DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON OCASIÓN DEL VI CENTENARIO DE LA FUNDACIÓN
DE LA UNIVERSIDAD JAGUELLÓNICA
Cracovia, domingo 8 de junio de 1997
1. Nihil est in homine bona mente melius. Hoy, mientras celebramos con solemnidad el VI centenario de la fundación de la facultad de teología y de la Universidad Jaguellónica de Cracovia, esta inscripción grabada en el dintel de la casa de Długosz, en la calle Kanoniczna, en Cracovia, parece encontrar, de modo particular, su confirmación. Se presentan hoy ante nosotros seis siglos de historia; se presentan todas las generaciones de profesores y estudiantes de la universidad de Cracovia, para testimoniar los frutos que ha dado en favor del hombre, de la nación y de la Iglesia la perseverante solicitud por la «mens bona», que se ha vivido en el ámbito de este ateneo.
¿Cómo no escuchar esta voz de los siglos? ¿Cómo no acoger con corazón agradecido el testimonio de los que, buscando la verdad, formaban la historia de esta ciudad real y enriquecían el tesoro de la cultura polaca y europea? ¿Cómo no alabar a Dios por esta obra de la sabiduría del hombre que, inspirándose en su eterna Sabiduría, lleva la mente a lograr un conocimiento cada vez más profundo?
Doy gracias a Dios por los seiscientos años de la facultad de teología y de la Universidad Jaguellónica. Me alegra tener la oportunidad de hacerlo aquí, en la Colegiata universitaria de Santa Ana, en presencia de hombres de ciencia de toda Polonia. Saludo de todo corazón al Senado académico de la Universidad Jaguellónica y al de la Academia pontificia de teología, encabezados por sus rectores magníficos. Les agradezco sus palabras de bienvenida y de introducción a este solemne acto académico. Les saludo cordialmente a todos ustedes, ilustres señores rectores y vicerrectores, que representan a las instituciones académicas de Polonia.
Sigue siempre vivo en mí el recuerdo del encuentro que tuve con ustedes al comienzo del año pasado en el Vaticano (el 4 de enero de 1996). En esa ocasión hablé de lo que nos une. En efecto, nos reunimos en nombre del amor común a la verdad, compartiendo la solicitud por el destino de la ciencia en nuestra patria. Me alegra que podamos hoy experimentar nuevamente esa unidad. En efecto, la solemnidad de hoy la pone de relieve de modo particular y destaca su profundísimo significado. Se podría decir que, gracias a vuestra presencia, todas las instituciones académicas de Polonia, tanto las de tradición plurisecular como las totalmente nuevas, se unen en torno a esta más antigua «Alma Mater» Jaguellónica. Vienen a ella para manifestar su propio arraigo en la historia de la ciencia polaca, que comenzó con la fundación realizada hace seiscientos años.
Volvamos juntos a las fuentes, de las que nació, hace seis siglos, la Universidad Jaguellónica y su facultad de teología. Deseamos asumir juntos, una vez más, el gran patrimonio espiritual, que constituye esta universidad en la historia de nuestra nación y en la historia de Europa, con el fin de transmitir intacto este bien inestimable a las generaciones sucesivas de polacos, al tercer milenio.
2. Durante esta ceremonia jubilar dirigimos nuestra gratitud a la figura de santa Eduvigis, Señora de Wawel, fundadora de la Universidad Jaguellónica y de la facultad de teología. Por una admirable disposición de la divina Providencia, las celebraciones del VI centenario coinciden hoy con su canonización, tanto tiempo esperada en Polonia, y especialmente en Cracovia y en su ambiente académico. Todos anhelaban grandemente esta canonización. Tanto el Senado académico de la Universidad Jaguellónica como el de la Academia pontificia de teología lo han expresado con cartas dirigidas a mí.
La santa fundadora de la Universidad, Eduvigis, sabía, con la sabiduría propia de los santos, que la universidad, como comunidad de hombres que buscan la verdad, es indispensable para la vida de la nación y para la de la Iglesia. Por eso, se esforzó con perseverancia por hacer que renaciera la Academia de Cracovia, fundada por Casimiro, y por enriquecerla con la facultad de teología. Un acontecimiento sumamente importante, pues, según los criterios de la época, sólo la fundación de la facultad de teología confería a un ateneo pleno derecho de ciudadanía y una especie de ennoblecimiento en el mundo académico.
Eduvigis abogó por esta fundación con perseverancia ante el Papa Bonifacio IX, el cual, en 1397, precisamente hace seiscientos años, acogió la solicitud, erigiendo en la Universidad Jaguellónica la facultad de teología con la solemne bula Eximiae devotionis affectus. Solamente entonces la universidad de Cracovia comenzó a existir plenamente en el mapa de las universidades europeas, y el Estado jaguellónico elevó su nivel a la altura de los países occidentales.
La universidad de Cracovia se desarrolló muy rápidamente. Durante el siglo XV alcanzó el nivel de las mayores y más conocidas universidades de la Europa de entonces. Se la comparaba con la Sorbona de París o con otras más antiguas que ella, como las universidades italianas de Bolonia y Padua, sin olvidar las universidades cercanas a Cracovia: las de Praga, Viena y Pecs, en Hungría. Ese período de oro en la historia de la universidad fructificó en numerosas figuras de eminentes profesores y estudiantes. Me limitaré a nombrar solamente dos: Paweł Włodkowic y Nicolás Copérnico.
La obra de Eduvigis dio frutos también en otra dimensión. En efecto, el siglo XV, en la historia de Cracovia, es el siglo de los santos y éstos estuvieron vinculados estrechamente a la Universidad Jaguellónica. En esa época aquí estudiaba, y más tarde dio clases, san Juan de Kety, cuyos restos mortales se encuentran precisamente en esta Colegiata académica de Santa Ana. Y, además de él, se formaron aquí algunos otros, como el beato Estanislao Kazimierczyk, Simón de Lipnica, Ladislao de Gielniów, o Miguel Giedroya, Isaac Boner, Miguel de Cracovia y Mateo de Cracovia, que tienen fama de santidad. Son solamente algunos entre la multitud de los que, buscando la verdad, llegaron a la cima de la santidad y forman la belleza espiritual de esta universidad. Creo que, durante esta celebración jubilar, no podemos olvidar esta dimensión.
3. Permitidme, queridos señores, que me dirija ahora directamente a la Academia pontificia de teología de Cracovia, heredera de la facultad de teología de la Universidad Jaguellónica, fundada por santa Eduvigis hace seiscientos años. No sólo en la historia de la teología polaca, sino también en la de la ciencia y la cultura polaca, ha desempeñado —como he dicho— un papel excepcional. He estado estrechamente unido a esa facultad porque hice en ella mis estudios de filosofía y teología durante la ocupación, es decir, en la clandestinidad, y sucesivamente porque conseguí en ella el doctorado y la habilitación.
Hoy vuelven a mi memoria, ante todo, los años de las dramáticas luchas por su existencia en el período de la dictadura comunista. Yo personalmente participé en ellas como arzobispo de Cracovia. Ese doloroso período merece, bajo cualquier punto de vista, una esmerada documentación y un profundo estudio histórico. La Iglesia nunca se resignó al hecho de una liquidación unilateral e injusta de la Facultad por parte de las autoridades del Estado de entonces. Hizo todo lo posible para que el ambiente universitario de Cracovia no quedase privado de un «Studium» académico de teología.
A pesar de las numerosas dificultades y vejaciones por parte de las autoridades, la Facultad existía y funcionaba en el Seminario mayor de Cracovia, primero como Facultad pontificia de teología; seguidamente, el asunto maduró hasta el punto de que pudo nacer en Cracovia la Academia pontificia de teología, como ateneo formado por tres facultades, en continuidad ideal con la antiquísima facultad de teología de la Universidad Jaguellónica.
Así pues, ¿cómo no dar gracias a Dios hoy, con ocasión de esta celebración jubilar, por habernos permitido no sólo defender este gran bien espiritual de la facultad de teología, sino también desarrollarlo y conferirle una forma académica nueva y más rica? De esta manera, la Academia pontificia de teología, junto con otros ateneos católicos de nuestra patria, aporta su contribución al desarrollo de la ciencia y la cultura polaca, permaneciendo al mismo tiempo como un particular testimonio de nuestra época, una época de luchas por el derecho a la presencia de los ateneos teológicos en el horizonte académico de la Polonia de nuestros tiempos.
4. Estas celebraciones jubilares suscitan en mi mente una serie de interrogantes y reflexiones de carácter general y muy esencial: ¿qué es la universidad? ¿Cuál es su misión en la cultura y en la sociedad? Alma mater. Alma Mater Jagellonica... Ese apelativo, que se suele dar a la universidad, tiene un sentido profundo. Mater, madre, es decir, la que engendra, educa y forma. Una universidad guarda semejanza con una madre. Es como una madre por su solicitud materna, una solicitud de índole espiritual: engendrar almas para el saber, para la sabiduría, para la formación de las mentes y los corazones. Es una contribución que no se puede comparar a ninguna otra cosa.
Personalmente, después de años, veo cada vez mejor cuánto debo a la Universidad: el amor a la verdad, la indicación de las sendas para buscarla. En mi vida desempeñaron un papel importante los grandes profesores que conocí: personas que me enriquecieron y siguen haciéndolo con la grandeza de su espíritu. No puedo resistir a la necesidad de mi corazón de recordar hoy los nombres de al menos algunos de ellos: los profesores de la facultad de letras, ya fallecidos, Stanisław Pigoń, Stefan Kołaczkowski, Kazimierz Nietsch y Zenon Klemensiewicz. A ellos hay que añadir a los profesores de la facultad de teología: don Konstanty Michalski, Jan Salamucha, Marian Michalski, Ignacy Różycki, Władysław Wicher, Kazimierz Kłósak y Aleksy Klawek. ¡Qué gran contenido y cuántas personas encierra el nombre: Alma mater!
La vocación de toda universidad es el servicio a la verdad: descubrirla y transmitirla a otros. De modo elocuente lo expresó el artista que proyectó la capilla de san Juan de Kety, que embellece esta Colegiata. El sarcófago del maestro Juan fue colocado en los hombros de las figuras que personifican a las cuatro facultades tradicionales de la Universidad: medicina, jurisprudencia, filosofía y teología. Eso me trae a la memoria precisamente esta forma de universidad que, mediante el esfuerzo de investigación de muchas disciplinas científicas, se acerca gradualmente a la Verdad suprema. El hombre supera los confines de las diversas disciplinas del saber, hasta el punto de orientarlas hacia aquella Verdad y hacia la definitiva realización de la propia humanidad. Aquí se puede hablar de la solidaridad de varias disciplinas científicas al servicio del hombre, llamado a descubrir la verdad, cada vez más completa, sobre sí mismo y sobre el mundo que lo rodea.
El hombre tiene conciencia viva del hecho de que la verdad está fuera y por «encima» de sí mismo. El hombre no crea la verdad, sino que ésta se revela ante él cuando la busca con perseverancia. El conocimiento de la verdad genera el gozo espiritual (gaudium veritatis), único en su género. ¿Quién de vosotros, queridos señores, no ha vivido, en mayor o menor medida, ese momento en su trabajo de investigación? Os deseo que instantes de esa índole sean frecuentes en vuestro trabajo. En esta experiencia de gozo por haber conocido la verdad se puede ver también una confirmación de la vocación trascendente del hombre, incluso de su apertura al infinito.
Si hoy, como Papa, estoy aquí con vosotros, hombres de ciencia, es para deciros que el hombre de hoy os necesita. Necesita vuestra curiosidad científica, vuestra perspicacia al plantear las preguntas y vuestra honradez al buscar sus respuestas. Necesita también la específica trascendencia, propia de las universidades. La búsqueda de la ver- dad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio. ¡Cuán importante es que el pensamiento humano no se cierre a la realidad del Misterio; que no falte al hombre la sensibilidad ante el Misterio; que no le falte la valentía de bajar a lo profundo!
5. Hay pocas cosas tan importantes en la vida del hombre y de la sociedad como el servicio del pensamiento. En su esencia, el «servicio del pensamiento» al que aludo, no es más que el servicio de la verdad en la dimensión social. Todo intelectual, independientemente de sus convicciones personales, está llamado a dejarse guiar por este sublime y difícil ideal y a cumplir una función de conciencia crítica con respecto a todo lo que constituye un peligro para la humanidad o la disminuye.
El ser hombre de ciencia obliga. Ante todo, obliga a una particular solicitud por el desarrollo de la propia humanidad. Quiero recordar aquí a un hombre a quien conocí personalmente, al igual que muchos de los presentes. Vinculado al ambiente científico de Cracovia, era profesor en el Politécnico de esta ciudad. Para nuestra generación fue un particular testigo de esperanza. Me refiero al siervo de Dios Jerzy Ciesielski. Su pasión científica estuvo indisolublemente unida a la conciencia de la dimensión trascendente de la verdad. A su escrupulosidad de científico se unía la humildad del discípulo para escuchar lo que la belleza del mundo creado revela del misterio de Dios y del hombre. De su servicio de científico, del «servicio del pensamiento», hizo un camino hacia la santidad. Hablando de la vocación del hombre de ciencia, no podemos ignorar esta perspectiva.
En el trabajo diario de un estudioso hace falta también una particular sensibilidad ética. En efecto, no basta el interés por la corrección lógica, formal del proceso del pensamiento. Las actividades de la mente deben ser necesariamente insertadas en el clima espiritual de las indispensables virtudes morales, como la sinceridad, la valentía, la humildad, la honradez, así como una auténtica solicitud por el hombre. Gracias a la sensibilidad moral se conserva un vínculo muy esencial para la ciencia entre la verdad y el bien.
En efecto, estos dos problemas no pueden separarse. El principio de la libertad de la investigación científica no puede separarse de la responsabilidad ética de todo estudioso. En el caso de los hombres de ciencia, esa responsabilidad ética es especialmente importante. El relativismo ético y las actitudes puramente utilitaristas constituyen un peligro no sólo para la ciencia, sino también directamente para el hombre y para la sociedad.
Otra condición para un sano desarrollo de la ciencia, que quisiera subrayar, es la concepción integral de la persona humana. La gran controversia sobre el tema del hombre aquí, en Polonia, no terminó con la caída de la ideología marxista. Prosigue y, en cierto aspecto, incluso se ha intensificado. Las formas de decadencia de la concepción de la persona y del valor de la vida humana se han hecho más sutiles y, por eso mismo, más peligrosas. Hoy hace falta una gran vigilancia en este ámbito. Se abre así, para los hombres de ciencia, un vasto campo de acción precisamente en las universidades. Una visión del hombre deformada o incompleta hace que la ciencia se transforme con facilidad de beneficio en una seria amenaza para el hombre.
Los progresos que las investigaciones científicas han logrado hoy confirman plenamente tales temores. De ser sujeto y fin, el hombre, a veces, se ha convertido en objeto o incluso en «materia prima »: basta recordar los experimentos de ingeniería genética, que suscitan grandes esperanzas, pero también, a la vez, muchos temores ante el futuro del género humano.
Son realmente proféticas las palabras del concilio Vaticano II, a las que recurro frecuentemente en los encuentros con el mundo de la ciencia: «Nuestra época, más que los siglos pasados, necesita esa sabiduría para que se humanicen todos los nuevos descubrimientos realizados por el hombre. El destino futuro del mundo está en peligro si no se forman hombres más sabios» (Gaudium et spes, 15). El gran desafío que se plantea a las instituciones académicas en el campo de la investigación y la didáctica consiste en formar hombres no sólo competentes en su especialización o dotados de un saber enciclopédico, sino sobre todo llenos de auténtica sabiduría. Sólo personas así formadas serán capaces de tomar sobre sus hombros la responsabilidad del futuro de Polonia, de Europa y del mundo.
6. Sé que la ciencia polaca debe afrontar en la actualidad muchos problemas difíciles, al igual que toda la sociedad polaca.
Hablé ampliamente de ello durante el encuentro celebrado en el Vaticano con los rectores de las universidades polacas. Con todo, no faltan las luces de la esperanza. Los estudiosos polacos, a veces en condiciones muy difíciles, realizan con gran esmero las investigaciones y la enseñanza. A menudo alcanzan posiciones que cuentan en la ciencia mundial. Hoy deseo expresar mi sincero aprecio a todos los que están comprometidos en favor de la ciencia polaca, por su esfuerzo diario, y me congratulo por los éxitos que consiguen.
¡Muchísimas gracias por este encuentro! Lo deseaba mucho para testimoniar una vez más que los asuntos de la ciencia no son indiferentes a la Iglesia. Señores, quisiera que tuvierais siempre la certeza de que la Iglesia está con vosotros y, de acuerdo con su misión, quiere serviros. Pido a los presentes que transmitan mis cordiales saludos a los Senados académicos, a los profesores, a los docentes, al personal administrativo y técnico, así como a la juventud universitaria de las instituciones de donde procedéis. Doy gracias cordialmente a los representantes de las autoridades del Gobierno por su presencia.
Me dirijo, por último, a los venerados festejados: a la Universidad Jaguellónica y a la Academia pontificia de teología, con mis mejores deseos de abundantes dones del Espíritu Santo para el ulterior servicio a la Verdad.
Invocando la intercesión de los santos patronos: san Estanislao, obispo y mártir, san Juan de Kęty, santa Eduvigis, fundadora de la Universidad Jaguellónica y de su facultad de teología, a todos imparto de corazón la bendición apostólica.
Antes de hacerlo no puedo menos de revelar un hecho difícil de olvidar. Tenía en mi mente muchos recuerdos como ese mientras preparaba este discurso, pero uno debo añadirlo necesariamente, aunque no esté en el texto. Quiero recordar el día 6 de noviembre de 1939.
Entonces era yo estudiante de polonística. Desde luego era ya el tiempo de la guerra. Ese día estuve en la calle Gołebia, en nuestro instituto. Pude hablar aún con los profesores —con el profesor Nietsch—, que tenían prisa por ir al encuentro convocado por las autoridades alemanas. De ese encuentro nunca volvieron, no volvieron más a casa. Fueron deportados a Sachsenhausen.
En la historia de la universidad de Cracovia hay seguramente muchos otros episodios como éste. Pero confirman que nuestra Alma mater es una Alma mater que sufre, que se sacrifica. Recuerdo a esos profesores míos, los que murieron, los del campo de concentración, los que volvieron y poco después murieron, y pido para ellos vida en Dios, porque en definitiva toda madre quiere entregarse para que se cumpla la vocación de todo hombre en Dios. Muchas gracias a todos los presentes.
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