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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CUARTO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS
EN VISITA "AD LIMINA" 

Martes 31 de marzo de 1998

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Después de las visitas de los otros grupos de obispos de Estados Unidos, os doy ahora afectuosamente la bienvenida a vosotros, obispos de las provincias eclesiásticas de Louisville, Mobile y Nueva Orleans. A través de vosotros, saludo a todos los miembros de las diócesis en que el Espíritu Santo os ha puesto como centinelas, para pastorear la Iglesia de Dios (cf. Hch 20, 28). De modo especial, doy gracias a Dios por los vínculos de comunión que nos unen en el ministerio episcopal al servicio de su pueblo santo. La experiencia de la Iglesia desde el Vaticano II demuestra cuán importante es el ministerio de los obispos para la renovación que recomendaba el Concilio y para la nueva evangelización que es preciso llevar a cabo en el umbral del tercer milenio cristiano. Por eso, propongo reflexionar hoy en algunos de los aspectos más fundamentales de nuestro ministerio, que nos viene de los Apóstoles «a través de una sucesión que se remonta hasta el principio» (Lumen gentium, 20).

2. En vuestro documento El ministerio de enseñar del obispo diocesano, habéis centrado la atención en esta importante verdad: el ministerio episcopal es una parte crucial de la obra salvífica de Dios en la historia humana. No puede reducirse «a un aspecto de la común necesidad humana de organización y autoridad» (loc. cit., 1, A, 1). En efecto, por mandato y orden de Cristo, los obispos enseñan «la fe inmutable de la Iglesia tal como debe comprenderse y vivirse hoy» (ib., 1, A, 2). Este deber sólo puede entenderse y cumplirse en el ámbito de una adhesión personal del obispo a la fe. En efecto, el mandato del Señor a sus Apóstoles de enseñar en su nombre está vinculado a un profundo acto de fe de su parte: el acto de fe por el que los Apóstoles, con Pedro, reconocieron que Jesús era «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Esta profesión de fe en Cristo ha de estar siempre en el centro de la vida y del ministerio del obispo.

En su diócesis, el obispo declara la fe de la Iglesia con la autoridad que deriva de su ordenación episcopal y de su comunión con el Colegio de obispos bajo su Cabeza (cf. Lumen gentium, 22). Su tarea consiste en enseñar de modo pastoral, iluminando los problemas actuales con la luz del Evangelio y ayudando a los fieles a vivir una vida plenamente cristiana en medio de los desafíos de nuestro tiempo (cf. Directorio sobre el ministerio pastoral de los obispos, n. 56). El obispo, al aplicar el Evangelio a las nuevas cuestiones, salvaguardando la interpretación auténtica del magisterio de la Iglesia, asegura que la Iglesia particular obre conforme a la verdad que salva y libera. Todo esto requiere que el obispo sea un hombre de firme fe sobrenatural y sólida fidelidad a Cristo y a su Iglesia.

3. Nuestra enseñanza implica una gran responsabilidad, puesto que «está dotada de la autoridad de Cristo» (Lumen gentium, 25); sin embargo, debemos enseñar y predicar con gran humildad, ya que somos servidores de la palabra y no sus dueños. Si queremos ser maestros eficaces, debemos hacer que toda nuestra vida sea transformada por la oración y por nuestra continua dependencia de Dios, a imitación de Cristo mismo. Para apagar la sed de verdad del Evangelio que tiene el pueblo de Dios, los obispos tendríamos que prestar atención a las palabras de san Carlos Borromeo a sus sacerdotes durante su último Sínodo: «¿Tenéis el deber de predicar y enseñar? Entonces, concentraos en lo esencial, para cumplir este deber de modo adecuado. Sobre todo haced que vuestra vida y vuestra conducta sean sermones» (Liturgia de las Horas, fiesta de san Carlos).

La predicación del mensaje evangélico requiere efectivamente oración personal, estudio y reflexión constantes, así como consulta a consejeros preparados. El empeño por el estudio y el conocimiento que exige el munus episcopale es fundamental para conservar «la verdad que nos ha confiado el Espíritu Santo, que habita en nosotros» (cf. 2 Tm 1,14), y para proclamarla con fuerza, «a tiempo y a destiempo» (2 Tm 4, 2). Dado que el obispo tiene la responsabilidad personal de enseñar la fe, necesita tiempo para asimilar, también en la oración, el contenido de la tradición y del magisterio de la Iglesia. De igual modo, debería actualizar sus conocimientos de la teología, de los estudios bíblicos y de la reflexión moral sobre cuestiones sociales. Conozco, por mi experiencia personal de obispo diocesano, lo mucho que se exige de un obispo. Pero esa experiencia me ha convencido de que es esencial encontrar el tiempo para estudiar y reflexionar, porque sólo con el estudio, la reflexión y la oración el obispo, trabajando con sus colaboradores, puede guiar y gobernar de modo verdaderamente cristiano y eclesial, preguntándose siempre: «¿Cuál es la verdad de fe que ilumina el problema que estamos afrontando?». Así, puede darse hoy que el obispo necesite reorganizar el modo como ejerce su oficio episcopal, para dedicarse a lo que es fundamental en su ministerio.

4. El gran jubileo del año 2000 nos invita a redoblar nuestros esfuerzos para predicar el Evangelio como respuesta al profundo deseo de verdad espiritual, que caracteriza a nuestro tiempo. Esta «hora» de evangelización implica exigencias especiales para los obispos. En El ministerio de enseñar del obispo diocesano habéis explicado las cualidades que garantizan que la enseñanza de un obispo sea eficaz. Con su experiencia pastoral, el estudio, la reflexión, el discernimiento y la oración, debe hacer suya la verdad salvífica, para poder comunicar la plenitud de la fe y animar a los fieles a vivir de acuerdo con las exigencias del Evangelio. El obispo tiene la misión de transmitir la fe que ha recibido; por eso, debe considerar su enseñanza como un humilde servicio a la palabra de Dios y a la tradición de la Iglesia. Dispuesto a sufrir por el Evangelio (cf. 2 Tm 1, 8), debe proclamar valientemente la verdad, incluso cuando ello signifique desafiar las opiniones comunes de la sociedad. El obispo debe enseñar con frecuencia y constancia, predicando homilías, escribiendo cartas pastorales, dando conferencias y usando los medios de comunicación social, para que se vea que enseña la fe y da testimonio público del Evangelio. Además, su enseñanza debe caracterizarse por la caridad, de acuerdo con las palabras de Pablo a Timoteo: «A un siervo del Señor no le conviene altercar, sino ser amable con todos, pronto a enseñar, sufrido, y que corrija con mansedumbre a los adversarios » (2 Tm 2, 24-25).

5. «Apacentad la grey de Dios que os está encomendada» (1 P 5, 2). Cualquier reflexión sobre vuestra responsabilidad de gobierno pastoral de la porción del pueblo de Dios confiada a vosotros «como vicarios y legados de Cristo» (Lumen gentium, 27), debe comenzar por la atenta consideración del ejemplo de Cristo mismo, el buen Pastor, nuestro supremo modelo. En la reciente Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos, muchos pastores plantearon la cuestión del ejemplo de su vida y de su ministerio, conscientes de que el pueblo de Dios sólo escuchará su voz y responderá si percibe que su testimonio es auténtico. En la sala del Sínodo escuchamos la exhortación a los obispos, individual y colegialmente, a ser más sencillos, con la sencillez de Jesús y del Evangelio, una sencillez que consiste en dedicarse a las cosas esenciales del Padre (cf. Lc 2, 49).

Para afrontar las necesidades de los tiempos modernos, las diócesis han creado frecuentemente complejas estructuras y gran variedad de oficinas diocesanas, que proporcionan asistencia en el ejercicio del gobierno pastoral. Sin embargo, como obispos debéis preocuparos por salvaguardar la naturaleza personal de vuestro gobierno, dedicando mucho tiempo a conocer los puntos fuertes y los débiles de vuestras diócesis, las expectativas y las necesidades de los fieles, sus tradiciones y sus carismas, el ambiente social en que viven, y los problemas que tienen que afrontar a largo plazo. Esto significa asegurar que las estructuras, necesarias hoy para guiar una diócesis, no impidan precisamente lo que deben facilitar: el contacto del obispo con su pueblo y su misión evangelizadora. En el Sínodo se subrayó el hecho de que hoy es demasiado fácil para un obispo delegar en otros su responsabilidad de evangelizar y catequizar, transformándose en prisionero de sus propias obligaciones administrativas. Ya que nuestro ministerio está ordenado siempre a la construcción del cuerpo de la Iglesia en la verdad y la santidad (cf. Lumen gentium, 27), el ejercicio de la autoridad episcopal no es nunca una mera necesidad administrativa, sino un testimonio de la verdad sobre Dios y el hombre revelada en Jesucristo y un servicio para el bien de todos. Para guiar a los hombres hacia la plenitud de Jesucristo, debemos efectivamente «realizar la función del evangelizador» (2 Tm 4, 5). Ninguna otra tarea es tan urgente como ésta.

6. De modo especial, un obispo diocesano tiene que hacer todo lo posible para mantener una íntima relación con sus sacerdotes, que se caracterice por la caridad y la preocupación por su bienestar espiritual y material. Promoviendo un clima de confianza y familiaridad con ellos, ha de ser su maestro, padre, amigo y hermano (cf. Directorio para el ministerio pastoral de los obispos, n. 107). De esa manera, el vínculo jurídico de obediencia entre el sacerdote y el obispo está animado por la caridad sobrenatural que existe entre Cristo y sus discípulos. Esta caridad pastoral y este espíritu de comunión entre el obispo y los sacerdotes es vital para la eficacia del apostolado. De la misma forma, el obispo se ha de esforzar en especial por salir al encuentro de los jóvenes a quienes Cristo llama a compartir su sacerdocio mediante el ministerio ordenado. La experiencia demuestra que cuando el obispo local asume con seriedad esta responsabilidad, no hay «escasez de vocaciones». Los jóvenes quieren ser invitados a la entrega radical, y el obispo, como principal responsable de la continuación de la misión salvífica de Cristo en el mundo, es el único que puede repetir con autoridad las palabras de Cristo: «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres» (Mt 4, 19).

Asimismo, la relación entre el obispo y los miembros de las comunidades religiosas debería estar animada por su estima hacia la vida consagrada y por su compromiso de dar a conocer los diversos carismas en la Iglesia particular, con la intención de invitar a los jóvenes a vivir su gracia bautismal, abrazando con generosidad los consejos evangélicos. Por otra parte, a partir del Concilio todos somos más conscientes de la necesidad de reconocer, salvaguardar y promover la dignidad, los derechos y los deberes de los fieles laicos. Es esencial que el obispo y sus más íntimos colaboradores aprecien y animen su servicio a la comunidad eclesial, su consejo y sus esfuerzos por llevar la enseñanza de la Iglesia a la cultura contemporánea mediante la transformación de la vida intelectual, política y económica.

7. Uno de los frutos del concilio Vaticano II es el desarrollo de las Conferencias episcopales como instrumentos para ejercer la colegialidad entre los obispos que deriva de la ordenación y de la comunión jerárquica. La Conferencia existe para intercambiar experiencias pastorales y permitir un enfoque común de las diversas cuestiones que se plantean en la vida de la Iglesia, en una región o un país. Vuestra reciente decisión de estudiar la estructura y las funciones de vuestra Conferencia muestra que reconocéis la necesidad de examinar de nuevo sus actividades, para que puedan servir mejor a los propósitos pastorales y evangélicos que dan a la Conferencia su sentido único.

Esto significa, entre otras cosas, que la Conferencia episcopal debe encontrar el modo de ser verdaderamente eficaz, sin debilitar la enseñanza y la autoridad pastoral propias únicamente del obispo. Sus estructuras administrativas no deben convertirse en un fin en sí mismo; al contrario, tienen que ser siempre instrumentos para las grandes tareas de evangelización y servicio eclesial. Hay que cuidar especialmente que la Conferencia funcione como un cuerpo eclesial, y no como una institución modelada según los equipos directivos de la sociedad secular. De esa forma, cada obispo será capaz de aportar sus dones únicos a las discusiones y decisiones de la Conferencia. El deber del obispo de enseñar, santificar y gobernar es, efectivamente, un deber personal, que no puede delegarse a otros.

8. Conviene recordar siempre que los pastores de la Iglesia son personalmente responsables de la transmisión de la luz y de la alegría de la fe. Decir esto significa afrontar inmediatamente la cuestión de nuestra fe y nuestra convicción. Esta visita ad limina, con vuestra oración ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, os brinda una ocasión llena de gracia para recordar cuán esenciales son para vuestro testimonio vuestra relación con Cristo y la seriedad de vuestra búsqueda personal de la santidad. La vitalidad de vuestras Iglesias particulares y el bienestar de la Iglesia universal son, ante todo y siempre, un don del Espíritu Santo. Pero este don depende también de la oración ferviente y de la caridad pastoral abnegada de los obispos, tanto de forma individual como colegial. En nuestras debilidades, necesitamos ser sostenidos por la gracia del Espíritu Santo, para poder decir sin miedo: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios» (Jn 6, 68-69). Ojalá que, con ocasión del bimilenario de la Encarnación, la Iglesia, la Esposa, ofrezca a su Señor un Colegio episcopal unido y firme en la fe, ardiente en el testimonio del evangelio de la gracia del Señor, y consagrado al servicio del Espíritu y de la justificación llena de gloria (cf. Lumen gentium, 21).

Queridos hermanos, con estas reflexiones sobre vuestro ministerio, deseo animaros en la gracia y en la vocación que Cristo os ha concedido. Oro por vosotros mientras cumplís vuestra misión de proclamar el amor de Dios y los misterios de la salvación a todos, confiando en que el Espíritu Santo os guíe y fortalezca. Con gratitud por vuestra labor de predicar la palabra de Dios «con toda paciencia y doctrina» (2 Tm 4, 2), os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen María, Sedes sapientiae, para que os sostenga con sabiduría pastoral e infunda alegría y paz en vuestro corazón. A vosotros y a los sacerdotes, religiosos y fieles laicos de vuestras diócesis, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.



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