DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL FINAL DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES
Sala Clementina
Sábado 22 de febrero de 1997
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:
Junto con vosotros, doy gracias al Señor por estos ejercicios espirituales, que han sido una larga experiencia de intimidad con el Espíritu Santo, el cual habla a nuestro corazón en el silencio.
Han sido un valioso don de Dios al inicio del tiempo cuaresmal. Como Jesús pasó cuarenta días en el desierto, en soledad y ayuno, también nosotros nos hemos adentrado más intensamente en el desierto, para meditar en el sentido último de la vida y para renovar con filial disponibilidad nuestro Amén al Padre, con Cristo, «el testigo fiel y veraz» (Ap 3, 14).
Doy las gracias al amadísimo cardenal Roger Etchegaray, que nos ha guiado en este itinerario con profundidad de doctrina y con sentido espiritual, brindándonos su rica experiencia pastoral y también muchas referencias humanísticas de autores contemporáneos. Nos ha ayudado a apresurar el paso en el camino que nos lleva hacia el gran jubileo. Lo escogí como predicador a él precisamente porque es el presidente del Comité central instituido para preparar ese histórico acontecimiento. 1997 es la primera etapa del trienio de preparación inmediata para el gran jubileo del año 2000. Es el año dedicado a Jesucristo y muy oportunamente el cardenal Etchegaray ha centrado en Cristo sus meditaciones, tomando como hilo conductor las palabras de Pascal: «Fuera de Jesucristo no sabemos ni quién es Dios ni quiénes somos nosotros».
Esta semana de retiro espiritual ha sido una verdadera gracia también para la Curia romana que, en estos días, ha estado muy unida a nosotros en los ejercicios espirituales y ha renovado en el Espíritu Santo su conciencia de que, además de ser comunidad de servicio eclesial, es también y sobre todo comunidad de fe y oración, animada por el amor generoso y fiel a Cristo y a la Iglesia.
Estamos a punto de terminar esta extraordinaria experiencia del Espíritu y nuestro pensamiento se dirige espontáneamente a la Virgen, tantas veces evocada e invocada durante estos días. A ella, Causa nostrae laetitiae, le encomendamos los propósitos y los frutos de estos ejercicios.
Amadísimos hermanos y hermanas, guiados por María, Madre de la Iglesia, bajemos ahora del monte al que fuimos atraídos por la inefable belleza de Cristo. Bajemos a la vida ordinaria y reanudemos nuestro camino, llevando en nosotros la luz y la alegría que encontramos en el manantial inagotable de la verdad, que es Cristo.
No conviene olvidar este ambiente, la sala Clementina, que esta vez se ha convertido en santuario de los ejercicios. Gracias también por esto. Ahora se espera la capilla Redemptoris Mater, después de la restauración realizada por artistas rusos, para subrayar una vez más lo que nos une: Roma y Moscú, Constantinopla, Occidente y Oriente, una sola Iglesia de Cristo. A todos imparto de corazón mi bendición.
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