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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE INGLATERRA Y GALES
EN VISITA «AD LIMINA»


Jueves 23 de octubre de 1997

 

Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado:

1. En el amor del Señor Jesús os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Inglaterra y Gales, con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, y extiendo mi cordial saludo a los sacerdotes, a los diáconos, a lo religiosos y a los fieles laicos de las Iglesias particulares que presidís con amor. Este año se celebra el 1400 aniversario de la llegada a Gran Bretaña de san Agustín, el apóstol de Inglaterra, cuya labor entre los anglosajones puso las bases del posterior crecimiento del cristianismo en vuestro país. Así, este encuentro está relacionado de una forma muy concreta con aquellos acontecimientos de hace catorce siglos. Los vínculos de comunión eclesial establecidos entonces entre la Sede apostólica y la parte de la Iglesia universal confiada a vuestra solicitud han sobrevivido a las vicisitudes de la historia y se expresan y renuevan intensamente con vuestra visita, uno de cuyos momentos principales es vuestra profesión de fe ante las tumbas de los príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo. Habéis venido para «ver a Pedro» (cf. Ga 1, 18) en la persona de su Sucesor en la Sede de Roma, esta «Iglesia mayor y más antigua » (san Ireneo, Adv. Haer., III, 3, 2). De esta forma, vuestra visita testimonia el ministerio único de unidad que el Obispo de Roma ejerce para el bien de toda la grey de Cristo (cf. Jn 21, 15-17), y la responsabilidad común que tenemos como obispos «por todas las Iglesias » (2 Co 11, 28).

La imagen de la primitiva comunidad cristiana descrita en los Hechos de los Apóstoles —«acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (2, 42)—, nos recuerda que la Iglesia es una comunidad de amor de creyentes congregados alrededor de los Apóstoles y de sus sucesores, y fundada constantemente en una unidad de fe, disciplina y vida con la fuerza del Espíritu Santo. De modo particular, el Señor ha confiado al Colegio episcopal la tarea de construir la koinonía y, por tanto, debemos alentar siempre al pueblo de Dios a ser «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32). Es importante que, a los ojos de la Iglesia y del mundo, nosotros, los pastores, estemos unidos con «lazos de unidad, de amor y de paz» (Lumen gentium, 22), para guiar a los fieles hacia una unión más profunda con Dios uno y trino (cf. 1 Jn 1, 3) y hacia una comunión recíproca en el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 10, 16). Con espíritu de confianza evangélica, debemos esforzarnos para que nuestra comunión sea cada vez más profunda y cordial.

2. La cercanía del gran jubileo constituye una invitación apremiante para que los pastores de la Iglesia guíen a las comunidades que les han sido confiadas en una peregrinación espiritual al centro mismo del Evangelio. Nuestro camino hacia el año 2000 debería ser una genuina búsqueda de conversión y reconciliación, purificándonos de nuestros errores del pasado y de nuestras actitudes de infidelidad, incoherencia y lentitud para actuar (cf. Tertio millennio adveniente, 33). Ciertamente, no basta hacer declaraciones públicas de arrepentimiento por los errores del pasado. Debemos recordarnos a nosotros mismos y recordar a los fieles la naturaleza radicalmente personal del arrepentimiento y de la conversión necesarios. La alegría del jubileo es siempre, «de un modo particular, el gozo por la remisión de las culpas, la alegría de la conversión» (ib., 32). En este sentido, es una ocasión para ayudar a los fieles a redescubrir el verdadero «sentido del pecado» (cf. 1 Jn 1, 8), guiándolos a una renovada estima de la belleza y de la alegría del sacramento de la penitencia (cf. Pastores dabo vobis, 48). Si en la predicación, en la catequesis y en los programas y proyectos de pastoral diocesana se insiste en el sacramento de la reconciliación, se producirá una renovación de la práctica sacramental. El mejor catequista de la reconciliación es el sacerdote que recurre regularmente a este sacramento. Los sacerdotes que se dedican al ministerio de la reconciliación saben que se trata de una tarea exigente y, a menudo, agotadora, pero es «uno de los más hermosos y consoladores ministerios del sacerdote » (Reconciliatio et paenitentia, 29). Por otra parte, en cierto sentido, los fieles tienen derecho a disponer en su parroquia de horarios fijos para el sacramento de la penitencia y a encontrar sacerdotes siempre disponibles para recibir a las personas que llegan para confesarse.

3. La parroquia sigue siendo el lugar donde los fieles se reúnen normalmente como una familia, para escuchar la palabra salvífica de Dios, para celebrar los sacramentos con dignidad y reverencia, y para inspirarse y fortalecerse en su misión de consagrar el mundo mediante la santidad, la justicia y la paz. La parroquia hace presente el misterio de la Iglesia como una comunidad orgánica, en la que «el párroco —que representa al obispo diocesano— es el vínculo jerárquico con toda la Iglesia particular» (Christifideles laici, 26). Otras instituciones, organizaciones y asociaciones son signos de vitalidad, instrumentos de evangelización y levadura de vida cristiana, en la medida en que contribuyen a la construcción de la comunidad local en la unidad de fe y de vida eclesial. Toda comunidad en la que los fieles se reúnen para el alimento espiritual y las obras de servicio eclesial, debe estar completamente abierta a «la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4, 3), unidad que implica un nexo orgánico con la Iglesia particular, en la que se garantiza el carácter eclesial de la comunidad y se realizan sus carismas.

Los pastores tienen el deber de fomentar los «carismas, los ministerios, las varias formas de participación del pueblo de Dios, aunque sin admitir un democraticismo y un sociologismo que no reflejan la visión católica de la Iglesia y el auténtico espíritu del Vaticano II» (Tertio millennio adveniente, 36). En el documento The sign we give, aprobado por vuestra Conferencia en 1995, habéis reconocido la necesidad de fortalecer «el ministerio de colaboración» entre los obispos, los sacerdotes, los religiosos y los laicos, para que, tanto en la vida diocesana como en la parroquial, sea cada vez más manifiesta la auténtica comunión en la misión. Trabajar juntos con una genuina «comunión en el Evangelio » (Flp 1, 5), implica mucho más que una distribución de tareas para responder a necesidades prácticas. Tiene su fundamento en los sacramentos de la iniciación cristiana (cf. Christifideles laici, 23) y exige tomar conciencia de los diversos dones que el Espíritu confía a todo el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12, 4-13). Precisamente por esta razón, también exige claridad teológica y práctica con respecto a lo que es específico del sacerdocio ministerial. ¿No es verdad que cuanto más se profundiza el sentido propio de la vocación de los laicos, tanto más éstos reconocen la consagración sacramental del sacerdote y su papel específico en la promoción «del sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios, conduciéndolo a su plena realización eclesial»? (Pastores dabo vobis, 17).

4. Vuestros sacerdotes son la gran obra de vuestro ministerio episcopal. En cada aspecto y fase de su vida sacerdotal deben ser objeto de vuestra oración y de vuestra solicitud amorosa. Desde vuestra última visita ad limina, se ha realizado la visita apostólica a los seminarios de Inglaterra y Gales, y se ha confirmado que hoy, quizá más que en el pasado, los candidatos necesitan orientación en el ámbito de su desarrollo y de su formación humana, especialmente en lo que atañe a las relaciones interpersonales en general, a la castidad y al celibato, y a todas las actitudes y cualidades que los llevarán a convertirse en seres humanos maduros y bien equilibrados, capacitados para las relaciones con los demás y dotados psicológicamente para las exigencias de su vida y su labor sacerdotal. Para prepararse al sacerdocio de acuerdo con el espíritu de Cristo y de su Iglesia, necesitan asimilar profundamente la formación humana, espiritual, académica y pastoral. Es significativo que vuestra Conferencia esté revisando el documento Charter for priestly formation, una revisión que tiene en cuenta la exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis y los importantes documentos publicados por la Santa Sede con el deseo de presentar la manera como la Iglesia entiende el ministerio sagrado: como una configuración sacramental con Jesucristo, que capacita al sacerdote para actuar in persona Christi capitis y en nombre de la Iglesia.

La visita también constató la cooperación específica de los miembros del laicado, tanto hombres como mujeres, en la formación de los sacerdotes. Esta cooperación dará los resultados esperados, con tal de que esté «oportunamente coordinada e integrada» con la obra de los principales responsables de la formación de los seminaristas (cf. Pastores dabo vobis, 66). Siempre es necesario distinguir entre la formación específica de los seminaristas que se preparan para las órdenes sagradas, y los cursos ofrecidos a quienes ejercerán otros ministerios en la Iglesia. La formación sacerdotal no busca sólo, o principalmente, desarrollar habilidades pastorales, sino formar actitudes, los mismos sentimientos de Jesucristo (cf. Flp 2, 5), en quienes representarán al eterno y sumo Sacerdote.

Y no podemos menos de mencionar la importancia que tiene la oración ferviente y continua, especialmente en la familia y en las parroquias, para el aumento de las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. El apostolado de las vocaciones depende en gran medida del apostolado de la oración. Como el discípulo Andrés, que llevó a su hermano Simón a Jesús (cf. Jn 1, 40-42), el obispo tiene la responsabilidad personal de promover nuevas vocaciones al servicio del Señor. Además de alentar a los sacerdotes y a los religiosos a hacer todo lo posible en este campo, también debería apoyar los programas específicos orientados a poner en contacto a los jóvenes con el seminario y con las diferentes formas de vida consagrada. Para este fin es esencial contar con la colaboración de sacerdotes y personas consagradas que, efectivamente, proyecten una imagen positiva de su vocación.

5. Los fieles buscan en vosotros, como obispos individualmente y como Conferencia, una guía espiritual y moral que les ayude a responder a los complejos interrogantes que la sociedad actual les plantea a ellos y a sus familias. Esperan que sus guías espirituales sean capaces de compartir con ellos las «razones de la esperanza» (cf. 1 P 3, 15), una esperanza que deriva de la verdad sobre el hombre en cuanto criatura amada por Dios, redimida por la sangre de Cristo y destinada a la comunión eterna con él en el cielo; la verdad sobre la dignidad del hombre y, por tanto, sobre su responsabilidad ante la vida y ante el mundo en el que vive.

Hoy se tiende a considerar la vida humana con una «mentalidad consumista». La vida sólo tiene valor si es útil de alguna manera, o si puede procurar satisfacción y placer. Se rechaza el sufrimiento como un mal sin sentido, que hay que evitar a toda costa. Los grupos de presión tratan de hacer que la opinión pública apruebe el aborto y la eutanasia como soluciones moralmente aceptables para los problemas de la vida. A quienes pretenden dar base legal al así llamado «derecho a morir con dignidad », la Iglesia no puede menos de replicarles que los cristianos tienen la clara obligación de rechazar una legislación que ponga en peligro la vida humana o que lesione su dignidad (cf. Evangelium vitae, 72). Como obispos, debemos enseñar que la atención responsable a la vida exige que todos respeten la diferencia médica, moral y ética entre curación, usando todos los medios ordinarios para proteger la vida desde su concepción natural hasta su fin natural, y asesinato. Frente al reciente progreso de la biotecnología, con implicaciones morales muy delicadas, toda la Iglesia, guiada por el Colegio episcopal en unión con el Papa, debe proclamar firme y claramente que la investigación científica sólo es fiel a sí misma como actividad humana cuando respeta el orden ético inscrito por el Creador en el corazón del hombre (cf. Rm 2, 15).

6. Asimismo, cuando habláis abiertamente contra la injusticia y animáis a los fieles laicos a ser «la sal de la tierra» (Mt 5, 13), afirmáis que la auténtica renovación de la vida social y política se basa en el orden moral revelado en la creación (cf. Rm 2, 15) e iluminado por el misterio de Cristo, en quien «todo tiene su consistencia» (Col 1, 17). La difusión de la doctrina social de la Iglesia realmente «forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia» (Sollicitudo rei socialis, 41). El gran jubileo del año 2000 conlleva la exigencia de que «los cristianos deberán hacerse voz de todos los pobres del mundo» (Tertio millennio adveniente, 51), y ofrece a la Iglesia en Inglaterra y Gales la ocasión de sellar una nueva alianza con los pobres, los necesitados, los que sufren, los abandonados y, especialmente, con aquellos cuya vida está amenazada en el seno de su madre o que se hallan marginados y se les considera un peso en su ancianidad. Os exhorto a insistir, con los fieles y con toda la sociedad, en el deber de ver en todas y cada una de las personas una «manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria» (Evangelium vitae, 34).

7. Vuestro servicio de comunión eclesial os lleva necesariamente a un diálogo leal y respetuoso con quienes no están en plena comunión con la Iglesia católica. Habéis acogido el urgente llamamiento de la carta encíclica Ut unum sint, en la que afirmé que el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los cristianos «pertenece orgánicamente a la vida y a la acción [de la Iglesia] y debe, en consecuencia, inspirarlas » (n. 20). El camino ecuménico presenta dificultades y fracasos aparentes, entre los que hay que incluir la decisión de la Iglesia de Inglaterra de admitir a las mujeres al ministerio ordenado. Mientras continuáis buscando con los miembros de otras comunidades cristianas una comprensión más profunda de la naturaleza del ministerio y de la autoridad magisterial de la Iglesia, estáis llamados a explicar las razones por las que la Iglesia católica sostiene que no tiene autoridad para cambiar algo tan fundamental en toda la tradición cristiana (cf. Ordinatio sacerdotalis, 4). Es preciso ayudar a los fieles a comprender que esta enseñanza no discrimina a las mujeres, puesto que el sacerdocio no es un «derecho» o un «privilegio», sino una vocación que nadie se arroga, sino a la que se es «llamado por Dios, lo mismo que Aarón» (Hb 5, 4). Por otra parte, es urgente que la comunidad eclesial promueva una mayor estima de los dones específicos de la mujer y la prepare para participar más activamente en funciones de responsabilidad en la Iglesia (cf. Carta a las mujeres, 11 y 12). A este respecto, debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance, confiando en que la Iglesia del tercer milenio encuentre nuevas formas para que «el genio femenino » construya el Cuerpo de Cristo.

8. Queridos hermanos en el episcopado, pido fervientemente a Dios que vuestra visita a las tumbas de los santos apóstoles Pedro y Pablo os aliente a perseverar en la obra de Cristo, el eterno Sacerdote, el Pastor y guardián de nuestras almas (cf. 1 P 2, 25). «Os llevo en mi corazón, partícipes como sois todos de mi gracia (...), en la defensa y consolidación del Evangelio» (Flp 1, 7). Como obispos, obedeciendo a la única verdad que nos hace libres (cf. Jn 8, 32), a menudo estamos llamados a repetir las «palabras duras» (cf. Jn 6, 60) e indicar la «entrada estrecha y el camino angosto que lleva a la vida» (cf. Mt 7, 14). Tratemos de hacerlo con compasión y respeto a toda persona. Tenemos que caminar con nuestros hermanos y hermanas, amando a todos los que se sienten afligidos por la flaqueza humana y reconociendo en los pobres y en los que sufren la imagen de nuestro Señor y Maestro pobre y sufriente (cf. Lumen gentium, 8). Nuestra esperanza y nuestra confianza se fundan siempre en la fuerza del Señor resucitado. Invocando una abundante efusión del Espíritu Santo sobre vosotros y sobre quienes están confiados a vuestro cuidado pastoral, os encomiendo a la intercesión de María, Madre de la Iglesia, y os imparto cordialmente mi bendición apostólica.



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