DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NOVENO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS
EN VISITA «AD LIMINA»
Sábado 27 de junio de 1998
Queridos hermanos en el episcopado:
1. Os doy una afectuosa bienvenida a vosotros, pastores de la Iglesia en los Estados de Texas, Oklahoma y Arkansas, con ocasión de vuestra visita ad limina. En los encuentros que he tenido hasta ahora, durante este año, con los obispos de Estados Unidos, hemos considerado algunos aspectos importantes de la nueva evangelización, a la que impulsó el concilio Vaticano II, el gran acontecimiento de gracia con que el Espíritu Santo ha preparado a la Iglesia para entrar en el tercer milenio cristiano. Un aspecto esencial de esta tarea es la proclamación de la verdad moral y su aplicación a la vida personal de los cristianos y a su compromiso en el mundo. Por eso, deseo reflexionar con vosotros hoy sobre vuestro ministerio episcopal como maestros de la verdad moral y testigos de la ley moral.
En toda época, los hombres y las mujeres necesitan escuchar a Cristo, el buen Pastor, que los llama a la fe y a la conversión de vida (cf. Mc 1, 15). Como pastores de almas, debéis ser la voz de Cristo hoy, animando a vuestro pueblo a redescubrir «la belleza de la verdad, la fuerza liberadora del amor de Dios, el valor de la fidelidad incondicional a todas las exigencias de la ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles » (Veritatis splendor, 107). La pregunta formulada por el joven rico del evangelio: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna? » (Mt 19, 16), es un interrogante humano constante. Todos los seres humanos, en todas las culturas y en todos los momentos del drama de la historia, se lo plantean de una forma u otra, explícita o implícitamente. La respuesta de Cristo a este interrogante, es decir, seguirlo a él haciendo la voluntad de su Padre, es la clave para lograr la plenitud de vida que él promete. La obediencia a los mandamientos de Dios no sólo no nos aleja de nuestra humanidad, sino que es el camino hacia la liberación genuina y la fuente de la verdadera felicidad.
En este año de preparación para el gran jubileo, dedicado al Espíritu Santo, recordemos que nuestros esfuerzos por predicar la buena nueva y enseñar la verdad moral sobre la persona humana están sostenidos por el Espíritu, que es el agente principal de la misión de la Iglesia (cf. Evangelium nuntiandi, 75). Al Espíritu Santo «se debe, por tanto, el florecer de la vida moral cristiana y el testimonio de la santidad en la gran variedad de las vocaciones, de los dones, de las responsabilidades y de las condiciones y situaciones de vida» (Veritatis splendor, 108). Os exhorto a realizar durante este año un esfuerzo especial en vuestras diócesis y parroquias para aumentar la conciencia de la actividad eficaz del Espíritu en el mundo, pues mediante su gracia experimentamos «una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honradez y transparencia» (ib., 98).
2. Dadas las circunstancias de la cultura contemporánea, vuestro ministerio episcopal es particularmente comprometedor, y la situación que afrontáis como maestros de la verdad moral es compleja. En vuestras parroquias hay un gran número de católicos deseosos de vivir una vida responsable como esposos, padres, ciudadanos, trabajadores y profesionales. Estos hombres y mujeres, con quienes os encontráis diariamente durante vuestra misión pastoral, saben que deben vivir una vida moralmente recta, pero a menudo les resulta difícil explicar exactamente lo que esto implica. Esta dificultad refleja otro aspecto de la cultura contemporánea: el escepticismo relativo a la existencia misma de la «verdad moral» y de una ley moral objetiva. Esta actitud se da con frecuencia en las instituciones culturales, que influyen en la opinión pública, y —es preciso admitirlo— se trata de una realidad común en muchas instituciones académicas, políticas y legales de vuestro país. En esa situación, quienes procuran vivir de acuerdo con la ley moral, a menudo se sienten presionados por fuerzas que contradicen lo que, en el fondo de su corazón, saben que es verdad. Y los responsables de la enseñanza de la verdad moral pueden sentir que su tarea es virtualmente imposible, dada la fuerza de esas presiones culturales externas.
En la historia bimilenaria de la Iglesia ha habido momentos parecidos, pero la actual crisis cultural tiene características distintivas que confieren a vuestra tarea de maestros morales una urgencia real. Esta urgencia se refiere a la transmisión de la verdad moral contenida en el Evangelio y en el magisterio de la Iglesia, y al futuro de la sociedad como estilo de vida libre y democrático.
¿Cómo deberíamos definir esta crisis de la cultura moral? Podemos vislumbrar su primera fase en lo que el cardenal John Henry Newman escribió en su Carta al duque de Norfolk: «En este siglo (la conciencia) ha sido reemplazada por una falsificación, desconocida en los dieciocho siglos anteriores, y que, aunque la hubieran conocido, no la habrían confundido. Es el derecho a la autodeterminación». Lo que era verdad en el siglo XIX, cuando vivió Newman, hoy lo es con más razón. Las fuerzas culturalmente poderosas insisten en que los derechos de la conciencia son violados por la misma idea de que existe una ley moral inscrita en nuestra humanidad, que podemos llegar a conocer reflexionando en nuestra naturaleza y en nuestras acciones, y que nos impone ciertas obligaciones, porque las reconocemos como universalmente verdaderas y vinculantes. Se dice con frecuencia que esto implica una abrogación de la libertad. Pero ¿de qué concepto de «libertad» se trata? ¿Es libertad únicamente la afirmación de mi voluntad .«debería permitírseme hacer esto, porque quiero hacerlo ».? ¿O es libertad el derecho de hacer lo que debo hacer, de adherirme libremente a lo que es bueno y verdadero? (cf. Homilía en Baltimore, 8 de octubre de 1995).
La noción de libertad como autonomía personal es atractiva sólo en la superficie; sostenida por los intelectuales, los medios de comunicación social, las legislaturas y los tribunales, se transforma en una poderosa fuerza cultural. Pero, en el fondo, destruye el bien personal de los individuos y el bien común de la sociedad. La libertad como autonomía, concentrándose únicamente en la voluntad autónoma de la persona como único principio organizador de la vida pública, disuelve los vínculos de obligación entre hombres y mujeres, padres e hijos, fuertes y débiles, mayorías y minorías. Esto lleva a la destrucción de la sociedad civil, y a una vida pública en la que los únicos protagonistas son el individuo autónomo y el Estado. Como debería habernos enseñado el siglo XX, se trata de un camino seguro hacia la tiranía.
3. En sus raíces, la crisis contemporánea de la cultura moral es una crisis de comprensión de la naturaleza de la persona humana. Como pastores y maestros de la Iglesia de Cristo, recordáis al pueblo que la grandeza de los seres humanos se funda precisamente en el hecho de que son criaturas de un Dios lleno de amor, que les ha dado la capacidad de conocer el bien y de elegirlo, y que envió a su Hijo para ser el testigo último e insuperable de la verdad sobre la condición humana: «En Cristo y por Cristo, Dios se ha revelado plenamente a la humanidad y se ha acercado definitivamente a ella y, al mismo tiempo, en Cristo y por Cristo, el hombre ha conseguido plena conciencia de su dignidad, de su elevación, del valor trascendental de la propia humanidad, del sentido de su existencia» (Redemptor hominis, 11). En Cristo, sabemos que «el bien de la persona consiste en estar en la verdad y en realizar la verdad» (Discurso al Congreso internacional de teología moral, 10 de abril de 1986, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de mayo de 1986, p. 12).
En esta antropología cristiana, la nobleza del hombre y de la mujer no reside simplemente en su capacidad de elegir, sino en su capacidad de elegir sabiamente y vivir de acuerdo con la elección de lo que es bueno. En toda la creación visible, sólo la persona humana elige reflexivamente. Sólo la persona humana puede discernir entre el bien y el mal, y dar una razón que justifique dicho discernimiento. Sólo los seres humanos pueden sacrificarse por lo que es bueno y verdadero. Por este motivo, a lo largo de la historia cristiana, el mártir sigue siendo el paradigma del seguimiento de Cristo, pues encarna del modo más radical la relación entre verdad, libertad y bondad.
Al enseñar la verdad moral sobre la persona humana y al testimoniar la ley moral inscrita en el corazón humano, los obispos de la Iglesia no defienden ni promueven exigencias arbitrarias establecidas por la Iglesia, sino verdades esenciales y, por tanto, el bien de las personas y el bien común de la sociedad.
4. Si la dignidad de la persona humana como agente moral reside en su capacidad de conocer y elegir lo que es verdaderamente bueno, entonces la cuestión de conciencia llega a enfocarse más claramente. El respeto a los derechos de la conciencia está profundamente arraigado en vuestra cultura nacional, que en parte ha sido formada por los inmigrantes que llegaron al nuevo mundo para defender sus convicciones religiosas y morales frente a las persecuciones. La admiración histórica de la sociedad norteamericana por los hombres y mujeres de conciencia es el fundamento en que podéis basaros para enseñar la verdad sobre la conciencia hoy.
La Iglesia honra la conciencia como el «santuario» de la persona humana: en ella las personas están «solas con Dios», cuya voz resuena en lo más íntimo de su corazón, animándolas a amar el bien y rechazar el mal (cf. Gaudium et spes, 16). La conciencia es el lugar más íntimo en donde «el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer» (ib.). Por consiguiente, se degrada la dignidad de la conciencia cuando se sugiere, como pretenden los defensores de la autonomía individual radical, que es una capacidad totalmente independiente y exclusivamente personal de determinar lo que constituye el bien y el mal (cf. Dominum et vivificantem, 43).
Todos deben obrar de acuerdo con su conciencia. Pero la conciencia no es ni absolutamente independiente ni infalible en sus juicios. Si así fuera, la conciencia debería reducirse a una mera afirmación de la voluntad personal. Por eso, precisamente para defender la dignidad de la conciencia y de la persona humana, hay que enseñar que la conciencia debe formarse, a fin de que se pueda discernir lo que realmente corresponde o no corresponde a «la misma ley divina, eterna, objetiva y universal», que la inteligencia humana es capaz de descubrir en el orden del ser (cf. Dignitatis humanae, 3; Veritatis splendor, 60). A causa de la naturaleza de la conciencia, la exhortación a seguirla siempre debe ir acompañada por la pregunta de si lo que nos está diciendo nuestra conciencia es verdadero o no. Si no hacemos esta aclaración necesaria, la conciencia, en vez de ser el sagrario en que Dios nos revela el verdadero bien, se convierte en una fuerza que destruye nuestra verdadera humanidad y todas nuestras relaciones (cf. Catequesis en la audiencia general del 17 de agosto de 1983, n. 3).
Como obispos, tenéis que enseñar que la libertad de conciencia no es jamás libertad de la verdad, sino siempre y sólo libertad en la verdad. Esta manera de entender la conciencia y su relación con la libertad debería aclarar ciertos aspectos de la cuestión del disenso con respecto a la enseñanza de la Iglesia. Por voluntad de Cristo mismo y por la fuerza vivificante del Espíritu Santo, la Iglesia está preservada en la verdad, «y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» (Dignitatis humanae, 14).
Cuando la Iglesia enseña, por ejemplo, que el aborto, la esterilización o la eutanasia son siempre moralmente inadmisibles, expresa la ley moral universal inscrita en el corazón humano, y, por tanto, enseña algo que es vinculante para la conciencia de cada uno. Su absoluta prohibición de que esas intervenciones se lleven a cabo en centros sanitarios católicos es simplemente un acto de fidelidad a la ley de Dios. Como obispos, debéis recordar a todos los interesados, administraciones de hospitales y personal médico, que el incumplimiento de esta prohibición constituye un pecado grave y una fuente de escándalo (con respecto a la esterilización, cf. Congregación para la doctrina de la fe, Quaecumque sterilizatio, 13 de marzo de 1975: AAS [1976] 738-740). Conviene subrayar que tanto estas como otras disposiciones del mismo tipo no son una imposición de una serie de criterios externos, que violan la libertad humana. Por el contrario, la enseñanza de la verdad moral por parte de la Iglesia «manifiesta las verdades que (la conciencia) ya debería poseer» (Veritatis splendor, 64), y estas verdades son las que nos hacen libres en el sentido más profundo de la libertad humana y confieren a nuestra humanidad su auténtica nobleza. Hace casi dos mil años, san Pablo nos exhortaba a «no acomodarnos al mundo presente» (Rm 12, 2), sino a vivir la verdadera libertad que es obediencia a la voluntad de Dios. Enseñando la verdad sobre la conciencia y su relación intrínseca con la verdad moral, desafiaréis a una de las mayores fuerzas del mundo moderno. Pero, al mismo tiempo, prestaréis al mundo moderno un gran servicio, dado que le recordaréis el único fundamento capaz de sostener una cultura de libertad: lo que los fundadores de vuestra nación llamaron verdades «evidentes».
5. Desde este punto de vista, debería resultar claro que la Iglesia no afronta cuestiones de la vida pública por razones políticas, sino como servidora de la verdad sobre la persona humana, para defender la dignidad humana y promover la libertad humana. Una sociedad o una cultura que desee sobrevivir no puede declarar que la dimensión espiritual de la persona humana es irrelevante para la vida pública. Las culturas se desarrollan como modos de afrontar las experiencias más profundas de la existencia humana: el amor, el nacimiento, la amistad, el trabajo y la muerte. Cada una de estas experiencias plantea, de un modo único, la cuestión de Dios: «El punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios» (Centesimus annus, 24). Los cató- licos norteamericanos, junto con los demás cristianos y con todos los creyentes, tienen la responsabilidad de asegurar que el misterio de Dios y la verdad sobre la humanidad, que se revela en el misterio de Dios, no sean excluidos de la vida pública. Esto es especialmente importante para las sociedades democráticas, pues una de las verdades que encierra el misterio de nuestra creación por obra de Dios es que la persona humana debe ser «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales» (Gaudium et spes, 25). Nuestra dignidad intrínseca y nuestros derechos fundamentales e inalienables no son el resultado de una convención social: preceden a todas las convenciones sociales y proporcionan las normas que determinan su validez. La historia del siglo XX es una firme advertencia contra los males que se producen cuando los seres humanos se reducen al estado de objetos, que los poderosos manipulan para su beneficio egoísta o por razones ideológicas. Proclamando la verdad según la cual Dios ha dado al hombre y a la mujer una dignidad inestimable y derechos inalienables desde el momento de su concepción, estáis ayudando a reconstruir los fundamentos morales de una auténtica cultura de libertad, capaz de sostener a las instituciones autónomas que están al servicio del bien común.
6. El hecho de que tantos católicos en Estados Unidos participen en la vida política es un tributo a la Iglesia y a la apertura de la sociedad norteamericana. Como pastores y maestros, vuestra responsabilidad ante los funcionarios públicos católicos consiste en recordarles su patrimonio de reflexión sobre la ley moral, sobre la sociedad y sobre la democracia, que deberían poner en práctica en el desempeño de sus funciones. Vuestro país se siente orgulloso de ser una democracia consolidada, pero la democracia es una empresa moral, una prueba continua de la capacidad de un pueblo de gobernarse a sí mismo, para servir al bien común y al bien de cada ciudadano. La supervivencia de una democracia particular no depende sólo de sus instituciones; en mayor medida, depende del espíritu que inspira e impregna sus procedimientos legislativos, administrativos y judiciales. De hecho, el futuro de la democracia depende de una cultura capaz de formar a hombres y mujeres preparados para defender ciertas verdades y valores. Corre peligro cuando la política y la ley rompen toda conexión con la ley moral inscrita en el corazón humano.
Si no hay un modelo objetivo que ayude a decidir entre las diferentes concepciones del bien personal y común, entonces la política democrática se reduce a una áspera lucha por el poder. Si el derecho constitucional y el legislativo no tienen en cuenta la ley moral objetiva, las primeras víctimas serán la justicia y la equidad, porque se convierten en cuestiones de opinión personal. En la vida pública, los católicos prestan un servicio particularmente importante a la sociedad cuando defienden las normas morales objetivas que constituyen «el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de una justa y pacífica convivencia humana y, por tanto, de una verdadera democracia» (Veritatis splendor, 96), porque nuestra obligación común con respecto a estas normas morales nos permite conocer, y así defender, la igualdad de todos los ciudadanos, que están «unidos en sus derechos y deberes » (ib.
Un clima de relativismo moral es incompatible con la democracia. Este tipo de cultura no puede responder a preguntas fundamentales para una comunidad política democrática: ¿Por qué debería considerar a mis compatriotas iguales a mí?; ¿por qué debería defender los derechos de los demás?; ¿por qué debería trabajar por el bien común? Si las verdades morales no pueden reconocerse públicamente como tales, la democracia no es posible (cf. ib., 101). Por eso, deseo animaros a seguir hablando de forma clara y eficaz sobre las cuestiones morales fundamentales que afrontan los hombres de nuestro tiempo. El interés con el que muchos de vuestros documentos han sido recibidos en la sociedad es signo de que estáis proporcionando una guía muy necesaria cuando recordáis a todos, y especialmente a los ciudadanos y a los líderes políticos católicos, el vínculo esencial que existe entre libertad y verdad.
7. Queridos hermanos en el episcopado, un tiempo de «crisis» es un tiempo de oportunidad y también de peligro. Ciertamente, esto es verdad por lo que atañe a la crisis de la cultura moral en nuestro mundo desarrollado. La exhortación del concilio Vaticano II al pueblo de Dios a testimoniar la verdad sobre la persona humana en medio del gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia del mundo contemporáneo, es una exhortación dirigida a todos nosotros para un compromiso personal en favor de una guía episcopal eficaz en la nueva evangelización.
Al centrar la atención de los fieles y de todos vuestros compatriotas en las opciones morales tan importantes que deben realizar, contribuiréis a la renovación de la bondad moral, de la solidaridad y de la libertad auténtica que Estados Unidos y el mundo necesitan urgentemente. Encomendando vuestro ministerio, así como a los sacerdotes, los religiosos y los laicos de vuestras diócesis a la protección de María, patrona de Estados Unidos con el gran título de su Inmaculada Concepción, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.
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