DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE LA REGIÓN III DE ESTADOS UNIDOS
EN VISITA «AD LIMINA»
Jueves 12 de marzo de 1998
Querido cardenal Bevilacqua;
queridos hermanos en el episcopado:
1. «A vosotros gracia y paz, de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo » (Rm 1, 7). Al continuar esta serie de visitas ad limina de los obispos de Estados Unidos, os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Pensilvania y Nueva Jersey. Encomiendo el fruto de nuestra oración y de nuestros encuentros a la gracia del Espíritu Santo, que «a través de los siglos ha recibido del tesoro de la redención de Cristo, dando a los hombres la nueva vida» (Dominum et vivificantem, 53). El Espíritu está preparando ahora a la Iglesia para el gran jubileo, tiempo para volver a escuchar y responder cada vez con mayor decisión a la llamada a abrir nuestro corazón al Evangelio, acoger su mensaje salvífico, y permitirle que transforme nuestra vida. Al acercarse el jubileo, los pastores del pueblo de Dios tienen una nueva oportunidad de proclamar y anunciar a los hombres y mujeres de hoy que Dios vino realmente a nosotros y que el Evangelio es «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16). Oremos para que el Espíritu Santo siga iluminando nuestra mente sobre la «hora» que estamos viviendo y sobre las oportunidades y responsabilidades que esta «hora» supone para el futuro de la Iglesia y de la sociedad.
2. Como dije al primer grupo de obispos de vuestro país, la acogida de las enseñanzas del concilio Vaticano II, y la renovación de la Iglesia impulsada por él, serán la luz que guíe nuestras reflexiones durante esta serie de visitas ad limina Apostolorum. Muchos católicos no tienen hoy un recuerdo personal del Concilio. Pero los que tuvimos la magnífica oportunidad de participar en él, lo vivimos como un tiempo de extraordinario dinamismo y crecimiento espiritual. El Concilio nos llevó a un contacto más estrecho y concreto con la riqueza de diecinueve siglos de santidad, doctrina y servicio a la familia humana; nos reveló la unidad y la diversidad de la comunidad católica en todo el mundo; nos enseñó a abrirnos a nuestros hermanos y hermanas cristianos, a los seguidores de otras religiones, a las alegrías y esperanzas, a los dolores y preocupaciones de la humanidad. Es evidente que en su providencia, Dios quiso preparar a la Iglesia para una nueva primavera del Evangelio, para el comienzo del próximo milenio cristiano, con la gracia extraordinaria del Concilio.
Entre las enseñanzas que el Concilio nos impartió, ninguna ha tenido hasta ahora una influencia tan amplia en toda la comunidad católica, y en nuestra vida de sacerdotes y obispos, como la reflexión de la Iglesia sobre sí misma, «ad intra» y «ad extra», en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium y en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes. ¿Con qué profundidad ha penetrado la visión del Concilio sobre la Iglesia en la vida de nuestras comunidades cristianas? ¿Qué hay que hacer para asegurar que toda la Iglesia entre en el próximo milenio con una conciencia más clara de su misterio, con mayor confianza en su importancia fundamental para la familia humana, y con ferviente entrega a su misión?
3. Como obispos, tenemos la urgente responsabilidad de ayudar al pueblo de Dios a comprender y apreciar el profundo misterio de la Iglesia: considerarla, sobre todo, como la comunidad en que encontramos al Dios vivo y su amor misericordioso. Nuestro objetivo pastoral debe consistir en crear una conciencia más intensa de que Dios, que interviene en la historia cuando quiere, en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo, nacido de mujer, para la salvación del mundo (cf. Ga 4, 4). Esta es la gran verdad de la historia humana: la historia de la salvación ha entrado en la historia del mundo, llenándola de la presencia de Dios y enriqueciéndola con acontecimientos muy significativos para el pueblo que Dios escogió para que fuera su pueblo. La obra redentora del Hijo continúa en la Iglesia y a través de la Iglesia. En efecto, desde el comienzo Dios «dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia» (Lumen gentium, 2). En este sentido trascendente y teológico, la Iglesia es el fin de todas las cosas: porque Dios creó el mundo para comunicarle su bondad infinita y llevar a sus criaturas amadas a la comunión consigo, comunión realizada por la convocación de todos en Cristo. Esta convocación es la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 760). «Así como la voluntad de Dios es creación y se llama "el mundo", así también su finalidad es la salvación del hombre, y se llama "la Iglesia"» (Clemente de Alejandría, Paedagogus, I, 6, 27).
4. Los padres conciliares procuraron subrayar esta verdad fundamental sobre la Iglesia: es «el reino de Cristo presente ya en misterio» (Lumen gentium, 3). Los discípulos de Cristo están «en el mundo», pero no son «del mundo» (Jn 17, 16); por eso, ciertamente experimentan la influencia de los procesos económicos, sociales, políticos y culturales que determinan la vida y la actividad de los pueblos y las sociedades. Así, en su peregrinación por la historia, la Iglesia se adapta a las circunstancias que cambian, mientras sigue siendo siempre la misma, fiel a su Señor, a su palabra revelada y a «lo que ha recibido» bajo la guía del Espíritu Santo. En el período posconciliar hemos sido llamados a servir al pueblo de Dios en medio de profundos cambios sociales. La rapidez de los cambios durante los treinta años posconciliares y la tendencia de las culturas occidentales a confinar las convicciones religiosas a la esfera privada, han impedido en algunos casos que los cató- licos «recibieran» la enseñanza del Concilio sobre la naturaleza y la misión únicas de la Iglesia. La historia cultural de Estados Unidos ha tenido un influjo particular en el modo como los católicos han percibido a la Iglesia en las últimas décadas. Es necesario recordar a todos que, precisamente porque la Iglesia es un «misterio», su realidad no puede comprenderse nunca con categorías o análisis sociológicos o políticos.
Siguiendo la línea del Papa Pío XII en su encíclica Mystici Corporis, y después de un período en que la eclesiología tendía a considerar principalmente a la Iglesia como una institución, el concilio Vaticano II trató de profundizar la concepción de la Iglesia como sacramento del encuentro con Cristo vivo. Los pastores de almas debemos preguntarnos hasta qué punto se ha acogido la invitación de la Lumen gentium a profundizar más en el sentido del misterio interior de la Iglesia; o si, en cambio, los católicos han cedido a veces a la tentación, difundida en la cultura occidental moderna, de juzgar a la Iglesia en términos predominantemente políticos. Desde luego, el Concilio no tenía intención de «politizar» a la Iglesia, de modo que cualquier cuestión pudiera ser considerada política. Por el contrario, precisamente para ampliar y profundizar nuestra fe y nuestra experiencia de la Iglesia como comunión, los padres conciliares la describieron con esa admirable serie de imágenes bíblicas que encontramos en la Lumen gentium (números 5 y 6), más que con las categorías institucionales a las que estaban acostumbrados.
Ahora, más de treinta años después de la Lumen gentium y la Gaudium et spes, tenemos suficiente perspectiva para comprender que, mientras los frutos del Concilio son múltiples y por doquier hay signos de que ha originado una nueva firmeza en la fe, nuevas manifestaciones de santidad y un nuevo amor a la Iglesia, algunos tienden a hacer una interpretación limitada de la Iglesia. Como consecuencia, eclesiologías inadecuadas, radicalmente diferentes de la que habían presentado el Concilio y el Magisterio posterior, se han abierto camino en las obras teológicas y catequísticas. En la práctica pastoral, se han convertido en bases de una visión más o menos horizontal y sociológica de las realidades eclesiales por parte de algunos sectores del catolicismo. Por eso, debemos orientar nuevamente nuestros esfuerzos a enseñar la profunda eclesiología del Concilio.
5. Sólo podemos apreciar verdaderamente lo que es la Iglesia cuando comprendemos que todos los aspectos de su ser están plasmados por la nueva relación, por la nueva alianza, que Dios estableció con la humanidad mediante la cruz de Cristo. El misterio que nos envuelve es un misterio de comunión, una participación mediante la gracia en la vida del Padre, que se nos da por Cristo en el Espíritu Santo. Nunca deberíamos dejar de reflexionar en la llamada a entrar en esta íntima relación de vida y amor con la santísima Trinidad. La finalidad de nuestro ministerio consiste en guiar a otros hacia esta comunión, que no es una obra nuestra. Debemos procurar que los fieles comprendan que no entramos en comunión con Dios simplemente por una opción personal según nuestros gustos; no nos unimos a la Iglesia como se hace con una asociación de voluntarios. Más bien, entramos a formar parte del cuerpo de Cristo por la gracia del bautismo y la plena participación en todo lo que constituye la realidad divina y humana de la Iglesia.
Por consiguiente, la comunidad de los seguidores de Cristo es, sobre todo, una solidaridad espiritual, la communio sanctorum. Somos el pueblo peregrino de Dios, en camino hacia nuestra casa celestial, asistidos por la intercesión de María y de los santos que nos han precedido. La Iglesia está formada también por los que ya gozan de la visión de Dios y por los que murieron y deben purificarse. Quizá nuestra conciencia de esta dimensión de la naturaleza de la Iglesia haya disminuido un poco durante los últimos años. Es necesario prestar mayor atención a la íntima relación entre la Iglesia peregrina y la Iglesia celeste. Los católicos más jóvenes, ¿tienen suficiente conciencia de la realidad de María y de los santos? El ejemplo y la intercesión de María y de los santos ¿ayudan a nuestro pueblo a responder a la vocación universal a la santidad? ¿Comprendemos la liturgia de la Iglesia como una participación en la liturgia celestial? Un aumento de esa comprensión ¿podría ayudar a revitalizar la participación en la misa dominical?
6. La Iglesia en Estados Unidos se ha enriquecido con una gran diversidad de expresiones de fe entre personas de diferentes orígenes étnicos. Esta rica diversidad indica que la Iglesia es católica en sentido pleno y abraza a todos los pueblos y culturas. Sin embargo, la Iglesia, con todos sus diferentes miembros, sigue siendo el único cuerpo de Cristo. La diversidad en la Iglesia debe servir a la unidad de la única fe, del único bautismo (cf. Ef 4, 5), para que «siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión (...) para su edificación en el amor» (Ef 4, 15-16). El respeto a una cultura y a una tradición específicas debe ir acompañado siempre por la fidelidad a la verdad esencial del Evangelio, tal como es transmitida en la enseñanza de la Iglesia.
Una forma particularmente rica de la diversidad que edifica el cuerpo de Cristo se encuentra en las Iglesias de rito oriental presentes, junto a la Iglesia latina, en muchas partes de vuestro país. Me complace especialmente saludar a los archieparcas y eparcas que participan en esta visita ad limina. Los católicos orientales que viven en Estados Unidos constituyen un puente natural entre Oriente y Occidente. Por una parte, gracias a su experiencia directa dan a conocer el Oriente cristiano y, por otra, contribuyen al desarrollo de las Iglesias orientales en sus países de origen, testimoniando lo que han asimilado de Occidente y proporcionando apoyo espiritual y material al pueblo en su tierra natal. Para realizar esta doble tarea, es esencial que conserven y profundicen el sentido de pertenencia a su tradición eclesial específica, recurriendo a las orientaciones que se brindan en la Instrucción para la aplicación de las prescripciones litúrgicas del Código de cánones de las Iglesias orientales, publicada por la Congregación para las Iglesias orientales.
Los pastores de las Iglesias orientales afrontan nuevos y exigentes desafíos para asegurar que los fieles que han llegado recientemente a Estados Unidos se integren como conviene en sus respectivas comunidades eclesiales. También es necesario prestar atención particular al modo de afrontar los problemas que surgen de la dispersión de los fieles, que siguen abandonando las áreas donde tradicionalmente estaban presentes sus comunidades y donde su identidad eclesial se ha conservado más fácilmente, para vivir en otras partes del país.
Estos aspectos ilustran la gran necesidad de una estrecha colaboración entre los obispos latinos y los orientales, para salvaguardar y garantizar la diversidad legítima que constituye la riqueza de la universalidad de la Iglesia. Insto a mis hermanos en el episcopado de rito latino a fomentar un mayor conocimiento y aprecio por la herencia oriental, que es parte integrante de la expresión católica de la fe. De ese modo, todos los fieles tendrán un conocimiento más profundo de la experiencia cristiana, y la comunidad católica será capaz de dar una respuesta cristiana más completa a las expectativas de los hombres y mujeres de hoy (cf. Orientale lumen, 5).
7. Queridos hermanos en el episcopado, mientras aguardamos con esperanza la celebración del gran jubileo del año 2000, pido a Dios que los sacerdotes, diáconos, religiosos y fieles laicos de vuestras diócesis se sientan impulsados a crecer en su amor a la Iglesia, y así logren una unión cada vez más profunda con Cristo, el esposo. El aspecto más importante de nuestra preparación para la celebración del bimilenario de la Encarnación es nuestra respuesta a la llamada a la santidad, «sin la cual nadie verá al Señor» (Hb 12, 14). Porque sólo con la ayuda de la gracia del Espíritu Santo el pueblo de Dios puede desafiar de verdad a la sociedad, con su incansable y valiente testimonio de la verdad. Encomendándoos a vosotros y a todos aquellos a cuyo servicio estáis a la protección materna de María, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.
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