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VIAJE APOSTÓLICO A PARÍS
(21-24 DE AGOSTO DE 1997)

XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS JÓVENES PARA LA MEDITACIÓN DEL VÍA CRUCIS


Viernes 22 de agosto de 1997

 

A monseñor
JAMES FRANCIS STAFFORD
Presidente del Consejo pontificio para los laicos

1. “Maestro, ¿dónde vives?”. Amadísimos jóvenes, esta tarde habéis seguido a Cristo mientras avanza por el camino de su pasión. Elevad vuestra mirada hacia el rostro de Aquel que viene a vuestro encuentro y os llama. ¿A quién buscáis en este Jesús, marcado por el dolor, “tan desfigurado que ya no parece un hombre”? (cf. Is 52, 14). Es el Siervo de Dios, el Hijo del Altísimo, quien, llevando nuestros dolores, se hizo siervo del hombre. ¡Contempladlo, escuchadlo en su situación de sufrimiento y de prueba! En él, que experimentó la debilidad humana en todo, excepto en el pecado, encontraréis la curación de vuestros corazones.

A través de la debilidad de un hombre humillado y despreciado, Dios nos manifestó su omnipotencia. Jesús, el Inocente, aceptando libremente ir hasta el fondo en la obediencia a su Padre que lo había enviado, se hizo testigo del amor ilimitado que tiene Dios a todo hombre. El misterio de nuestra salvación se realiza en el silencio del Viernes santo, en el que un hombre abandonado por todos, llevando en sí el peso de nuestros sufrimientos, se entrega a la muerte en una cruz, con los brazos abiertos, en un gesto de acogida de todos los hombres. No hay prueba de mayor amor. ¡Misterio difícil de comprender, misterio del amor infinito! Misterio que inaugura el mundo nuevo y transfigurado del Reino. En esa cruz el mal fue vencido; de la muerte del Hijo de Dios hecho hombre brotó la vida. Su fidelidad al designio de amor del Padre no fue en vano, sino que lo llevó a la resurrección.

2. La morada de Cristo sufriente sigue presente aún hoy entre los hombres. Para revelar su poder, Dios sale a nuestro encuentro en lo más profundo de nuestra miseria. En el hombre probado, herido, despreciado y rechazado, podemos descubrir al Señor que avanza, cargando su cruz, por los caminos de la humanidad. Queridos amigos, el Crucificado está siempre en vuestro camino, junto a los hombres que padecen, sufren y mueren. Todos vosotros, que sufrís y os inclináis bajo el peso, venid a la morada de Cristo; llevad vuestra cruz con él; presentadle la ofrenda de vuestra vida, y él os aliviará (cf. Mt 11, 28). Junto a vosotros, la presencia amorosa de María, la Madre de Jesús y vuestra Madre, os guiará y os dará aliento y consuelo.

En un mundo donde parece triunfar el mal, donde parece que a veces se ahoga la esperanza, en unión con los mártires de la fe, de la fraternidad y de la comunión, con los testigos de la justicia y de la libertad, con las víctimas de la intolerancia y del rechazo del otro, con todos los hombres y las mujeres que, en numerosas naciones desgarradas por el odio o la guerra, han dado su vida por sus hermanos, haceos prójimos los unos de los otros, como Cristo se hizo prójimo de vosotros; no desviéis vuestra mirada; tened la valentía del encuentro, del gesto fraterno, a imagen de Simón de Cirene, que ayudó a Jesús en su subida hacia el Calvario. Sed artífices audaces de reconciliación y de paz; vivid, juntos, la solidaridad y el amor fraterno; haced resplandecer la cruz del Salvador, para anunciar al mundo la victoria del Resucitado, la victoria de la vida sobre la muerte.

3. Queridos amigos, contemplando la cruz de Cristo, escuchando en el silencio las palabras que os dirige, descubrid a este Dios que confía en el hombre, que confía en vosotros y que espera en todos. Os ofrece su fuerza para hacer crecer las semillas de paz y reconciliación que se hallan en el corazón de cada uno. Los actos más humildes de caridad y fraternidad testimonian la presencia de Dios. Esta tarde, congregados como Iglesia, Jesús os invita también a acoger la mirada de amor que os dirige y a recibir el perdón que os impulsará a reanudar el camino de la vida. Os llama a presentaros ante su luz, para entrar en el tiempo de la conversión y la reconciliación. El sacramento de la penitencia, que os propone recibir, es el sacramento de un amor acogido y compartido en la alegría de un corazón reconciliado y de los hermanos reencontrados. Queridos amigos, acoged este amor que transforma vuestra vida y os abre los horizontes de la verdad y la libertad.

París, 22 de agosto de 1997

JUAN PABLO II



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