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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE LAS PROVINCIAS ECLESIÁSTICAS
DE BOGOTÁ, TUNJA E IBAGUÉ
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Martes 30 de abril de 1996

 

Queridos hermanos en el Episcopado:

1. Bendigo y doy gracias de todo corazón al Señor que me permite reunirme con vosotros, Obispos de las Provincias eclesiásticas de Bogotá, Tunja e Ibagué, venidos para la visita ad Limina. Os acojo con gran alegría y por medio de vosotros tengo presente con profundo afecto a los fieles de vuestras Diócesis y, en general, a todos los amados colombianos.

Agradezco a Monseñor Pedro Rubiano Sáenz, Arzobispo de Bogotá y Presidente de la Conferencia Episcopal, las palabras que me ha dirigido interpretando los sentimientos de cada uno de vosotros. En ellas se ha referido a la esperanza que os anima en el afrontar, con caridad pastoral y decidido compromiso, los desafíos que el momento actual presenta a la acción de la Iglesia.

2. Las celebraciones del V Centenario de la llegada de la fe al amado Continente americano han impulsado la «Nueva Evangelización», que no es una estrategia aislada en un momento de la Iglesia, sino un proceso nunca concluido. Este proceso busca, de una parte, incrementar la madurez en la fe de los fieles católicos y, de otra, impregnar la cultura misma de los pueblos con la luz y el vigor del Evangelio.

Por eso debemos trabajar con renovado esfuerzo por tener creyentes y comunidades que sean testigos genuinos de la verdad trascendente que entraña la vida nueva en Cristo. La madurez cristiana implica la acogida personal del don de la gracia, el dar razón de nuestra esperanza (cf. 1P 3, 15), la celebración de la Liturgia y demás acciones sagradas, la superación de toda ruptura entre fe y vida, la disponibilidad para la caridad y el compromiso en favor de la justicia, el empeño responsable en la consolidación de las propias comunidades eclesiales, el ardor apostólico que lleva a comunicar la propia experiencia de fe a través de la misión. En una palabra, la madurez cristiana se encuadra en la realización total de la existencia personal y comunitaria en el seguimiento de Jesús.

Conscientes del grave deber de llevar a los fieles, a través de un proceso orgánico y progresivo de evangelización, a la madurez en la fe, y constatando la real situación de la Iglesia en vuestra Patria, así como el creciente avance de una cultura cada vez más secularizada, os reitero la invitación a aprovechar el próximo año para un «descubrimiento del Bautismo como fundamento de la existencia cristiana» (Tertio millennio adveniente, 41), de modo que los fieles, reflexionando sobre este sacramento, puedan acoger con renovado vigor a Cristo el Señor, la sola Luz que puede iluminar el sendero de los hombres.

3. Dado que la Evangelización tiene que iluminar los valores fundamentales, las líneas de pensamiento y los criterios de juicio, así como promover un cambio en los modelos de vida que están en contraste con los principios cristianos, os invito, queridos Hermanos, a proponer con claro discernimiento y a la luz de la Palabra de Dios respuestas adecuadas e iniciativas válidas que permitan a la Iglesia el cumplimiento de su misión en la sociedad colombiana, que presenta tantos cambios en esta etapa de su historia. En Colombia la nueva Constitución Nacional trata de reorganizar las estructuras cívicas y jurídicas; los fenómenos sociales y políticos actuales están revelando nuevas cosmovisiones y jerarquías de valores; los procesos educativos están generando una nueva mentalidad en los jóvenes. Ante estos retos la Iglesia ha de responder con la audacia de una acción evangelizadora, también nueva en su actitud, en su esfuerzo y en su programación.

La Iglesia ha de estar presente en un período en que decaen y mueren viejas formas, según las cuales el hombre había hecho sus opciones y organizado su estilo de vida, y ha de inspirar las corrientes culturales que están por nacer en este camino hacia el Tercer Milenio. No podemos llegar tarde con el anuncio liberador cíe Jesucristo a una sociedad que se debate, en un momento dramático y apasionante, entre profundas necesidades y enormes esperanzas. Se trata de una coyuntura socio-cultural que se presenta como ocasión privilegiada para seguir encarnando los valores cristianos en la vida de un pueblo, e impregnar todos los ambientes con el anuncio de una salvación integral. Ningún aspecto, situación o realidad humana, puede permanecer fuera de la misión evangelizadora.

Ante el reciente y preocupante diagnóstico, hecho por vosotros mismos, de que vuestro país «está moralmente enfermo»,(Conferencia Episcopal Colombiana, Nuntius, 2, 16 de marzo de 1996), os animo a que vuestra acción evangelizadora asuma sin tardar un renovado esfuerzo de orientación moral. Ante el peligro de un relativismo que afecta tanto a la verdad como a las costumbres, ante la corriente secularista imperante, ante la difusión de comportamientos de corrupción, de injusticia y de violencia, que socavan los fundamentos mismos de la convivencia humana, se hace especialmente urgente la cuestión moral.

La Iglesia, que se ha autodefinido «experta en humanidad» (Populorum progressio, 13),4cumple su misión al servicio de la causa del hombre cuando constata la triste perplejidad de la persona humana que, a menudo, ya no sabe lo qué es, de dónde viene ni a dónde va, llegando a situaciones de progresiva autodestrucción; cuando denuncia ante los ojos de todos el desprecio de la persona, la violación de los derechos humanos fundamentales y la inicua destrucción de bienes necesarios para una existencia digna; cuando, lo que es aún más grave, advierte que el hombre duda de que sólo en Cristo puede encontrar la salvación.

La Iglesia, en su respuesta al interrogante de la verdad sobre el hombre, no puede substraerse a la obligación de enseñar a la sociedad a caminar hacia el verdadero bien. Por tanto, debe proclamar sin titubeos las normas morales que garantizan el camino de la auténtica libertad a los hombres, protegiendo su inviolable dignidad, ayudando a la conservación misma del tejido social y a su desarrollo recto y fecundo. En este sentido, las reglas morales fundamentales de la vida social comportan unas exigencias a las que deben atenerse tanto los poderes públicos como los ciudadanos. Especialmente en este momento de la historia de Colombia, es urgente recordar la observancia de los principios morales, fundamento mismo de la convivencia política y sin los cuales toda la vida social se ve progresivamente comprometida, amenazada y abocada a su disolución (cf Veritatis splendor, 101).

4. Pero para que la verdad ilumine la inteligencia y modele la libertad de los hombres y los pueblos, primero es necesario que el «esplendor de la Verdad» se manifieste en la vida de la Iglesia. Como se afirmó en la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, «sin el testimonio de una Iglesia convertida serían vanas nuestras palabras de pastores» (Puebla, 1, 221). Se necesita, pues, una profunda y permanente conversión para poder, en nombre y con la autoridad de Jesucristo, exhortar, enseñar, corregir y confortar a un pueblo que se debate en la incertidumbre sobre la objetividad moral.

La Iglesia es la primera que está llamada, ante la disociación de fe y vida que existe en la sociedad, a mostrar en el cotidiano testimonio de sus Obispos, de los Presbíteros, de los religiosos y laicos, cómo «la fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un compromiso coherente de vida; comporta y perfecciona la acogida y la observancia de los mandamientos divinos» (Veritatis splendor, 89). Por tanto, os animo a hacer realidad lo que habéis escrito en vuestro Plan Global de Pastoral 1993-1999, proponiendo afrontar el nuevo milenio trabajando para que brille en el rostro de la Iglesia su vocación a la santidad.

Esto exige cambios en la forma de vida, en las opciones y métodos pastorales, en las formas de presencia en la sociedad, en los fines y actividades de tantas instituciones eclesiales. Cambios que es preciso promover, pues sólo viviendo en la Verdad se tiene la autoridad y libertad para anunciar la nueva vida en Cristo, la capacidad para denunciar la mentira, que de tantas formas quiere imponerse en vuestro seno, y la valentía necesaria «para no desvirtuar la Cruz de Cristo» (1Co 1, 17).

5. Otro desafío pastoral, que exige lo mejor de nuestra solicitud pastoral, es el de la familia. Ya tuve ocasión de escribir, con motivo del Año de la familia, que «entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano» (Gratissimam sane, 2).

Bien conocéis la gravedad de las múltiples amenazas que sufre la familia por todas partes y que habéis constatado particularmente en vuestras mismas comunidades diocesanas. La difusión del divorcio, visto incluso como un legítimo recurso por un cierto número de católicos, y la recurrente propuesta de ley sobre la legalización del aborto, que falsamente pretende dar derecho a una ascendente y escalofriante perpetración de este «crimen abominable» (Gaudium et spes, 51), son males a los que se suman, entre otros, la dolorosa problemática de la acelerada desintegración familiar que se viene constatando en Colombia en las dos últimas décadas, la alarmante proliferación de la prostitución, la violencia que de diversas maneras afecta a tantos hogares, la falta de preparación y de compromiso de los padres para dar una verdadera formación cristiana a sus hijos, la situación cultural, social y económica, realmente infrahumana, en que viven tantas familias. Pero, «no obstante los problemas que en nuestros días asedian al matrimonio y la institución familiar, ésta como célula primera y vital de la sociedad puede generar grandes energías, que son necesarias para el bien de la humanidad. Por eso, hay que anunciar con alegría y convicción la buena nueva sobre la familia» (Discurso inaugural de la IV Conferencia general del episcopado latinoamericano, n. 18, Santo Domingo, 12 de octubre de 1992).

Es una verdad fundamental que el matrimonio y la familia no son una realidad efímera y transitoria como las modas y costumbres cambiantes de una sociedad, sino que vienen de Dios. Bajo esta luz se ha de enfocar la relación esencial de la familia con su origen divino, en el cual, mediante el sacramento del matrimonio, el amor humano quiere reflejar fielmente el amor de Dios y prolongar su poder creador, salva-guardando la unidad, la indisolubilidad y la fidelidad de los esposos.

6. Sé que en repetidas ocasiones vosotros, corno Obispos, habéis tenido importantes intervenciones en defensa y promoción de la institución familiar. Sin embargo, dado que esta problemática continúa agudizándose cada vez más, se impone una evaluación objetiva de sus causas a fin de que la evangelización fomente una mayor formación de los fieles y, al mismo tiempo, haga oír la voz de la Iglesia en los ambientes sociales, culturales y jurídicos llamados a preservar la institución familiar. Urge intensificar una reflexión serena y profunda que ayude, en las presentes circunstancias, a promover y crear un modelo de familia que posibilite un núcleo auténticamente humano, que encarne los valores del Evangelio y luego los irradie como base de una nueva sociedad.

Si en la familia se fragua el futuro de la humanidad, no se deben ahorrar esfuerzos en favorecer una pastoral más orgánica y audaz para preparar a los jóvenes para el matrimonio; una pastoral creativa para sostener y ayudar a las «familias incompletas», desafortunadamente cada día más numerosas en vuestro país; una pastoral de acompañamiento constante de los esposos católicos que luchan, en medio de los ataques de una sociedad permisiva y materialista, por construir sus hogares según el designio de Dios; una pastoral de animación espiritual que tenga presente la situación particular de los divorciados, los separados y de quienes viven en unión libre; una pastoral coordinada que logre aunar fuerzas y aprovechar bien todo el potencial de tantas iniciativas y movimientos apostólicos que den respuestas efectivas a todos los problemas que aquejan a las familias colombianas. La dramática situación que atraviesa la familia es en cierto sentido causa, pero también consecuencia, de la crisis cultural que vivimos. Esto induce a pensar que es preciso situar la pastoral familiar dentro del cuadro más amplio de la Nueva Evangelización,

7. Yo quisiera que este encuentro suscitara un verdadero estímulo que reavive en cada uno de vosotros el compromiso de entrega cada vez más plena a la propia grey y que al mismo tiempo compartierais conmigo la «solicitud de todas las Iglesias» (2Co 11, 28) en el esfuerzo de defensa común del patrimonio de los valores humanos y cristianos.

Ciertamente vuestras fuerzas pueden parecer desproporcionadas ante la inmensa misión que pesa sobre vuestros hombros, pero nuestra fuerza se apoya siempre en la de Cristo a quien, especialmente en este gozoso tiempo pascual, contemplamos glorioso y vencedor del mal, que nos envía y nos promete que seremos «revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49). Por eso, mi última palabra es de segura confianza en la promesa del Supremo Pastor: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Ibíd., 21, 19). Con estos sentimientos y esperanzas, e invocando la protección de la Santísima Virgen de Chiquinquirá, a quien tanto ama y venera el pueblo colombiano, imparto de corazón sobre vosotros y sobre todos los miembros de vuestras comunidades eclesiales la Bendición Apostólica.



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