DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE DIPUTADOS DEL PARTIDO POPULAR EUROPEO
CON MOTIVO DEL 40 ANIVERSARIO DEL TRATADO DE ROMA
Jueves 6 de marzo de 1997
Señor presidente;
señoras y señores parlamentarios:
1. Con ocasión del 40 aniversario de la firma del Tratado de Roma, que habéis venido a celebrar en esta ciudad, habéis querido encontraros con el Sucesor de Pedro. Me alegra acogeros en esta grata circunstancia, y agradezco al señor Wilfried Martens, vuestro presidente, sus amables palabras. Me complacen los esfuerzos que realizáis para que ese Tratado, que constituye el acta de nacimiento de una Europa nueva, sea también un llamamiento a superar los enfrentamientos, las rivalidades y los odios del pasado. El significado de ese acontecimiento que se celebró hace cuarenta años es evidente, sobre todo cuando se considera que en aquella época todos los pueblos de Europa salían heridos de la segunda guerra mundial que, por su extensión y sus múltiples consecuencias en la conciencia humana, había superado todos los conflictos que la habían precedido.
2. Hoy puede ser útil buscar la fuente de la valentía de aquellos que han sido llamados los padres de Europa, algunos de los cuales pertenecían a vuestra asociación política. Es evidente que la fe cristiana que los animaba, y que constituía su convicción principal, dio un impulso particular a su compromiso en favor de la res publica y a los proyectos que elaboraron entonces: su actividad política no se separó jamás de su fe cristiana. También eran conscientes de las exigencias que esta fe planteaba a su vida personal, para iluminar los fundamentos de su acción y hacer que su proyecto político fuera creíble. En efecto, el cristiano que se pone al servicio de la sociedad civil sabe que esto le exige grandes esfuerzos para ser un testigo de Cristo, tanto en su comportamiento personal como en su actividad política.
Por tanto, era necesario que los autores del proyecto europeo tuvieran una visión profunda del hombre y de la sociedad, y una valentía extraordinaria para proponer a sus pueblos —tanto vencedores en la guerra como vencidos— que entablaran relaciones nuevas, marcadas por una comprensión mutua, y adoptaran un ideal europeo, señalando la importancia para todo hombre de pertenecer a una nación (cf. Centesimus annus, 50); así, esas personalidades políticas suscitaban en los hombres del continente el deseo de construir juntos Europa, tomando conciencia del papel de cada persona y de cada pueblo en la edificación de la gran casa común.
3. El proyecto europeo no se basa en la voluntad de poder, sino en la idea de que el diálogo y la estima recíproca son esenciales para la construcción de la paz del continente y para el dinamismo de cada nación. Los padres fundadores de la Unión europea propusieron a sus pueblos nuevos modos de vivir juntos en comunión de destino, sin olvidar el pasado, sino aceptándolo. Era preciso lograr que Europa no fuera nunca más el origen de guerras y de focos de ideologías que destruyeron tantas vidas humanas y corrompieron tantas conciencias, como sucedió con los totalitarismos, cuyo recuerdo está aún vivo en nuestra memoria. Del mismo modo, es importante que los pueblos europeos se esmeren en cumplir las condiciones concretas para avanzar en la edificación de la Unión.
4. La Santa Sede sigue con atención el proyecto europeo, desde su origen, consciente de las dificultades de esa empresa, que exige muchos esfuerzos y sacrificios por parte de las diferentes naciones de la Unión. Los iniciadores de la construcción europea y forjadores de una idea precisa de Europa son un ejemplo para los constructores actuales y futuros.
En efecto, la edificación de la Unión europea supone, ante todo, el respeto a todas las personas y a las diferentes comunidades humanas, reconociendo sus dimensiones espiritual, cultural y social. Hoy es grande la tentación de afirmar que creer en Dios es un simple fenómeno contingente, de naturaleza sociológica. La fe en Cristo no es un hecho puramente cultural, propio de Europa; lo prueba su propagación en todos los continentes. Por el contrario, los cristianos han contribuido ampliamente a formar la conciencia y la cultura europeas. Esto tiene importancia para el futuro del continente, porque si Europa se construye excluyendo la dimensión trascendente de la persona y, en particular, si rehúsa reconocer a la fe en Cristo y al mensaje evangélico su fuerza inspiradora, pierde gran parte de su fundamento. Cuando se ridiculizan los símbolos cristianos y se descarta a Dios de la construcción humana, esta última se debilita, porque carece de bases antropológicas y espirituales. Además, sin referencia a la dimensión trascendente, la actividad política se reduce, frecuentemente, a ideología. En cambio, los que tienen una visión cristiana de la política están atentos a la experiencia de la fe en Dios en medio de sus contemporáneos; inscriben su actividad en un proyecto que sitúa al hombre en el centro de la sociedad y tienen conciencia de que su compromiso es un servicio a sus hermanos, de los que se sienten responsables ante el Señor de la historia.
5. Se habla a menudo de la necesidad de construir Europa sobre los valores esenciales. Esto exige que los cristianos comprometidos en los asuntos públicos sean siempre fieles al mensaje de Cristo y se esfuercen por vivir una vida moral recta, testimoniando así que lo que los guía es el amor al Señor y al prójimo. Por eso, los cristianos que participan en la vida política no pueden dispensarse de dedicar particular atención a los más pobres, a los más necesitados y a todos los indefensos. Sienten, además, el deseo de crear las condiciones justas para ayudar a las familias en el papel indispensable que desempeñan en el seno de la sociedad. Reconocen el valor incomparable de la vida y el derecho de todo ser a nacer y a vivir con dignidad hasta su muerte natural.
El amor al prójimo suscita actitudes fraternas y relaciones sólidas entre las personas y los pueblos, para que los principios del bien común, de la solidaridad y de la justicia lleven a compartir equitativamente el trabajo y las riquezas, tanto dentro de la Unión como con los países que necesitan ayuda; hace falta una motivación espiritual generosa para que Europa siga siendo un continente abierto y acogedor, y no se lesione la dignidad de nuestros hermanos, porque la razón de ser de la sociedad es permitir que cada uno viva «una vida verdaderamente humana» (Jacques Maritain, El hombre y el Estado, p. 11).
6. En los próximos años vuestra tarea será importante, en particular, para que todos los países que lo deseen puedan reunir las condiciones necesarias para su participación en esta gran Europa, gracias al apoyo de todos. Con vuestros debates y decisiones, formáis parte de los constructores de la sociedad europea del mañana. Devolviendo la esperanza a los que la han perdido y favoreciendo la integración social, tanto de quienes viven en el continente como de quienes se establecen en él, respondéis a vuestra vocación de políticos cristianos.
Al término de nuestro encuentro, encomendándoos a la intercesión de los santos patronos de Europa, pido al Señor que os ilumine y haga fructífera vuestra actividad, y os imparto de todo corazón la bendición apostólica a vosotros, así como a los miembros de vuestras familias y a todos vuestros colaboradores.
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