de ser un lugar de inspiración para los que pueden ir allí en peregrinación. De manera muy especial, los creyentes de las grandes religiones monoteístas se dirigen hacia la ciudad santa de Jerusalén, que, según sabemos, sigue siendo aún hoy teatro de divisiones y conflictos, pero que es un «patrimonio espiritual para todos lo que creen en Dios» (cf. Carta apostólica Redemptionis anno, sobre la ciudad santa de Jerusalén, 20 de abril de 1984; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de mayo de 1984, p. 17) y, como significa su admirable nombre, un lugar de encuentro y un símbolo de paz. Además, es de desear que el carácter único y sagrado de esa ciudad santa sea objeto de garantías internacionales, que aseguren también su acceso a todos los creyentes. Como tuve la oportunidad de escribir, «pienso en el día en que judíos, cristianos y musulmanes puedan intercambiarse en Jerusalén el saludo de paz» (ib.).

7. Señor embajador, usted mismo ha insistido en el significado histórico de esta ceremonia, más allá de las convenciones diplomáticas habituales. En efecto, se abre una época nueva en las relaciones entre la Santa Sede y el Estado de Israel, para un diálogo continuo y una colaboración activa en los campos que acabo de mencionar. Todo esto va a contribuir a intensificar el diálogo entre la Iglesia católica y el pueblo judío de Israel y del mundo entero. La comprensión mutua ya ha registrado un progreso importante, sobre todo gracias al impulso del concilio Vaticano II (declaración Nostra aetate). Deseo que prosigan y se profundicen esos intercambios judeo-cristianos, y que permitan a unos y a otros servir mejor a las grandes causas de la humanidad.

8. Usted, excelencia, se ha hecho portavoz de los sentimientos del presidente del Estado de Israel y del Gobierno del país, así como de sus anhelos, en una circunstancia muy importante por su significado. Le ruego que transmita a las altas autoridades del Estado de Israel mi gratitud por su mensaje y mis deseos sinceros para la realización de sus tareas al servicio de la concordia y de la paz, que sus compatriotas tanto anhelan.

Excelencia, formulo también votos calorosos por el feliz desempeño de su misión y de su estancia en la ciudad de Roma. Puede estar seguro de que mis colaboradores lo acogerán siempre gustosos y le brindarán la ayuda que necesite.

Bendiciendo al Altísimo, que ha permitido este encuentro histórico, le pido que conceda a usted, así como a sus seres queridos y a todos sus compatriotas, la abundancia de sus dones.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.40, pp.8, 9 (pp. 532, 533).



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