MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CARDENAL WILLIAM WAKEFIELD BAUM,
A LOS PRELADOS Y OFICIALES
DE LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA
Al venerado hermano
card. WILLIAM W. BAUM
Penitenciario mayor
1. Doy gracias al Señor porque, también este año 1998, dedicado a la meditación y a la invocación del Espíritu Santo como preparación del gran jubileo, me concede dirigirme con este mensaje a usted, señor cardenal, a los prelados y oficiales de la Penitenciaría apostólica, a los religiosos frailes menores, menores conventuales, dominicos y benedictinos, que desempeñan su tarea de penitenciarios respectivamente en la archibasílica lateranense, en la vaticana, en Santa María la Mayor y en San Pablo extramuros, así como a los de diversas órdenes, penitenciarios extraordinarios en las mismas basílicas, y a los jóvenes sacerdotes y a los candidatos ya próximos a la ordenación sacerdotal, que han seguido con provecho el curso sobre el fuero interno, organizado e impartido por la Penitenciaría con gran éxito de participación.
Mi profundo agradecimiento se eleva al Señor, Padre de las misericordias, con las palabras de la liturgia: «Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam». Alabamos y damos a gracias al Señor porque hace todo para su gloria, a la que su santidad no puede renunciar: «Gloriam meam alteri non dabo» (Is 48, 11), y así dispone todo para nuestra salvación: «Propter nos homines et propter nostram salutem».
La voluntad salvífica de Dios, que es esplendor de su gloria, se realiza de modo privilegiado en el ministerio del sacramento de la reconciliación, que es el objeto principal del servicio diario que prestan la Penitenciaría y los padres penitenciarios, y que es, en perspectiva próxima, el servicio para el que, desde el punto de vista del fuero interno, nuestros queridos jóvenes candidatos al sacerdocio han profundizado su preparación en el mencionado curso anual.
En virtud de la representación que expresan en la variedad de sus orígenes, de sus tareas y de sus destinos, mi reflexión, que una vez más tendrá como tema el sacramento de la misericordia, no sólo se dirige a ellos, sino también a todos los sacerdotes de la Iglesia, como ministros, y a todos los fieles, como beneficiarios, del perdón en la confesión sacramental.
2. Desde 1981, cuando recibí por primera vez colegialmente a la Penitenciaría y a los padres penitenciarios (desde 1990 se han unido los participantes en el curso sobre el fuero interno), he considerado progresivamente el sacramento de la penitencia bajo diversos aspectos: en sí mismo, en sus leyes constitutivas y disciplinarias, en sus efectos propiamente sacramentales y en los ascéticos, y en los deberes de expiación y reparación que de él se derivan para los fieles. He examinado también la tarea de los sacerdotes como ministros del sacramento, recordando la sublimidad de su misión, sus prerrogativas, sus deberes de profunda preparación cultural, de generosidad en la entrega, sobre todo de caridad acogedora, de sabiduría y de mansedumbre, virtudes premiadas con el gozo espiritual en orden a la santidad de su oficio. Por último, he tratado sobre los fieles como beneficiarios del sacramento, desde el punto de vista de las convicciones y de las disposiciones con que deben acercarse a este sacramento, bien como forma habitual de su mundo moral, bien como actitud actual al recibirlo, para que sea válido y lo más provechoso posible.
Esta insistencia deliberada en el mismo tema pone de manifiesto, de suyo, que el sacramento de la reconciliación es de suma importancia, en razón de su oficio de mediadores en Cristo entre Dios y los hombres, para el Sumo Pontífice y para sus hermanos en el sacerdocio, obispos y presbíteros.
Hoy es oportuno considerar las finalidades propias, que la Iglesia quiere alcanzar y que los fieles deben proponerse al recibir el sacramento de la penitencia; junto con ellas, o más bien como especificaciones particularmente gratificantes de dichas finalidades esenciales del sacramento, los beneficios de armonía interior que derivan de la gracia; por último, ciertos resultados buscados subjetivamente por quien recibe o administra el sacramento (o sugeridos por autores que no deben ser puntos de referencia), que van más allá de su dinámica sobrenatural, introduciendo también a veces en el rito, que debe ser esencial y exclusivamente religioso, modalidades que lo desvirtúan y desacralizan.
3. Con razón el sacramento de la penitencia ha recibido de los Santos Padres y de los teólogos, entre otras denominaciones, la de secunda tabula post naufragium, segunda en relación con el bautismo. El naufragio del que nos salvan el bautismo y la penitencia es el del pecado. El bautismo borra la culpa original y, si se recibe en edad adulta, también los pecados personales y toda la pena debida a ellos; en efecto, es el nacimiento, la novedad absoluta de vida en el orden sobrenatural. El sacramento de la penitencia está destinado a borrar los pecados personales, cometidos después del bautismo: ante todo, los mortales; luego, los veniales. Los pecados mortales, si el penitente ha cometido más de uno, se deben perdonar simultáneamente todos. En efecto, la remisión del pecado grave consiste en la efusión de la gracia santificante perdida, y la gracia es incompatible con los pecados graves, con todos y cada uno. Es diversa la consideración que hay que hacer sobre los pecados veniales, que no causan la pérdida de la gracia y por eso pueden coexistir con el estado de gracia; pueden no perdonarse por falta de suficiente aborrecimiento en el penitente, aunque se perdonaran, mediante la absolución sacramental, pecados mortales que, por hipótesis, haya cometido. Obviamente, los fieles que se acercan al sacramento de la penitencia desean también la remisión de la pena temporal, debida al pecado, aunque no necesariamente tengan en acto la consideración explícita de dicha pena. A este propósito, conviene recordar la verdad de fe del Purgatorio, en el que se expían las penas que quedan después del paso a la otra vida. Pero el sacramento de la penitencia, precisamente porque infunde o aumenta la gracia sobrenatural, encierra en sí mismo la virtud de estimular a los fieles al fervor de la caridad, a las consiguientes buenas obras y a la piadosa aceptación de los sufrimientos de la vida, que también merecen la remisión de las penas temporales.
Desde este punto de vista, la verdad de fe y la práctica de las indulgencias están estrechamente relacionadas con el sacramento de la penitencia. En efecto, «la indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos» (Código de derecho canónico, c. 992). Gracias a Dios, cuando viven intensamente su vida cristiana, los fieles aprecian las indulgencias y recurren con fervor a ellas. Y puesto que para lucrar la indulgencia plenaria es preciso en primer lugar que el alma se desprenda totalmente del afecto al pecado, las indulgencias y el sacramento de la penitencia se integran admirablemente en el objetivo esencial y primario que es la destrucción del pecado, que, como he dicho antes, se identifica concretamente con la infusión o el aumento de la gracia santificante.
A este propósito, mi pensamiento, o mejor el pensamiento de toda la Iglesia, se eleva con gratitud al Sumo Pontífice Pablo VI, de venerada memoria, que en la constitución apostólica Indulgentiarum doctrina, monumento insigne del Magisterio, profundizó el tema de las indulgencias y, con viva sensibilidad pastoral, renovó su disciplina.
Así, el recuerdo y la invocación del Espíritu Santo, con que he comenzado mis palabras, han sido intencionales, no sólo en relación con el gran jubileo, sino también con el tema desarrollado aquí, pues la destrucción del pecado y la santidad son efecto admirable del Espíritu Santo, que habita en nosotros: «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6, 11); «la esperanza no quedará confundida, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Por eso, la Iglesia proclama y administra el perdón de Dios en el sacramento de la penitencia, para que en los fieles se cumpla la voluntad divina, que es nuestra santificación: «Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4, 3).
4. La gloria de Dios, que por lo que respecta a los hombres se identifica con su salvación eterna, fue anunciada por los ángeles en la Navidad del Señor como íntimamente relacionada con la paz: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace» (Lc 2, 14), y Jesús, en el supremo testamento de la última cena, dejó como herencia definitiva su paz: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27). «Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado » (Jn 15, 11). El sacramento de la penitencia, por infundir o aumentar la gracia, ofrece el don de la paz. El rito litúrgico de la absolución sacramental, cuya fórmula actual fue felizmente renovada en 1973, pone explícitamente de relieve este don divino de la paz: «Dios, Padre de misericordia, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz».
A este respecto, o sea, para entender bien la naturaleza de esta paz, es necesario recordar que la armonía entre el alma y el cuerpo, entre la voluntad del espíritu y las pasiones, ha sido íntimamente turbada como consecuencia de la culpa original y de los pecados personales, de modo que a menudo se libra en nosotros una lucha dramática: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero (...). Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros» (Rm 7, 19.22-23). Pero este conflicto no excluye la paz profunda en el alma de la persona: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! (...). Soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios» (Rm 7, 25).
Por consiguiente, es legítimo que en el sacramento de la penitencia los fieles también procuren instaurar el proceso interior que lleva, dentro de las posibilidades de nuestra condición de peregrinos, a la asimilación progresiva del propio estado psicológico a la paz superior, que consiste en conformarse con la voluntad de Dios. En efecto, la razonable seguridad —que no puede ser certeza de fe, como enseña el concilio de Trento— de nuestro estado de gracia, aunque no elimina las dificultades interiores, las hace tolerables y, más aún, cuando se busca la santidad, deseables. Por eso, san Francisco de Asís decía: «Tanto es el bien que espero, que toda pena me da contento». En este mismo orden de ideas, entre los efectos del sacramento de la penitencia, que con razón los fieles pueden esperar y desear, se encuentran los de la mitigación de los impulsos pasionales, la corrección de los defectos lógicos o emotivos (como en el caso de los escrupulosos) y la mejora de todo nuestro libre obrar, por efecto de la caridad sobrenatural restablecida y creciente. En buena parte, como he recordado en un discurso anterior, estos efectos, propios pero secundarios, del sacramento de la penitencia dependen también de la capacidad y la virtud del sacerdote confesor.
5. En cambio, sería un error querer transformar el sacramento de la penitencia en psicoanálisis o psicoterapia. El confesionario no es y no puede ser una alternativa al despacho del psicoanalista o del psicoterapeuta. Tampoco se puede esperar del sacramento de la penitencia la curación de situaciones de índole propiamente patológica. El confesor no es un curandero y tampoco un médico en el sentido técnico de la palabra; más aún, si el estado del penitente requiere atención médica, el confesor no debe afrontar el asunto, sino remitir al penitente a profesionales competentes y honrados. De modo análogo, aunque la iluminación de las conciencias exige la aclaración de las ideas sobre el contenido propio de los mandamientos de Dios, el sacramento de la penitencia no es, y no debe ser, el lugar de la explicación de los misterios de la vida. Sobre estos temas pueden verse las Normae quaedam de agendi ratione confessariorum circa sextum Decalogi praeceptum, emanadas el 16 de mayo de 1943 por la entonces suprema Congregación del Santo Oficio, ahora Congregación para la doctrina de la fe, que, a pesar de los años transcurridos desde su publicación, siguen siendo muy actuales. De igual modo, no sólo por el sigilo sacramental, sino también por la distinción necesaria entre el fuero sacramental y la responsabilidad jurídica y pedagógica de los formadores de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa, el estado de conciencia revelado en la confesión no puede y no debe trasladarse a la sede decisoria canónica del discernimiento vocacional; pero, como resulta evidente, al confesor de los candidatos al sacerdocio le incumbe el gravísimo deber de disuadir, con el máximo empeño, de proseguir hacia él a quienes en la confesión den muestras de carecer de las virtudes necesarias (esto vale especialmente con respecto a la vivencia de la castidad, indispensable para el compromiso del celibato) o del necesario equilibrio psicológico o, por último, de la suficiente madurez de juicio.
6. El período cuaresmal que vivimos nos recuerda la caída y nos prepara para la resurrección: el sacramento de la penitencia socorre a los caídos y les da la resurrección a la vida eterna, cuya prenda posee ya desde ahora el alma en estado de gracia. Jesús es el único y absoluto Salvador de todos los hombres y de todo el hombre. En esta perspectiva de salvación integral se ha de concebir el sacramento de la penitencia, don de gracia, don de santidad y don de vida. La humilde conciencia de haber mediado en favor de los fieles estas misericordias del Señor es para nosotros, sacerdotes ya mayores, motivo de inmensa gratitud a él, que se ha dignado hacer de nosotros sus instrumentos vivos. Ojalá que la espera del cumplimiento de esta sublime misión sea para vosotros, jóvenes esperanzas de la Iglesia, estímulo y adecuada preparación cultural y ascética, e impulso a la máxima generosidad para vuestro próximo ministerio. Con razón se dice que podría bastar incluso una sola misa celebrada santamente para realizar de modo cabal una vocación sacerdotal. Queridos jóvenes, ojalá pueda decirse del mismo modo: que vuestra caridad, brindada a los fieles en el sacramento de la reconciliación, sea la plenitud y la alegría de vuestro futuro.
Como prenda de la gracia del Señor, que haga fecundos estos deseos y esta confianza, os imparto de corazón la bendición apostólica.
Vaticano, 20 de marzo de 1998
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